Alexias de Atenas (49 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Empecé a sentirme cansado pero sin deseos de volver a casa. De modo que me dirigí al barrio de los estatuarios, dándome cuenta, al pasar junto a los talleres, de que muchos de ellos se hallaban silenciosos. Pero luego, al oír el ruido de un mazo al golpear sobre un cincel, entré para echar una ojeada y huir del frío viento.

Era el taller de Policleto el Joven, que solía estar lleno de gente por la mañana. Entonces sólo estaba allí Policleto, y un aprendiz que esculpía una inscripción en el pedestal. Policleto había colocado sobre un bloque de madera el armazón para una figura de pie, y trabajaba en ella. Le saludé, congratulándole, por poder trabajar aún en bronce. Debían irle bien las cosas, para permitirse gastar combustible en el moldeo.

Mientras trabajaba no se mostraba nunca locuaz, y por eso me sorprendió que pareciera complacido de verme.

—Incluso en estos tiempos —dijo—, las personas que le han prometido algo a un dios saben que no pueden dejar de cumplirlo. Esto es para un trofeo corega: Hermes inventando la lira.

Dejó el armazón y cogió el lápiz y el tablero de dibujo.

—¿Te gustaría pulsar una lira, Alexias?

—Lo haría como cualquier otro —respondí—. Pero supongo que un dios puede hacerlo bastante mejor.

De la pared colgaba una lira. La tomé y, por hacer algo, empecé a afinaría.

—¿Por qué no te sientas? —me preguntó, colocando sobre un bloque de mármol de Paros una manta para quitarle el frío—. Si quieres tocar algo, para mí será un placer.

Toqué unas notas de un escolión, pero tenía los dedos demasiado fríos para poder hacerlo bien. Al alzar la vista, lo vi muy ocupado con el lápiz. Fácil es saber cuándo le están examinando a uno a través de las vestiduras.

—Oh, no, Policleto —dije, riendo—, no estoy dispuesto a desnudarme para nadie con este tiempo. Espera a que llegue tu modelo, que para eso le pagas.

Él tosió y afiló el lápiz.

—Ahora es difícil. Hace una semana o dos hubiera podido tener media docena de modelos del tipo que necesito. Pero hoy…

Se encogió de hombros.

—La anatomía perfecta es tradición en este taller. Mi padre se hizo famoso con los vencedores olímpicos. Las cosas no salen bien, y el mármol lo paga, cuando trabajo sin tener ante mí un modelo de carne y hueso. Pero ahora sales a la calle y no encuentras nada que merezca la pena. Sólo los hombres con los músculos muy entrenados se mantienen en forma durante estos últimos días, y cuando un caballero ofrece ese buen aspecto, uno teme sugerir cualquier arreglo por miedo a ofenderle.

Casi reí. Siempre había acostumbrado entrar en aquel taller acompañado de Jenofonte u otra persona acomodada. Le tranquilicé, procurando no mostrarme demasiado ansioso.

—Lo más que puedo ofrecer es un poco de hospitalidad —dijo.

Pero era un buen trato, puesto que me iba a pagar en comida, lo cual era mucho más importante que el dinero. Eso quería decir que mientras durase el empleo, no tendría que tomar nada de casa.

Pronto supe que todos los escultores que aún trabajaban procedían así, para tener la seguridad de que el modelo no perdería carne demasiado aprisa.

Policleto me trató muy bien. Incluso tenía un pequeño brasero para que no sintiera frío. Pero me veía obligado a permanecer inclinado sobre un pie, con la cadera curvada hacia afuera, pues esta postura acababa de imponerse. Permanecía así sosteniendo en la mano algo que se suponía era la lira, mientras con la otra la señalaba. La postura era estúpida, desde luego. Policleto era un caballero artífice, pero no un artista como lo había sido su padre.

La postura parecía suave, pero era penoso permanecer en aquella posición, especialmente el primer día, pues la cena de la noche anterior había consistido en un guiso hecho con una cola de perro y unas cuantas aceitunas. Sentí un gran vacío en el vientre, y un velo oscuro se extendió ante mis ojos; pero Policleto me concedió un descanso entonces, y me encontré mejor. La comida fue más abundante que las que hacíamos en casa. Pensé que podría tener oportunidad de llevarme algo, pero aunque conversaba muy cortésmente, no apartaba de mí los ojos.

Confié en que Sócrates no se presentaría para observar el trabajo. Hombre o dios, le gustaba que las estatuas se sostuvieran firmemente sobre ambos pies, como se hacía en su tiempo. Mi padre aceptó muy tranquilamente mi empleo. El mismo soportaba sin la menor queja todas las dificultades, como persona que había conocido peores días. Aún no estaba tan delgado como cuando regresó de Sicilia.

El tiempo transcurrió, y no tuvimos noticia alguna de Terámenes. Cuando pasó un mes, nos pusimos al habla con los espartanos para preguntarles si había muerto. Pero nos dijeron que las condiciones estaban en discusión aún. Ya no era posible comprar aceite.

El grano se distribuía a razón de un cuarto de pinta por persona, y sólo eso lo obtenían quienes se presentaban a temprana hora. Yo había arreglado las cosas para recoger el de Lisias mientras permanecía en cama. Era cuanto podía hacer por él, para impedir que fuera cojeando mientras las sombras de la noche invernal se extendían aún sobre la Ciudad. Si su herida se agravaba, podía morir.

Cuando mi padre y yo llegábamos a casa, mi madre hacía un poco de fuego y nos daba el vino mezclado con agua caliente, para que entrásemos en calor. Después me iba a hacer mi turno de guardia en las murallas, o a posar para Policleto.

El modelo en arcilla de Hermes le llevó tres semanas. En todo aquel tiempo no supimos nada de Terámenes. Cuando el trabajo estuvo terminado y listo para el moldeo, Policleto me dio queso como plato extraordinario a la hora de la cena, y me despidió. Había esperado que alguien le encargara otro trabajo, pero no fue así. Cuando ya me encontraba en la puerta, me llamó.

—Cremón me preguntó por ti el otro día. Creo que aún trabaja.

Habló sin mirarme. Sabía que para entonces yo había oído ya lo que se decía en los talleres.

—Eso he oído decir. Trabajo diurno y nocturno. No, gracias, Policleto.

—Lo siento —repuso él— Pero a veces a la gente le alegra saber estas cosas.

A la mañana siguiente salí sin decir en mi casa que el trabajo había concluido. Pensé que si buscaba en toda la Ciudad, no dejaría de encontrar algo que sin duda alguna me proporcionaría unos cuantos óbolos. El último de nuestros arrendatarios había cesado de pagamos la renta, y la despensa se hallaba casi vacía. Aún había algunas cosas que podían obtenerse con dinero: aceitunas, aves silvestres, e incluso pescado si se iba hasta El Pireo. Había carne también, pero costaba mucho dinero. Si las cosas salían mal, por una vez podía ir a casa y decir que había comido fuera; pero si abusaba mucho de eso destruiría toda posibilidad de que me contrataran los escultores. Hacia el final, Policleto me había estado halagando.

No me ocupaba mucho de la gente a mi alrededor, y no sé lo que me hizo alzar la vista para mirar especialmente a una mujer. Era una calle de las que iban a parar al Ágora. Al principio no estuve seguro pues había crecido medio palmo desde el día de la boda, y pronto sería una mujer alta. Después pensé: «Es demasiado joven para saber lo que hace. Alguien debe decírselo». De manera que me acerqué a ella y, hablando con suavidad para no alarmarla, dije:

—Esposa de Lisias, ¿estás sola?

Contuvo el aliento como si le hubiera dado una puñalada. La carne casi había desaparecido de sus huesos.

—No te asustes, esposa de Lisias —añadí—. ¿Has olvidado a Alexias, el que fue padrino de tu boda? Sabes que conmigo estás segura. Pero no debes hacer esto. Él se enojaría si lo supiera.

No dijo nada. Oí cómo le castañeteaban los dientes, igual que cuando mi padre tenía un acceso de fiebre.

—Las calles no son seguras para una mujer que camina sola por ellas —proseguí—. No necesitas parecer una hetaira para que los hombres se acerquen a ti en estos tiempos. Son demasiadas las mujeres dispuestas a hacer cualquier cosa por un puñado de grano.

—No podemos permitirnos contratar una muchacha para que venga al mercado —repuso ella, habiendo encontrado al fin la voz—. Y hemos tenido que vender al muchacho.

—Las mujeres vienen de dos en dos o de tres en tres. Mira y lo verás. Desde que vendimos a nuestra muchacha, mi madre siempre lo hace así. La próxima vez podrás venir con ella. Pero verdaderamente no debes hacerlo sola, o la gente murmurará. Vamos, iré contigo, y procuraré que llegues bien a casa. Si te cubres la cara con el velo, nadie te reconocerá.

—No —replicó—, no quiero andar con hombres por la Ciudad.

Empecé a hablar, pero entonces me fijé en sus ojos, y observé que era como un jugador a punto de jugar una última y desesperada partida.

—Esposa de Lisias —dije—, ¿qué sucede? Puedes decírmelo. Soy tu amigo.

Me miró con tristeza, sin esperanza.

—Dímelo —insistí— y haré lo que sea.

Luego, al comprender mi estupidez, añadí:

—No se lo diré a él. Te doy mi palabra de caballero.

Con ambas manos se oprimió el velo contra la cara y comenzó a llorar. La gente que pasaba por nuestro lado nos empujaba, pero nadie se fijaba en nosotros. Las mujeres llorosas no eran raras en la Ciudad. Allí cerca había un espacio abierto, lleno de cascotes. La llevé hacia allí, y nos sentamos en una piedra en la que decía: «Aquí se alzaba la casa del traidor Arquestratos».

—Si eres su amigo —dijo—, debes dejarme ir. En nombre de todos los dioses, Alexias. Si no come, morirá.

Permanecí en silencio, mirando la piedra rota y pensando: «¿Por qué le he hablado? Antes ya tenía bastante. ¿Debo conocer también esto?». Después pregunté:

—¿Es ésta la primera vez?

Asintió con la cabeza entre las manos, sentada muy encogida sobre la piedra.

—Ahora cada noche tiene fiebre, y la herida no sana. Se la curo tres veces al día, pero es inútil si no come, y el caso es que no quiere probar nada hasta que me ve comer. Me vigila con mucha atención, para tener la seguridad de que lo como todo. Cuando le digo que no, se levanta e intenta salir. Cree que puede hacer algo. Cree incluso que puede vivir con agua.

De nuevo comenzó a llorar.

—No me es posible coger nada de mi casa —dije—. Mi madre está embarazada de siete meses. Pero encontraremos algún medio de llevar algo a Lisias.

Continuó llorando. Sus lágrimas formaban grandes y oscuras manchas en el velo.

—El otro día vino a nuestra casa una anciana que vendía lámparas de barro —siguió diciendo—. Me dijo que un joven rico me había visto y… y se había enamorado de mí, y que si me reunía con él en su casa, me daría algo. Me enfurecí y le ordené que se fuera, pero después…

—Siempre es un joven rico. Algún sucio sirio, sin duda. Esperará que lo hagas por una comida, y que luego le des las gracias —me sentí cruel, como todos los vencidos—. Si no vuelves ahora mismo junto a Lisias, iré yo a decírselo.

—Me has dado tu palabra de que no le dirías nada.

Cuando levantó la cabeza, el velo se le deslizó. Entonces ante mí apareció la hija de Timasión, y la hermana de sus hijos.

—Cúbrete la cara. ¿Quieres que la Ciudad te reconozca? Él se enterará más tarde, y entonces ¿qué?

—Si vive para enterarse de ello más tarde, mi vida habrá sido lo suficientemente larga —replicó.

—Talía.

Se volvió para mirarme, como hacen los niños después de haber recibido una paliza. Me incliné hacia adelante para tomar entre las mías su mano, y la hallé joven y fría, y endurecida por el trabajo.

—Ve a casa junto a Lisias, y deja que yo me encargue de esto. Recuerda que te ha hecho depositaria de su honor. ¿Crees que él lo vendería por una hogaza?. Entonces tampoco debes venderlo tú. Ve a casa, y dame tu palabra de que no volverás a pensar en esto. Os mandaré algo esta noche. Esta noche o a primera hora de mañana. ¿Me das tu palabra?

—Pero ¿cómo podrás, Alexias? No puedes quitárselo a tu madre.

—No lo haré. Hay una docena de cosas que un hombre puede hacer. Una mujer es diferente. Pero debes prometerme que olvidarás esa idea.

Lo juró con su mano en la mía, y luego la vi desaparecer por el otro extremo de la calle.

Recorrí la ciudad, la calle de los Armeros, y luego la de los Caldereros, y en cada taller había una pequeña multitud de artífices esperando a que se les presentara la oportunidad de hacer un trabajo de esclavos. Después me fui al barrio de los escultores, dirigiéndome al taller de Cremón. La puerta estaba abierta de par en par, y entré.

En aquel momento acababa un mármol, y observaba al pintor mientras le daba color. Era un Apolo, con su largo cabello peinado en un moño como el de una mujer, que jugaba con una serpiente de bronce esmaltado. Cremón se había creado un nombre entre las escuelas ultramodernas. Se acostumbraba decir de él que sus mármoles respiraban. Yo hubiera jurado que, de haberle pellizcado, Apolo habría dado un salto.

Las estanterías estaban llenas de esbozos de cera o arcilla. Si Cremón había vendido tantas estatuas, debía de ser hombre acaudalado. Eran todas de jóvenes, o de muchachos próximos a la edad viril. Inclinados, echados, en cuclillas, caídos, en todas las posturas menos sosteniéndose sobre la cabeza. Al entrar yo, miró por encima del hombro y dijo:

—Hoy no.

—Bien —repuse—, eso era cuanto necesitaba saber.

Entonces se volvió en redondo, y añadí:

—Sólo he venido porque te lo había prometido.

—Espera un momento.

Era un hombre pálido, bajo y calvo. Tenía la barba roja y los dedos con yemas que parecían espátulas. No estaba delgado. Me alegró ver que podía permitirse comer tan bien.

—Te había tomado por otra persona —repuso— Entra.

Se volvió hacia el pintor:

—Ya acabarás eso mañana —le dijo.

Entré, y él caminó a mi alrededor dos o tres veces.

—Quítate eso, y déjame verte.

Me desnudé, y otra vez dio vueltas a mi alrededor.

—Ejem, sí. Adopta una postura. Siéntate sobre los talones e inclínate hacia adelante, como si te dispusieras a hacer pelear a un gallo. No, no, no, querido. Así, de este modo.

Me cogió por la cintura con sus gordas manos. Le concedí un momento o dos, y después dije:

—Cobro dos dracmas al día.

Se quedó detrás de mí, gritando:

—Debes de estar loco. ¡Dos dracmas! Vamos, vamos. Te daré una buena comida en mi propia mesa. Nadie paga más. A mis modelos les doy vino —añadió.

—Está bien. Pero yo cobro dos dracmas —le miré por encima del hombro—. Hasta ahora nadie se ha lamentado.

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