Alexias de Atenas (44 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Después, cuando la casa quedó más tranquila, y hube contado mi historia, mi padre dijo que la Ciudad estaba furiosa con los generales y que a todos ellos les había sido retirado el mando. Habían mandado escritos con diversas excusas, diciendo una de las veces que la tormenta había sido demasiado grande para que pudieran regresar a ayudar, y otra, que de ello habían encargado a dos oficiales.

Como uno de ellos era Trasíbulos, y el otro Terámenes, a quien habíamos encontrado perfectamente competente en el campo de batalla, supuse que la idea se les ocurrió después, cuando la flota se hallaba ya a salvo en el puerto. Probablemente la mitad de los hombres se habían ahogado antes de que ellos se hubieran puesto en camino. El que hubieran escogido a Trasíbulos como víctima propiciatoria me hizo sentirme más colérico que nunca.

—¿Cuándo serán juzgados? —pregunté.

—Tan pronto como hayan vuelto —contestó mi padre—. En interés de la justicia, será mejor que sean juzgados cuando la pasión de la multitud se haya enfriado un poco.

—Ahorrémosle molestias al populacho, padre, y entreguémoslos a los que se han salvado del naufragio —dije—. Somos demasiado pocos para constituir una multitud. Les haremos justicia. Desearía que todos tuvieran el cuello introducido en un lazo corredizo, y que mis manos agarraran el extremo de la soga.

—Has cambiado mucho, Alexias —observó él, mirándome—. Cuando eras niño, creía que serías demasiado blando para poder llegar a ser soldado.

—Desde entonces he visto traicionar a muchos hombres valientes. Y en un campo de batalla testigo de nuestra victoria he tenido que arrojar mis armas. 

El recuerdo hizo que la cólera retornara a mí, y por ello añadí:

—Si Alcibíades hubiera estado allí, se habría reído en su cara y les habría dicho que se fueran al telar con las mujeres. Se hubiera hecho a la vela solo. Pueden decir lo que quieran, pero cuando era él quien nos conducía, teníamos a un hombre.

Mi padre permaneció silencioso, mirando la copa de vino. Después repuso:

—Bien, Alexias, nada puedo hacer para remediar lo que has sufrido, y supongo que lo mismo puede decirse en cuanto a los dioses. Pero, en lo que se refiere a la armadura, si yo hubiera estado en la Ciudad cuando te alistaste como ciudadano, habrías recibido de mi una como corresponde a nuestra posición. La propiedad no es lo que era en otros tiempos, pero todavía puedo ocuparme de eso, y me alegra poder decirlo.

Se acercó al gran armario y lo abrió. Allí colgaba una armadura, casi nueva.

—Llévasela a algún hombre competente, y haz que la arregle a tu medida —dijo—. A nadie le hará ningún bien el que permanezca aquí olvidada.

Era una armadura muy buena. Debió de hacérsela cuando sintió que las fuerzas retornaban de nuevo a él. No debiera haberme lamentado tan ruidosamente de haber arrojado mis armas, puesto que me hallaba ante un hombre que había sido despojado de ellas por el enemigo.

—No, padre —repuse—. No puedo tomar esto de ti. Procuraré arreglármelas de otra manera…

—Me parece que he olvidado decirte que Fénix ha muerto. Admitamos que ha quedado atrás el tiempo en que aún podíamos permitirnos adquirir un nuevo caballo. Hoy día, caminar mucho es algo que está más allá de mis fuerzas. Mi escudo se encuentra en el rincón. Cógelo, y prueba si su peso te va bien.

Lo cogí, e introduje el brazo a través de las tiras de cuero. Era posible nivelarlo bien, y su peso era poco más o menos como aquel al cual yo estaba acostumbrado.

—Naturalmente, padre, para mí es un poco pesado. Pero es una lástima recomponer un buen escudo como éste. Tal vez si hago mucho ejercicio llegaré a dominarlo bien.

XXIII

Muy poco tiempo después, nuestros generales regresaron a Atenas.

Sólo dejaron de venir dos que, con su habilidad para salir de los malos trances, habían huido a Jonia y jamás volvieron a la patria.

Desde el día de la rotura de los hermas no había visto tanta furia en la Ciudad. La Fiesta de las Familias cayó justamente antes de que se celebrara el juicio. En lugar de las acostumbradas guirnaldas y las mejores prendas, por todas partes podía verse a los parientes de los hombres ahogados, vestidos con ropas de luto y la cabeza rapada, recordando a amigos y vecinos que no debían olvidar a los muertos.

Por fin llegó el día del juicio. Me dirigí con mi padre a la Asamblea; pero una vez que hube saludado a sus amigos fui en busca de Lisias. En lugar de a él encontré a un grupo de ciudadanos, parientes y amigos de los ahogados, quienes me suplicaron que les hiciese el relato de la batalla. Creo que sólo entonces, con aquellos extraños rodeándome, conocí verdaderamente mi propia amargura. Les conté todo, tanto lo que había visto como lo que había oído decir a los otros.

Lo mismo ocurrió en el Pnyx. La gente se apretujaba para acercarse a uno de los supervivientes, pues éramos pocos. El heraldo apenas logró imponer silencio cuando los discursos comenzaron.

Nadie se sentía inclinado a perder tiempo en aquellos individuos. Cuando el acusador propuso que una declaración bastaría para los seis, le vitoreé junto con los demás. La cólera que sentía en torno a mí me era grata, y por eso todo el mundo me parecía mi amigo. Después el defensor se levantó de un salto para protestar con viveza. Es cierto que en la constitución había algo contra los juicios colectivos cuando se trataba de una acusación capital y, en los casos ordinarios, esa previsión era muy conveniente para proteger a las personas decentes; pero todos comprendíamos que nos hallábamos ante un caso diferente. Se produjo un gran alboroto. Cuando el defensor consiguió hacerse oír de nuevo se produjo una conmoción cerca de la tribuna y un marino subió a ella corriendo. Bastó una ojeada para que nos diéramos cuenta de cuál era su propósito, y hubo una pausa.

—Perdonadme, amigos —dijo, gritando para que todo el mundo le oyese—, por haber subido aquí de esta manera; pero a ello me ha obligado mi juramento. Yo era segundo contramaestre del viejo Eleuteria. Todo cuanto tengo que decir es que, cuando se hundió, logré aferrarme a un arca de víveres y que así me mantuve a flote. A mi alrededor había muchos marineros, y algunos soldados, la mayoría de los cuales estaban heridos y sabían que no podrían durar mucho. A alguien le oí gritar: «Antandros, si consigues llegar a la patria, diles que fuimos fieles por la Ciudad». Otro dijo: «Diles que hemos muerto por ellos. Ahogados como perros. Díselo, Antandros». Juré que así lo haría, como cualquier otro hombre hubiera procedido en mi lugar. De modo que perdonadme la libertad que me he tomado. Gracias.

Descendió corriendo de la tribuna. Hubo un momento de silencio, y después se produjo una aclamación que pudo ser oída en Eleusis. Alguien gritó que todo aquel que se opusiera a la voluntad del pueblo debía ser juzgado junto con los generales. Todos le vitoreamos hasta tener la garganta seca. Me sentía como cuando entonaba el himno de triunfo, o me emborrachaba en las Dionisiacas, o veía que estaba a punto de ganar una carrera y sabía que me esperaba una corona de vencedor. Pero no de un modo completamente igual.

A los senadores que presidían se les preguntó si el juicio había sido llevado a cabo debidamente, y no hubo mucha duda respecto a cuál sería su veredicto, aun cuando no fuese sino en consideración a su propia seguridad. Pero parecían estar tomándose mucho tiempo para llegar a una decisión, y el pueblo comenzó a silbar y gritar, hasta que por último el heraldo alzó la mano para anunciar que no conseguían ponerse de acuerdo.

Desde donde estaba, no nos era posible verlos, pero en cambio nos dejábamos oír, especialmente cuando supimos que sólo un anciano disentía. No pedíamos sino una vida de cada uno de aquellos cobardes, que eran responsables de la muerte de cientos de hombres, y morirían mucho mejor que nuestros amigos ahogados en el embravecido mar otoñal. El pueblo preguntó quién era aquel senil sofista que se oponía a la justicia.

—¿Ha llevado alguna vez escudo? —gritó alguien.

—Supongo que no tiene hijos —dije yo.

—¿Quién es? —les preguntamos a los que se encontraban más cerca.

—El viejo chiflado Sócrates, hijo de Sofronisco el escultor —contestó una voz.

Como el choque que una corriente helada provoca en el borracho que se tambalea y canta, como el sobresalto que el anuncio de la batalla produce en el hombre que está sudando en la cama del placer, así me llegaron esas palabras. El tumulto y el calor se desvanecieron en mí, dejándome desnudo bajo el cielo. Habían sido muchos, pero ahora era uno, y para mí, para mí solo, Atenea habló desde la Ciudad Alta, diciendo: «Alexias, hijo de Miron, yo soy la justicia, y tú has hecho de mí una hetaira y una esclava».

Cuando salí del silencio que reinaba en mi interior y comprobé que el ruido continuaba exactamente como antes, no pude creerlo.

Suponía que los ojos de todo el mundo se habían abierto en el mismo momento que los míos, pero cuando miré a mi alrededor, vi que las caras seguían igual que antes, y que gritaban todos, todos iguales, como cerdos irritados.

Me volví al hombre que estaba a mi lado. Parecía una persona de cierta cultura, un mercader quizá.

—Estamos equivocados —dije—. Porque no debemos imponernos a la ley.

Se volvió con viveza y profirió:

—¿Qué sabes tú de ello, joven?

—Estuve allí —contesté—. Mi barco se hundió durante la batalla.

—Entonces aún tienes menos vergüenza —replicó— por ponerte de parte de esos individuos. ¿Es que no sientes nada por tus compañeros?

Poco después, el heraldo anunció que puesto que sólo un senador se oponía a la moción, los otros la habían aprobado sin contar con él.

Dejé caer en la urna una piedra blanca, y, en el instante en que abandonaba mi mano, intenté pensar que me había vuelto puro.

Lisias me alcanzó debajo del Pnyx. Siendo siempre mi ejemplo en cuanto a valor, él fue el primero en hablar.

—Tú sabes cómo los vientos descienden en aquellos lugares desde los cerros de Jonia —dijo—. Provocan una galerna cuando a una milla de distancia no hay más que marejadilla. Incluso puede ser cierto que la tormenta les impidió volver.

—Alcibíades habría vuelto —observé.

—Sí, si hubiera tenido piloto. La verdad es, Alexias, que nuestra marina no es ya lo que fue. En pocos años incluso yo he notado un cambio. Lo sabe Alcibíades, y lo sabía Antioco. Los nuevos hombres son los que componen ahora el cuadro de capitanes. Uno de ellos naufragó también. Los hemos matado de la misma manera que un niño patea al barco con el que se ha golpeado en la espinilla. ¿qué será de nosotros?

—He cometido una injusticia —dije.

Mientras caminábamos, a veces tropezábamos con hombres que disputaban entre sí, y les pedíamos perdón; pero muchos de ellos reían, y hacían apuestas sobre una pelea de gallos. Después de haber permanecido un largo rato silenciosos, Lisias habló.

—La locura es sagrada para los dioses. Nos la dan en la época apropiada para purgar nuestras almas, de la misma manera que nos dan las hierbas adecuadas para limpiar nuestros cuerpos. En las Dionisíacas somos un poco locos; pero nos dejan limpios, porque la dedicamos a un dios. Esto nos lo hemos ofrecido a nosotros mismos, y nos ha ensuciado.

—No hables así, Lisias. Estoy seguro de que has conservado la cabeza mucho mejor que yo.

Sonrió, y citó cierta frase que trajo a colación un asunto personal entre nosotros. Luego dijo:

—¿Estoy haciéndome viejo, puesto que a cada instante me sorprendo pensando: «El pasado año fue mejor»?

—Algunas veces me parece, Lisias, que nada es lo mismo desde los Juegos.

—Pensamos así, amigo mío, porque ésa era nuestra preocupación. Si preguntas a ese viejo alfarero que está ahí, o a ese viejo soldado, o a Calipides el actor, cada uno de ellos te nombrará su propio istmo. Es una guerra muy larga, Alexias. Dura ya veinticuatro años. La de Troya duró sólo diez.

En aquel momento cruzábamos el Ágora. Señaló a unas mujeres ante un tenderete y dijo:

—Cuando esa chiquilla nació, duraba ya tanto como la de Troya, y ahora ella es casi mujer.

Su voz debió de elevarse más de lo que él se proponía, porque la muchacha alzó la vista y le miró con fijeza. Él le sonrió, y ella abrió los labios para responderle, con lo cual su cara se iluminó por un momento. Llevaba ropas de luto, y parecía enfermiza y pálida. La mujer que se encontraba a su lado, que no parecía ser su madre, le habló con severidad, aunque cualquiera hubiera podido darse cuenta de que había reaccionado como lo hacen los niños.

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