Alexias de Atenas (40 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Nos alejamos juntos hablando. La vieja formalidad que tan extraña resultaba en él cuando era muchacho, le sentaba entonces como una buena armadura. Empleo a propósito la comparación, pues creo que es hombre que se siente fácilmente herido, pero muy poco dispuesto a demostrarlo. Quienes le conocen por vez primera en su edad viril, raramente lo sospechan, pues es muy capaz de devolver golpe por golpe. Cualquiera le hubiera atribuido tantos años como a mí, y yo había podido darme cuenta de que la mayor parte de los jóvenes que rodeaban a Sócrates le temían.

Le pregunté si seguía luchando aún. Él contestó:

—No, excepto alguna que otra vez y con fines amistosos. El istmo me curó de esa ambición. Uno hace ejercicio para ser un hombre entero, no una criatura semejante a un buey criado sólo para tirar del arado.

Estaba mucho más alto, y aquello, junto con el cambio de ejercicio, le había mejorado notablemente. Era grande, pero no de una manera desproporcionada con su construcción. Por eso no le había reconocido.

—En cualquier caso —añadió—, los Gemelos me reclaman ahora con más frecuencia que la palestra.

En un brazo tenía una herida de lanza apenas curada. Desde la caída de Eubea, las incursiones habían empeorado.

No le pregunté cómo se había unido a Sócrates, pues hubiera sido tan absurdo como preguntarle a un águila cómo había decidido volar. Fue él mismo quien abordó la cuestión.

—En Corinto —dijo—, escuchaste con tanta amabilidad todas las insensateces de mi juventud que probablemente te dije que tenía ciertas inclinaciones poéticas y estaba escribiendo una tragedia.

—Sí, desde luego. Sobre Hipólito. ¿La has acabado?

—La he acabado, en efecto, y la revisé el pasado año. Se la mostré a mi tío, que a menudo es lo bastante generoso como para poner a mi servicio su buen juicio. La aprobó, y otros amigos fueron igualmente amables, y por consejo suyo decidí presentarla para las Dionisiacas. Estaba tan ansioso, que me presenté antes de que hubieran abierto la oficina para los competidores, y hube de esperar en el pórtico del teatro, con el rollo en la mano. También Sócrates se encontraba allí, no impaciente como yo, sino perdido en sus meditaciones. Había oído hablar de él a mi tío, que en otros tiempos le trataba con frecuencia; pero, según tengo entendido, se separó de su compañía por una cuestión de filosofía. Naturalmente, hablo de mi tío Critias.

—Desde luego. ¿Pero qué sucedió con Sócrates? —pregunté.

—Viéndole allí, inconsciente de mi presencia, aproveché la ocasión para examinarle. Jamás le he preguntado qué meditaba entonces. Pero al contemplar su cara, una extraña y penosa vivificación se apoderó de mí, como se apodera del recién nacido antes del primer llanto. Mientras permanecía allí tratando de comprenderme a mí mismo, él salió de sus meditaciones y miró hacia mí. Se acercó, y me preguntó si iba a presentar una tragedia y cuál era su tema. Entonces me pidió que le leyera algo. Puedes estar seguro de que me mostré muy dispuesto a complacerle. Al final me detuve esperando una alabanza, que hasta entonces no se me había regateado; y, en verdad, tampoco él dejó de ensalzarla. Después me preguntó cuál era el significado de un símil. Yo había pensado que estaría claro para cualquier persona letrada, pues no se escribe para los tontos; pero cuando comencé a explicarlo, casi en seguida me percaté de que con aquel símil me había propuesto muy poco, y que este poco no era muy cierto. Con sus maneras más amables, me pidió que le leyera algo más, y esa vez manifestó que se hallaba plenamente de acuerdo, y me dijo por qué. Pero mucho más que su ironía, su alabanza me reveló a mí mismo; había visto en el pasaje algo tan más allá de mi propia concepción que todo el trabajo, al ser considerado así, se deshacía en mis manos. No tuve la desvergüenza de aceptar su elogio. Le dije que me había abierto los ojos, que no podía sentirme satisfecho con la obra tal como estaba, y que me la llevaría a casa para volver a escribirla. Habíamos descendido del pórtico y caminábamos juntos, habiendo llegado a la parte esencial de la tragedia: el trato que Teseo e Hipólito hicieron con los dioses, y el que los dioses hicieron unos con otros. Estuvimos hablando toda la mañana, y cuando llegó la hora de la comida me fui a casa. Por la tarde volví a leer la tragedia. Algunas de las líneas no eran malas, y los coros no cojeaban. ¿Qué dirías tú, Alexias, de un manto bordado hecho para cubrir a un dios cuya imagen se haya aún sin formar en el mármol? Me di cuenta de que tratar de buscar placer en esa materia significaba cargar de cadenas a mi alma cuando me habían sido ofrecidas alas. De modo que pedí un brasero y quemé todo lo escrito.

Lo que le dije no pareció molestarle, por lo que supuse que no lo había tomado a ofensa. En mí luchaba el amor y la envidia por una excelencia que se encontraba más allá de mi alcance. Creo que por un momento volví a ser un niño en la clase de música, y que me sentí celoso como un niño. Pero después recordé algunas de las lecciones que Sócrates me había enseñado, y pensé que era un hombre. Entonces le pregunté si recordaba algo de su tragedia quemada.

Le vi vacilar. Después de todo era poeta, y no tenía más allá de veinte años. Por último dijo:

—Había un pasaje que a él no le pareció malo del todo. Es uno en el que Hipólito acaba de morir, y los jóvenes del coro invocan a Afrodita, la autora de su desventura.

Lo repitió. Me mantuve silencioso largo rato, mi alma libre de su locura, humilde ante los Inmortales. Finalmente, temeroso de parecer descortés, hablé, pero sólo pude decir:

—¿Lo quemaste y no guardaste copia alguna?

—Cuando se hace una ofrenda a los dioses, se lleva al altar un animal entero. Si era una imagen de lo que no es, era falsa y tenía que ser destruida; y si era una imagen de lo que es, entonces un pequeño fuego no la destruyó. Es casi mediodía. ¿Quieres venir a mi casa a comer conmigo?

Me hallaba a punto de aceptar cuando, como en los viejos días, la llamada de la trompeta nos llegó a través de la Ciudad.

—Se están volviendo insolentes —dijo él—. Perdóname, Alexias. Tendrá que ser otro día.

Marchó para tomar las armas, pero no sin antes decir que hacía tiempo que las tropas de Jonia recibían el embate de la guerra. Sus modales eran buenos, y supongo que sabía que yo no tenía caballo entonces.

Era preciso que viera a otros amigos en la Ciudad. Fedón, cuando fui a visitarlo, vino corriendo a abrazarme. Esto me alegró, y no sólo por mí mismo. Desde que salió de la casa de Gurgos, no sabía que alguna vez hubiera tocado a alguien por su propio deseo, e inferí que alguna ulterior felicidad había obrado en él como un médico. Pero comprobé que su amor principal seguía siendo aún la filosofía. Era evidente que su mente había progresado en fuerza y profundidad; y, al cabo de un rato de charla, supe que su piedra de afilar había sido Platón. Un antagonismo de ideas, junto con un respeto compartido, los había unido a ambos. Quizás en la verdadera sustancia de sus almas no eran tan desemejantes. Cuanto más revela el sueño, más honda es la amargura; y si el hombre sobrevive, se mostrará siempre en guardia contra los sueños, como el pastor se muestra vigilante contra los lobos. Fedón dijo:

—Me asegura que si no tengo cuidado me pasaré la vida limpiando el suelo y no construiré nunca —dijo— Yo, por supuesto, replico que él es de los que comienzan a construir antes de haber puesto ni siquiera los cimientos. Ciertamente es ágil cuando se trata de hacer frente a una objeción. Sin embargo, creo que reconocerá ante ti que de vez en cuando destrozo su lógica.

Mi próxima visita fue a Jenofonte. Había cambiado mucho, pero no obstante seguía siendo el mismo. Fue como si yo hubiera conocido antes los perfiles de un esbozo suyo, los cuales el artista rellenaba entonces, tal como siempre había sido su intención. En cada pulgada de su persona podía observarse el caballero al viejo estilo ateniense: marcial, culto, jinete que cría a su propio caballo, lo adiestra y lo cura; que hace gala de estar siempre presto para participar en la guerra; que conversa en la mesa, pero que afirma no disponer de tiempo para hablar de política, queriendo decir con ello que sus puntos de vista políticos son sólidos y no es necesario revisarlos. No siendo de los que se acomodan a las nuevas modas, se había dejado crecer la barba. Era una barba rizada, tan oscura como su cabello, hendida, y con el labio superior afeitado, a la moda espartana. Era tan hermoso en la virilidad como lo había sido en la muchachez.

Se alegró de verme, y me congratuló por haber combatido tanto. Él mismo no hacía mucho tiempo que había regresado a la Ciudad, tras haber sido tomado prisionero por los tebanos, quienes le tuvieron encadenado durante algún tiempo. Cuando manifesté mi conmiseración, me dijo que aún habría sido mucho peor a no ser por un amigo que hizo allí, un joven caballero tebano llamado Próxenos. Al saber que los dos habían estudiado con Gorgias, aquel joven le visitó en la prisión, habló de filosofía con él, procuró que le quitaran los grilletes e hizo todo lo posible para que su cautiverio fuera más llevadero. Desde que fue liberado mediante rescate, no dejaban de intercambiar misivas cada vez que les era posible hacerlo. Hablaba con tanta calidez de Próxenos que, de haberse tratado de otro, habría pensado que eran amantes; pero hubiera sido una verdadera temeridad suponer semejante cosa de Jenofonte.

Nuestra conversación derivó hacia Sócrates y sus amigos, y, como es natural, pronto comencé a hablar de Platón. Pero en seguida advertí cierta frialdad. Cuando tuve tiempo para observar y considerar, no me pareció muy difícil de comprender.

Estoy seguro de que no era simple envidia. Hombre o muchacho, jamás he encontrado en Jenofonte algo mezquino o bajo. Era siempre hombre práctico, honorable, religioso, con una serie de éticas fijas, no equivocadas sino circunscritas. Si a un hombre así se le indica un claro y simple bien, lo seguirá por el más áspero terreno que se presente. Sócrates lo había tomado tal como era, estimaba su buen corazón y no le sobrecargaba la mente con más lógica que la necesaria para descubrir una mentira, como tampoco le llenaba de sublimidades a las que él no podía remontarse. Jenofonte amaba a Sócrates y, como deseaba también tener una noción fija en la mente, le gustaba pensar que el Sócrates que él conocía era todo el hombre. Pero creo que en el alma de Sócrates había un templo en la soledad en el que nadie le visitaba, exceptuando su espíritu, que le advertía del mal, y el dios al que oraba. Entonces tenía un pie en el umbral. Hacía tiempo que Jenofonte había decidido que Sócrates opinaba que era mejor no especular sobre lo divino; cuando descubrió que se había engañado, se sintió dolido.

En cuanto a Platón, nadie era más que él sensible a la aversión.

Cuando Jenofonte se encontraba allí, se retiraba a su ciudadela, gesto que parecía arrogancia, y en parte lo era. No creo que su amistad con Fedón arreglara las cosas. Jenofonte se había mostrado siempre cortés con Fedón, pero no iba más allá. Su sentido de la corrección era fuerte, y jamás podía apartar de su mente el pasado de Fedón, ni tampoco podía sentirse cómodo en su presencia. Pero Platón apartaba todo eso con la grandeza de su sangre real, porque prefería la aristocracia de la mente. Además, como si eso no fuera suficiente, no se veía nunca a Jenofonte cortejando a un joven, ni a Platón enamorando a una mujer; y tales extremos de naturaleza tendían al desacuerdo.

Cuando los días pasaron, vi que mi padre era más feliz que antes.

De vez en cuando oía decir graves cosas sobre Terámenes: que al principio había consentido una gran parte de tiranía y violencia y que al darse cuenta de que los vientos cambiaban había cambiado para encontrarse al lado del vencedor. Algún malicioso le había puesto de sobrenombre Calcetín Viejo, queriendo significar con ello que lo mismo servía para un pie que para el otro. Por haberle oído hablar en la mesa, sabía que valoraba en mucho su astucia; pero había sido bueno conmigo, y no quise creer a sus detractores. Por supuesto, los jefes oligarcas le llamaban traidor; pero puesto que esas personas se encontraban en su mayor parte en Dekeleia, apoyando a los espartanos en las incursiones que éstos hacían en el Ática, su censura equivalía casi a una alabanza.

Lisias acudía a su granja cada vez que le era posible. Habían pasado años desde la última vez que estuvo en ella y el administrador, aunque bastante honrado, había obrado demasiado a su aire. A mi padre le gustaba velar por sí mismo aquello que aún seguía siendo nuestro, así que yo disponía de tiempo para pasear con Sócrates y deambular por la Ciudad viendo qué había en ella de nuevo.

Un día me dirigí a la columnata en la palestra de Micco, para ver si mi viejo preparador se encontraba aún allí. Pero al entrar oí los címbalos, la flauta y la lira, y observé que los muchachos, en lugar de hacer ejercicios, practicaban una danza en honor de Apolo.

Se acercaba la época en que el barco sagrado va a Delos a celebrar su nacimiento. Habiendo una vez danzado yo mismo por él, me detuve allí para observar. Los muchachos mayores parecían, como siempre ocurre en tales casos, mucho más jóvenes que los de mi tiempo. Acababan de adelantarse para ensayar su parte en la danza, algunos de ellos portando cestas, ánforas y otras cosas que representaban los objetos sagrados, mientras que otros sostenían ramas verdes para agitarlas como si fuera laurel.

Al sonar los címbalos, la primera línea retrocedió y a través de ella pasó la segunda línea para dirigir a su vez la danza. En el centro vi a un muchacho que hasta entonces había permanecido oculto a mis ojos. Así es como se empieza cuando se desea describir a alguien, pero mientras miraba el papel, disponiéndome a escribir, la sombra se ha movido en la pared. Por decir algo, describiré sus ojos, que eran de un azul más parecido al del cielo nocturno que al del día, y sus claras y anchas cejas. También debo mencionar un defecto suyo: su cabello era gris, tan gris que casi parecía blanco, debido a alguna fiebre que había sufrido. Lo supe más tarde, he olvidado ya por mediación de quién.

Al parecer se trataba de un tardío ensayo, pues en lugar de los tañedores de flauta del gimnasio habían traído a los verdaderos músicos que tocarían para ellos ante el dios. Mientras miraba el rostro del muchacho que danzaba, vi que estaba dominado por la música.

Tal vez él mismo era tañedor de algún instrumento, o quizá cantante. Se veía a los otros muchachos seguir a sus movimientos, pues no perdía nunca el ritmo, y cuando danzaban en una sola fila, era él quien conducía la danza. Sin embargo, no le habían encargado ningún solo, tal vez porque, a causa de su cabello, no consideraban su cuerpo lo suficientemente perfecto para complacer a Apolo. Pero en ese caso, pensé yo, no debieran haberle dejado participar en absoluto, porque, estando él allí, ¿qué dios, o qué hombre, podía tener ojos para otro que no fuese él?

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