Alexias de Atenas (50 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Meneó la cabeza, haciendo chasquear la lengua.

—¿En qué os estáis convirtiendo los jóvenes de hoy? No tenéis sentimiento, ningún sentido de la gracia de la vida. Tobillos de Hermes con sus pies alados, cara de Jacinto, cuerpo de Narciso en el estanque, y «Cobro dos dracmas», como el golpe de un mazo. Esta guerra es terrible. Nada volverá a ser lo mismo. Bien, bien, sí. Pero tienes que trabajar de firme. Sostén esta olla, representa tu gallo de pelea. Baja la rodilla izquierda, tocando el suelo, y algo hacia afuera. No, no, de esta manera.

Al cabo de un rato cogió del estante una masa de cera de abeja, y empezó a trabajar con sus dedos parecidos a una espátula. Junto a mí, Apolo con sus sonrosadas mejillas sonreía a su verde serpiente.

XXV

El segundo mes se convirtió en un tercero, y Terámenes no apareció.

Cremón hizo seis estudios de mí, en cera y arcilla: sosteniendo un gallo de pelea, atándome la sandalia, sujetándome con una cuita el cabello, como Narciso arrodillado ante el estanque, como Jacinto muerto por el disco, como Dioniso durmiendo. El Dioniso fue uno muy rápido, hecho sin mi conocimiento. Mantuvo su palabra en lo que se refiere al vino; lo tomábamos cada día, mezclado con agua o solo. Se asegura que cualquier estado humano tiene algo bueno, y en aquellos días uno podía emborracharse con muy poco.

Creo que me mantuvo más tiempo que a nadie, pues en el estante no pude contar sino cuatro esbozos de cualquier otro modelo. Me alimentaba mejor que Policleto, y cada día me pagaba dos dracmas. Solía encontrarme con Talía en las ruinas de la casa del traidor, y allí le daba todo cuanto había logrado comprar con el dinero, advirtiéndole que no siempre dijera que procedía de mí, por temor a que Lisias se preguntara cómo lo conseguía. Cuando fui a verle parecía estar un poco mejor, pero extraño, con los ojos hundidos y la piel muy clara, como la de un muchacho. Creo que era por beber mucha agua para matar el hambre. Una vez un físico me dijo que eso era bueno para una herida que no se curaba, pues lavaba del cuerpo los humores mórbidos. Creo que fue lo que le mantuvo vivo.

Era difícil explicarle a mi familia por qué permanecía ausente hasta tan tarde, cuando, si cualquier hombre hubiera usado aceite para alumbrar, su casa habría sido apedreada. Si no volvía en toda la noche, decía que había estado de guardia. Algunas veces observaba que mi padre me miraba. Pero en la despensa ya no quedaba mucho, y mi madre estaba a punto de dar a luz. Si él creía que era mejor no hacerme preguntas, no se lo reprocho.

Cuando su preñez estaba muy avanzada, el aspecto de mi madre nunca era bueno, y entonces se movía por la casa con lentitud, ella que era tan ágil como un pájaro. La pequeña Charis la ayudaba en lo que podía, y una vez, cuando regresé a casa al amanecer, encontré a mi padre barriendo el patio, dándose tanta maña como si lo hubiera hecho durante años. Entonces recordé. Le quité la escoba; pero no dijimos nada.

Cuando disponía de tiempo, iba a los lugares abiertos para buscar hierbas que pudieran ser empleadas en los guisos. Había una clase de pino que tenía unos piñones muy buenos. Los pitagóricos, debido a que nunca comían carne, tenían muchos conocimientos en esta materia, y cuando se los veía coger algo podía tenerse la seguridad de que era bueno.

En algunas ocasiones Cremón no se sentía con ánimos para trabajar y no podía quedarme allí hasta el atardecer, pero tampoco me era posible aparecer por casa. Tales días solía pasarlos con Fedón.

Permanecía tumbado en el jergón de su habitación, leyendo mientras él escribía, o escuchándole mientras daba sus lecciones. Era un buen maestro: agudo, a veces incluso severo, pero siempre de carácter muy templado. La luz que entraba por un ventanuco y caía sobre su hombro le acariciaba el rubio cabello y los finos pómulos. Su delgadez hacía resaltar su casta, pero más que nada su intelecto. Parecía ya un filósofo, puro como un sacerdote del templo de Apolo.

Nunca se lo contaba todo, pero cierta vez me dijo:

—Estos días es más fácil vivir solo.

Sócrates solía presentarse como de costumbre, descalzo a pesar del frío, cubierto con su viejo manto, siempre dispuesto a hablar y formular preguntas. Una vez le encontré en casa de Lisias. Estaban discutiendo sobre Homero. Me parecía que en casos así era cuando Lisias ofrecía mejor aspecto, aunque sin duda alguna a ello ayudaban mucho el vino y los higos secos que al día siguiente le enviaba Platón. Sócrates siempre sabía quién podía desprenderse de algo y quién era el que más lo necesitaba, y cómo combinar ambas circunstancias.

Pero no le seguí muy a menudo en las columnatas. Platón solía estar allí con él, y raramente solo. A quien Afrodita del Ágora posee, el invierno y la necesidad pronto le enfriarán, y la belleza que le mantenía insomne sólo es una pequeña calidez a la que acogerse cuando sopla el viento. Pero con aquel amor era distinto. Tenía los inocentes ojos que miran rectos al alma; y lo que veía parecía reflejado en mi cara, por las lecciones recibidas en el taller de Cremón.

De manera que me mantenía alejado, y daba gracias al dios por haberle otorgado a alguien que podía cuidar de él. Sus ojos parecían más grandes, pero eran claros y brillantes; sus mejillas, aunque algo curvadas, tenían un toque de color fresco, de felicidad, supongo, sobre la cual el tiempo y los cambios no ejercían poder alguno; y en su cara aún se podía ver la música.

Cremón escogió al final a Jacinto muerto para hacer su estatua.

Me alegré, porque Jacinto yace postrado, con un brazo ante la cara.

Algún tiempo antes Cremón se había mostrado inclinado a esculpir a Dioniso, yaciente con la cara hacia arriba.

El tercer mes se acercaba hacia su fin, y en la higuera podía verse dónde brotarían los botones. Entonces, una mañana, mientras mi compañía se hallaba de vigilancia en las murallas, una trompeta sonó ante la Puerta del Dipilón, y se propagó el rumor de que Terámenes había regresado.

Luego se supo que la Asamblea había sido convocada. Las murallas tenían que ser guardadas, de manera que no nos quedó otro remedio que esperar. Por fin vino el relevo. Escudriñamos sus caras, y fuimos remisos en preguntarles cuales eran las noticias. El capitán se encontró con mis ojos y dijo:

—Nada.

Le miré con fijeza y pregunté:

—¿No ha regresado entonces Terámenes?

—¡Oh, sí!, y tiene muy buen aspecto. Ha estado en Salamina, con Lisandro.

—Bien, ¿cuáles son las condiciones?

—Ninguna. Lisandro dice que él no tiene poder para tratar, como tampoco lo tienen los reyes. Han de ser los éforos, y en Esparta.

—¿Después de tres meses? ¿Estás bien, Mirtios?

Su único hijo había muerto el día anterior.

—Supongo que a un hombre de Atenas incluso el negro caldo de Esparta le sabe bien. No puede conseguir que mejoren sus condiciones, y por tanto esperaba.

—Pero ¿qué esperaba?

—A que a la Ciudad acabe gustándole el olor del negro caldo espartano. Los oligarcas son ricos, y ellos pueden resistir más tiempo. Los demócratas mueren cada día. Pronto no quedará ni uno, y entonces los oligarcas podrán abrir las puertas a sus amigos en las condiciones que deseen escoger.

Cuando descendimos de las murallas, nadie pronunció palabra.

Pensando en las caras que iba a encontrar en mi casa, comprobé que me fallaba el valor y me dirigí directamente al taller de Cremón. Estaba alegre, y me ofreció una copa de vino a pesar de que no era aún mediodía.

—Ya no tardará mucho —dijo.

Durante todo aquel tiempo debía de haber estado soñado con el día de la rendición, no porque fuera oligarca, sino porque le gustaban las comodidades, y lo demás le importaba muy poco. Tomé el vino, pues me sentía ya lo bastante frío sin siquiera haberme desnudado. El taller tenía una pequeña ventana en lo alto de la pared, y por ella podía verse la Ciudad Alta. Había un resplandor de luz sobre la lanza de Atenea. Aparté de ella mi vista para mirar a Cremón, que se frotaba las manos sobre el brasero para calentárselas y comenzar el trabajo. Tantos sufrimientos, para que todo acabara de aquella manera.

Cuando regresé a casa al atardecer, encontré a mi madre y a mi hermana solas.

—Padre ha ido a Esparta —dijo Charis.

Como no me encontraba con ganas de bromas, le contesté secamente; pero era cierto. Terámenes había sido enviado de nuevo, con plenos poderes para tratar. Nueve delegados le acompañaban.

Como los espartanos no querían tratar con los demócratas, y la Ciudad no confiaba en los oligarcas, los nueve habían sido escogidos entre los anteriores moderados de Terámenes, procurando que además fuesen los más pobres, puesto que ellos tendrían buenos motivos para desear que el asedio acabara lo antes posible. Aquellos tres meses habían enseñado algo a los ciudadanos.

—Tu padre no ha tenido tiempo de buscarte en la Ciudad —dijo mi madre.

Supuse que no se había preocupado de buscar mucho.

—Pero te manda su bendición.

—Lo olvidas, madre —observó Charis—, dijo: «Dile a Alexias que te confió a sus cuidados». ¿Le darán los espartanos a padre parte de su comida, Alexias?

Miré a las dos, sentadas muy cerca de un pequeño fuego de piñas y leña. La niña tenía sobre las rodillas una vieja muñeca que cogía siempre cuando había terminado las tareas de la casa. Mi madre permanecía sentada en su silla, torpe como todas las mujeres embarazadas, la cabeza pequeña y delicada sobre su informe cuerpo, las largas pestañas reposando sobre unas mejillas marfileñas, surcadas de pequeñas arrugas, según pude apreciar a la luz del fuego. Recordé la frase de Cremón: «Ya no tardará mucho». Cuando ellas se fueron a dormir, me senté junto a las blancas y cálidas cenizas, pensando: «¿Qué ocurrirá si le llega el momento de noche, cuando no dispondremos de aceite para que la comadrona pueda ver?».

Al día siguiente se presentó más gente que de costumbre para ver trabajar a Cremón. Uno o dos eran hombres que me conocían.

Me saludaron, pero tengo la impresión de que se miraron el uno al otro. También había algunos amigos de Cremón, con quienes él se retiró a un rincón a murmurar. A uno de ellos le oí decir, riendo:

—Bien, cuando hayas acabado con él, envíamelo.

Conocía su nombre. No era un escultor. Los hombres se marcharon, y Cremón volvió junto a mí antes de que estuviera completamente dispuesto. Con el brazo ocultándome parcialmente la cara, no siempre lo observaba con tanto cuidado como debiera haberlo hecho. Sé que se sintió desconcertado por lo que vio. Era un hombre que le gustaba persuadirse de que las cosas eran como él deseaba. Si hubiese sido el Gran Rey, no habría perdonado al mensajero de malas noticias.

El granero de la Ciudad estaba ya vacío, y no había necesidad de ir a buscar el cereal. Pero unos pocos días después, al despertar, encontré una paloma cogida en la trampa que había puesto en la higuera. Era un ave muy gorda, porque venía del otro lado de las murallas. Trepé a buscarla y le retorcí el cuello, pensando: «Hoy será un día afortunado». Cuando me la llevaba, tentándole la carne y alegre por el acontecimiento, Charis llegó corriendo y dijo:

—Oh, Alexias, date prisa. Madre está enferma. Es el niño, que viene ya.

Corrí a casa de la comadrona, que gruñó por tener que salir con aquel frío y me preguntó qué teníamos para darle. Le prometí una ánfora de vino, la última, temiendo que nos pidiera comida. Se puso en marcha, lamentándose. Charis estaba junto a la puerta, retorciéndose las manos y gritando:

—¡Deprisa, deprisa!

Cuando conduje a la mujer a la habitación, oí a mi madre gemir con un sonido sofocado. Se había metido algo en la boca, por miedo a que la chiquilla la oyera.

Envié a Charis a la cocina, y esperé ante la puerta. Era hora de que fuese al taller de Cremón, pero no me preocupé. Paseaba por el patio cuando oí un fuerte chillido, tras del cual la voz de mi madre gritó:

—¡Alexias!

Corrí a la puerta y la abrí bruscamente. La comadrona me pidió con furia que me fuese, pero sólo vi la cara de mi madre vuelta hacia mí, los labios blancos y moviéndose sin que de ellos brotara sonido alguno. Me arrodillé, y la sostuve cogiéndola por los hombros. Pero en el mismo instante en que la toqué, los ojos se le hundieron en la cara y el alma huyó de ella.

Alcé la vista para mirarla, y le cerré los ojos. Dormía. Pensé: «He aquí una por la que ya no necesito temer nada». Y luego me dije: «Antes dio a luz a una niña, y luego tuvo un aborto, y sin embargo no murió. La ha matado el hambre. Si yo hubiese traído a casa lo que he ganado en el taller de Cremón, quizás aún estaría viva». Me había parecido que, haciendo lo que nadie está obligado a hacer, podía disponer como escogiera del precio; pero ¿qué es un hombre cuando trata de enfrentar la lógica con la necesidad?

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