Alexias de Atenas (48 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Luego, cuando ya habían descansado un poco, se dirigían al mercado en busca de alimentos.

Habíamos cerrado el puerto de El Pireo apenas supimos que no había barcos para sostenerlo. Sólo el pequeño Municia fue dejado abierto, para que entrasen los barcos de cereales. Al principio venían uno o dos del Helesponto, y un par de ellos de Chipre. El grano era almacenado bajo la vigilancia de una guardia armada. Pero al día siguiente tenían que ser sacados muchos sacos, pues con todas las nuevas bocas, el mercado tenía grandes exigencias. Luego fue avistada la flota de Lisandro, compuesta por doscientas embarcaciones. Plegaron sus velas en Salamina, se quedaron allí, con los ojos puestos sobre El Pireo, y esperaron.

Ciertamente Esparta nos hizo honor, pues nos envió a sus dos reyes. El rey Pausanias marchó con su ejército a través del istmo y se detuvo ante las murallas. Alzó sus tiendas en los jardines de la Academia, y nosotros podíamos ver a los espartanos que corrían o arrojaban el disco. Cerraron el camino a Megara. Después el rey Agis bajó de Dekeleia, y cerró el camino de Tebas. El invierno se presentó, primero con una fría luz solar, después con fría lluvia. Algo después, incluso los chiquillos más pequeños pudieron comprender la misericordia de Lisandro.

Hubieron de transcurrir algunas semanas antes de que la gente comenzara a morir. Al principio eran los muy pobres, o los muy viejos, y aquellos que estaban enfermos ya. Cuando las cosas empezaron a escasear, los precios se elevaron, y el alimento se llevaba todo cuanto la gente tenía. El comercio disminuyó, los hombres se quedaron sin trabajo, las rentas no les fueron pagadas a aquellos que hasta entonces habían vivido de ellas, cada día aumentaba más el ejército de los pobres, y cuando la gente había sido pobre durante bastante tiempo, moría.

El grano era entregado por el gobierno, que distribuía una medida por cabeza. La ración era más pequeña cada día, y los últimos en llegar no recibían nada. Mi padre solía levantarse antes del amanecer, y muchos esperaban toda la noche. La gente se enfriaba cuando las noches eran malas, y así eran muchos los que morían.

Sin embargo, en mi casa al principio vivimos bastante bien. En aquellos días, el hombre con una mula era tan rico como el hombre con un caballo. La nuestra era muy joven, y acecinada sabía casi como el venado. Cuando mi padre la mató, dije:

—A Lisias debemos mandarle una porción. Ya sabes que siempre lo hacemos así cuando sacrificamos, y, además, también él nos manda a nosotros.

—No estamos sacrificando —replicó mi padre—. Una mula no es un animal apropiado para ofrecérselo a los dioses. Uno no puede atenerse ahora a los convencionalismos. Tu tío Estrimón, aunque se encuentra en buena situación y es hermano de mi padre, no me manda nada.

—Entonces, mándale una parte de mi ración, padre. En la guerra Lisias ha vertido más de una vez su sangre para salvar mi vida. «Y ahora debo yo rehusarle la carne de una mula»

—En la Ciudad hay cinco mil hombres, Alexias, que en la guerra han vertido su sangre por todos nosotros. ¿Tengo que enviarles una porción a cada uno de ellos?

Pero al final la mandó. Algo después Lisias nos envió una paloma. Cuando nos encontramos, supe que le apenaba no haber podido ofrecernos algo mejor, pero él mismo carecía de alimentos. Era igual en todas partes, salvo en lo que se refiere a los ricos; pero resultaba difícil para aquellos que como Pitágoras habían dicho: «Entre nosotros no hay nada mío o tuyo».

Cuando la medida de cereal se redujo a media pinta por cabeza, se resolvió mandar enviados a los espartanos para preguntarles cuáles eran sus condiciones de paz.

Los enviados se dirigieron a la Academia, y el pueblo que los observaba recordó cómo, después de que Alcibíades hubiera tomado Kizicos, y luego una vez más tras nuestra victoria en las Islas Blancas, los espartanos nos ofrecieron la paz a condición de que cada parte conservara lo que tenía, excepto Dekeleia, la cual nos habrían devuelto si hubiéramos aceptado a los oligarcas exiliados en ella. A causa de esta última condición, el jefe demócrata Cleofón había excitado al pueblo para no exigir otra cosa sino una lucha hasta el fin, prometiendo la victoria. Entonces lo juzgaron bajo la acusación de haber evadido el servicio militar, y le condenaron a muerte. Pero dijeron que, cuando un hombre llegaba a su fin, no debía mirar hacia atrás.

Nuestros enviados pronto regresaron, pues los reyes no habían querido tratar con ellos. La cuestión, dijeron, debía ser tratada por los éforos en Esparta. De manera que otra vez los enviamos, en un largo viaje por las montañas y el istmo, con instrucciones de ofrecer a los espartanos lo que en otros tiempos pedían: que cada parte conservara lo que tenía. Sólo que entonces ellos lo tenían todo, excepto la Ciudad, El Pireo y los Muros Largos.

En los puertos se pescaba demasiado, y coger pescado resultaba más difícil cada día. Cuando la gente oía en algún patio el ruido que un pulpo hacía al ser golpeado contra una piedra para que fuese más tierno, se miraban los unos a los otros, como solían hacer cuando la cabeza de un buey colgaba de la puerta. Una pinta de aceite se adquiría por dos dracmas, si se lograba encontrarla.

Los enviados regresaron otra vez. Era un día gris y húmedo, con grandes nubarrones que llegaban de la parte del mar. Desde lo alto del Pnyx se veían las olas con la cresta espumosa en una distancia que alcanzaba hasta Salamina, y a los barcos de Lisandro dirigiéndose al puerto. Los enviados subieron a la tribuna, y una mirada a su cara nos hizo sentir que el frío era aún más frío. Los espartanos los habían devuelto a la frontera al oír su proposición, diciéndoles que volvieran con algo más serio. Atenas tenía que aceptar las leyes de Esparta como un vasallo, y derribar los Muros Largos en una longitud de una milla. Entonces se podría hablar de paz.

En el silencio reinante, una voz gritó:

—¡Esclavitud!

Miramos hacia El Pireo, y vimos las grandes murallas de Temístocles alargarse hasta el puerto, guardando el camino, como el brazo derecho de un hombre que se extiende desde el hombro para aferrar la lanza. Sólo un senador propuso la rendición, y por votación fue sentenciado a prisión por haber deshonrado a la Ciudad. Después bajamos de la colina, pensando todos en la comida.

Me detuve en casa de Simón el zapatero para recoger mi sandalia, y en la puerta encontré a Fedón. Había transcurrido una semana desde la última vez que le viera, y entonces comprobé que había adelgazado, pero que debido a su buena osamenta había mejorado de aspecto, en vez de desmejorar. Le pregunté cómo estaba, sin atreverme a preguntarle cómo se las ingeniaba para vivir.

—Todo irá bien mientras el papel dure. La gente aún compra libros, con objeto de que la mente no se ocupe de su estómago. Asimismo doy algunas pequeñas lecciones. Vienen para que les enseñe matemáticas, pero les hago estudiar lógica también. La mitad de las complicaciones que se presentan en el mundo proceden de que a los hombres no se les enseña a que deben ofenderse de una falacia tanto como de un insulto.

Miré el libro que sostenía, y su mano. Casi podía verse la escritura a través de ella.

—¿Qué haces aquí, Fedón? ¿No sabes que los espartanos están repatriando a los melinos y ofreciéndoles salvoconductos?

Sonrió, y por encima del hombro miró al interior de la tienda.

Simón se hallaba sentado ante su banco, con un zapato de mujer en una mano y la lezna en la otra. De este modo escuchaba a Sócrates, que hablaba a Eutidemo con un trozo de cuero en la mano.

—Hemos estado definiendo la entereza —dijo Fedón—. Ahora, habiéndola definido, no sabemos determinar si es buena absoluta o condicionalmente o en parte. Pero, querido Alexias, si entras comprobarás que Sócrates la compara al proceso del curtimiento, y el final será que, tanto si es un bien absoluto como si no, necesitaremos mucha más de la que hasta ahora hemos tenido. ¿Por qué habría de morirme de hambre en Milo, cuando aquí los sueldos son tan buenos? Ven, únete a nosotros.

Y cogiéndome por el brazo, me condujo al interior.

Mientras tanto, el cerco espartano iba estrechándose en torno a la Ciudad, y una pinta de aceite costaba ya cinco dracmas. Todo excepto el grano podía encontrarse en el mercado, pero no había lo bastante para controlarlo. Los pobres comenzaban a abandonar a sus hijos recién nacidos cuando las madres no tenían leche. Al subir a la Ciudad Alta, se oía el llanto de los niños abandonados entre las rocas o la hierba.

Los ricos aún no lo habían sentido. Ellos compraban provisiones en abundancia, y aquellas cosas de las que carecían, podían pagarlas, sin contar con que tenían caballos, asnos y mulas. Muchos eran generosos. Cuando Jenofonte mató a su caballo favorito, envió algo a todos sus amigos, y nos escribió una carta muy caballerosa, haciendo una broma de ello, para que no nos avergonzáramos de no poder mandarle algo por nuestra parte. Creo que Critón mantuvo viva a toda la familia de Sócrates, y Fedón también lo hizo, además de las personas a quienes ayudaba desde el principio. Autólico mantenía a un luchador venido a menos que le dio lecciones en su niñez.

Pero nada podía alterar el hecho de que en otro tiempo ser rico o ser pobre había sido cuestión de púrpura o tejidos hechos en casa, mientras que entonces era una cuestión de vida o muerte.

De modo que la Ciudad escogió a otro enviado, para probar de nuevo. Esa vez fue Terámenes. Se ofreció él mismo a llevar a cabo la misión. Dijo que entre los espartanos tenía una influencia de una clase que no podía revelar. La gente sabía lo que quería decir. No en balde había sido uno de los Cuatrocientos. Sin embargo, en el momento oportuno había sabido pasarse al bando legítimo, y desde entonces hizo más que muchos para salvar a la Ciudad. Le deseábamos suerte para que lograra obtener mejores condiciones de paz. Mi padre se alegró del honor hecho a tan viejo amigo, que sólo una semana antes nos había mandado un buen trozo del cuello de un asno.

Emprendió la marcha, y poco después fue visto en el Camino Sagrado, cabalgando con algunos espartanos, hacia Eleusis. La Ciudad se dispuso a esperar. Tres días se convirtieron en cuatro, y una semana en dos. Una pinta de aceite costaba ya ocho dracmas.

A finales de la primera semana maté a los perros. Al principio se habían alimentado por sí mismos, dejando de venir a nosotros a la hora de la comida. Pero entonces por una rata se pagaba un dracma, y debido a ello los perros se habían quedado en los huesos.

Como mi padre dijo, si no nos apresurábamos a matarlos, al final no habría en ellos carne en absoluto. Mientras estaba afilando mi cuchillo de caza, dos de ellos se acercaron meneando la cola, creyendo que íbamos a matar una liebre. Mi propósito era comenzar con el más pequeño, que era el que más me gustaba, para que al ser el primero no tuviera miedo alguno. Pero se había ocultado, y desde un oscuro rincón me miraba llorando. En el más grande había un poco de carne para acecinar. Los otros, una vez los hube desollado, no sirvieron sino para guisarlos; pero con ellos pudimos alimentarnos tres días.

Antes habíamos vendido ya a la vieja Cidila. Mi padre la compró para mi madre cuando se casaron, y la hubiéramos dejado libre cuando ya no nos era posible alimentarla, pero eso hubiera significado condenarla a morirse de hambre. La compró un fabricante de mantos, que nos pagó la cuarta parte de lo que nos costó cuando prácticamente no servía para nada. Lloró no sólo por sí misma, sino por tener que dejar a mi madre a punto de dar a luz.

Mientras tanto era preciso hacer guardia en las murallas, por temor a que los espartanos se impacientaran e intentasen un ataque por sorpresa. Por aquellos tiempos uno de los hombres de Lisias acusó a otro de haber robado alimentos, y ambos desenvainaron la espada. Lisias salió corriendo para separarlos, y recibió en el muslo un tajo que casi le llegó al hueso. Cuando fui a visitarle, me dijo que la herida estaba mucho mejor, que no le dolía y que esperaba levantarse al día siguiente. Ya no recibía renta alguna por la casa de su padre, puesto que estaba fuera de las murallas. Además, había perdido la paga del ejército, y pensé que ofrecía muy mal aspecto. Pero dijo que había vendido el gran broche de Agamenón y que su cuñado le había enviado algo. Aseguró que la pequeña Talía demostraba ser una espléndida administradora, y que gracias a ello marchaban tan bien como el que más.

De la única cosa de la que la Ciudad no carecía era de ciudadanos. Entre vigilancia y vigilancia, disponíamos de tiempo en abundancia. Un día sorprendí a mi hermana Charis jugando con sus muñecas, a las que pretendía dar una comida hecha de piedras y cuentas.

—Sed buenas —decía— y comeos vuestra sopa, o no tendréis cabrito asado, ni frutos de miel.

Los niños crecen de prisa cuando tienen ocho años, y en ella no parecía haber sino piernas y ojos. A la mañana siguiente le dije a mi padre:

—Voy a ir a buscar trabajo.

Estábamos desayunando entonces, tomando una parte de vino y cuatro de agua. Él depositó sobre la mesa la copa y preguntó:

—¿Trabajo? ¿Qué clase de trabajo?

—Cualquier trabajo. Curtir pieles, hacer mortero, lo que sea.

Era una mañana glacial, y el frío me impedía ser amable.

—¿Qué te propones? —replicó—. ¿Cuándo se ha visto que un eupátrida de la casta de Erecteo, hijo de Apolo, busque trabajo? Antes de que el día haya acabado, algún informador estará diciendo que no somos ciudadanos. Sucede siempre así. Permite que conservemos al menos algo de dignidad.

—Bien, padre —repuse—; si nuestra progenie es tan buena, procuremos que no acabe en nosotros.

Al fin me permitió ir. Comenzar bien una cosa es tenerla medio hecha, dicen. Pero en la mayor de las tiendas en las cuales entré, ni siquiera me molesté en preguntar. En cada una de ellas había esperando un grupo de hombres que habían sido maestros artífices en Sestos y Bizancio y que estaban dispuestos, si no lograban conseguir trabajo como jornaleros, a barrer los suelos. Permanecían encogidos bajo el frío, pateando y golpeándose los brazos, mientras esperaban a que abriesen la tienda. Se miraban con resentimiento unos a otros, pero no a mí, porque me tomaban por un cliente.

En la calle de los Armeros cada taller con una forja se hallaba lleno de gente extraviada que había entrado allí en busca de calor, pero los operarios los echaban para disponer de espacio para poder trabajar. Cada alfarero parecía tener a un pintor de ánforas preparando la arcilla para él. Los traficantes que habían perdido sus esclavos tenían cuanta ayuda necesitaban entonces, cuando no hacían negocio alguno.

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