Alexias de Atenas (47 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Nos miramos el uno al otro. Lisias dijo:

—Debo hablar con Talía. Pregúntale a alguien qué ocurre.

Salí a la puerta, pero no pasó nadie. Dentro de la casa él hablaba tranquilamente. Cuando se disponía a irse le oí decir:

—Acaba de cenar, ocúpate en algo, y espérame.

—Sí, Lisias. Te esperaré —repuso ella, con voz firme.

Un hombre gritó algo que no entendí en la parte alta de la calle.

Le dije a Lisias:

—No puedo comprender nada. «Todo se ha perdido», ha gritado. También ha dicho algo sobre Río de la Cabra.

—¿Río de la Cabra? Una vez varamos allí, cuando se nos rompieron unas planchas. Está a medio camino del Helesponto, al norte de Sestos. Es una aldea de chozas de barro, con una playa arenosa. ¿Río de la Cabra? Has debido oír mal. Allí no hay nada.

En las calles no vimos a nadie, excepto a alguna que otra mujer que atisbaba por una puerta. Una, olvidando su decencia a causa del miedo, nos llamó.

—¿Qué es, qué es?

Meneamos la cabeza y continuamos nuestro camino. El ruido provenía del Ágora, y era como si un ejército hubiese sido derrotado. Un eco parecía escucharse más allá, a lo lejos. Era el ruido de los lamentos en los Muros Largos, palpitando entre la Ciudad y El Pireo como un dolor a lo largo de un músculo.

Al fin vimos en la calle a un hombre, que venía del Ágora. Mientras corría no cesaba de golpearse el pecho. Cuando lo cogí por el hombro, me miró como un animal caído en una trampa.

—¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿Cuáles son las noticias?

Movió la cabeza, como si no supiera hablar griego.

—Estuve en Milo —dijo—. Oh, Zeus, estuve en Milo. Ahora los veremos aquí.

De un tirón soltó el brazo, y corrió hacia su casa.

El lugar donde la calle penetraba en el Ágora, se hallaba atestado de hombres que se empujaban los unos a los otros para tratar de entrar. Cuando nos unimos a la multitud, un hombre que venía en dirección opuesta tropezó con nosotros. Permaneció en pie un momento, después se tambaleó y cayó de rodillas.

—¿Cuáles son las noticias? —le gritamos.

Se inclinó hacia adelante y vomitó vino rancio. Después volvió la cabeza para mirarnos.

—Te deseo largos años de vida, trierarca. ¿Es ésta la calle de las mujeres?

—Este hombre fue remero en el Paralos —dijo Lisias, gritando luego en el oído del individuo—: Contéstame, maldito seas.

Y lo sacudió furiosamente. Tambaleándose, el hombre logró ponerse de pie murmurando:

—Sí, sí, señor.

—¿Cuáles son las noticias? —le preguntamos.

Se limpió con el dorso de la mano la boca, y contestó:

—Los espartanos vienen.

Otra vez vomitó. Cuando nos pareció que había arrojado todo el vino, lo arrastramos a una fuente que había en la calle, y le pusimos la cabeza debajo del chorro de agua. El hombre se sentó en la losa de la fuente, con los brazos fláccidos.

—Estaba borracho —dijo—. Me he gastado mi último óbolo, y ahora vosotros me habéis despejado.

Con la cara hundida en las manos, lloró. Luego logró dominarse algo y dijo:

—Lo siento, señor. Hemos estado remando tres días, para traer la noticia. La flota ha sido destruida, señor. Por lo que se supone, alguien nos ha vendido a Lisandro. Fuimos sorprendidos en Río de la Cabra, sin ayuda, sin nada. Todo ha acabado, todo ha terminado.

—Pero ¿qué hacíais allí? —preguntó Lisias—. Eso se encuentra a más de dos millas de Sestos, y allí no hay puerto ni provisiones. ¿Es que el mal tiempo os obligó a desembarcar?

—No. La flota acampaba allí.

—¿En Río de la Cabra? ¿Acampaba allí? ¿Estás borracho aún?

—Desearía estarlo, señor. Pero es cierto.

Se lavó la cara en la fuente, se secó la barba y dijo:

—Nos enteramos de que Lisandro había tomado Lampsaco. Lo seguimos a la parte alta del Helesponto, y cruzamos ante Sestos para cruzar el estrecho. Entonces acampamos en Río de la Cabra. Desde allí se puede ver Lampsaco.

—¡Por Poseidón! —exclamó Lisias—. Y Lampsaco podía veros a vosotros.

—Por la mañana nos dispusimos en orden de batalla para enfrentamos a Lisandro. Pero el viejo zorro se mantuvo en tierra. Al día siguiente ocurrió lo mismo. Entonces las raciones empezaron a disminuir. Después de haber varado los barcos, tuvimos que caminar hasta el mercado de Sestos. Así fue durante cuatro días. El cuarto atardecer acabábamos de varar las naves cuando oímos unos gritos de llamada. Un hombre descendía cabalgando por la ladera de las colinas. No era un campesino. Su caballo era bueno, y lo montaba como un caballero. El sol se ocultaba detrás de él, pero pensé: «Te he visto antes de ahora». Algunos jóvenes oficiales lo miraban, y de repente echaron a correr como si se hubieran vuelto locos, gritando mientras iban a su encuentro:

»—¡Es Alcibíades!

»Se agarraron a sus pies, a su caballo, a cuanto les fue posible coger. Creí que uno o dos se iban a desplomar al suelo y comenzar a llorar. A Alcibíades le impresionó mucho el recibimiento. Preguntó por el padre de uno, por el amigo de otro, y así sucesivamente, pues ya sabéis que nunca olvida una cara. Después preguntó:

»—¿Quién está al mando de las tropas?

»Le dijeron los nombres de los generales.

»—¿Dónde están? —inquirió—. Llevadme a ellos. Deben abandonar esta playa antes de que caiga la noche. ¿Se ha vuelto loca la flota? Hace cuatro días que vengo observando cómo disponéis el trasero para que Lisandro os aseste en él una buena patada, y ya no puedo soportarlo más. ¿A quién se le ocurre colocarse aquí, frente al enemigo? ¡Qué campamento! Miradlo. No hay ni un solo centinela apostado, ni una zanja. Mirad los hombres, diseminados desde aquí hasta Sestos. ¿Creéis que esto es la Semana de Juegos en Olimpia?

»Alguien se hizo cargo de su caballo, y él se dirigió a la tienda de los generales. Todos salieron para ver qué sucedía. No parecieron tan complacidos como los jóvenes. Apenas le desearon las buenas noches, y nadie le ofreció una bebida. ¿Sabes, señor, qué es lo que más me impresionó a mí? Oírle ser tan cortés con ellos. Muy serio y tranquilo, les expuso el caso del campamento.

»—¿No habéis visto hoy las naves de avanzadilla espartanas observar vuestra playa? —preguntó—. Lisandro hace que sus remeros ocupen los bancos apenas amanece, y los mantiene en ellos hasta que anochece. Si ha esperado hasta ahora es porque no puede creerlo. Teme que intentéis prepararle una trampa. Cuando esté seguro de que vuestros hombres no acampan por la noche, ¿creéis que esperará por más tiempo? No. Lo conozco muy bien. Cada minuto que permanezcáis aquí, estaréis exponiendo la seguridad de la flota, y la de la Ciudad con ella. Vamos, caballeros, podréis estar en Sestos esta noche.

»No le habían hecho entrar en una tienda, de manera que había muchos hombres escuchando. Oí cómo el general Conon murmuraba:

»—Exactamente lo que yo les había dicho.

»Entonces Tideo, uno de los nuevos generales, dio un paso hacia adelante.

»—Muchas gracias, Alcibíades, por haber venido a enseñamos nuestro oficio —dijo—. Todos sabemos que eres el hombre más indicado para hacerlo. Quizá te gustaría ponerte al mando de la flota, o tal vez tienes a un buen compañero a quien desearías confiársela, mientras tú te diriges a Jonia a conquistar mujeres. Me pregunto en qué pensaban los atenienses cuando nos dieron a nosotros el mando en lugar de ofrecértelo a ti. Y, sin embargo, lo hicieron. Tú ya tuviste tu oportunidad. Ahora nos toca el turno a nosotros, así que buenas tardes.

»Enrojeció violentamente entonces, pero a pesar de ello no se permitió perder la cabeza. Habló con frialdad y lentitud.

»—He perdido mi tiempo —repuso—, y vosotros el vuestro, por lo que veo. Por dos cosas respeto a Lisandro: porque sabe cómo conseguir dinero y dónde gastarlo.

»Entonces les volvió la espalda y se alejó de allí, antes de que ellos hubieran tenido tiempo de replicar.

»Resultaba difícil acercarse a él, debido a los muchos hombres que se habían reunido para verle. Cuando le trajeron el caballo, dijo:

»—No hay nada más que yo pueda hacer, y aunque pudiera, preferiría verlos en los Hades. Están destinados a ser derrotados. Aún tengo un amigo o dos al otro lado del estrecho. Hubiera podido crearle algunas complicaciones a Lisandro en Lampsaco. Bastaría con que hiciera sonar la trompeta en mi fortaleza para poner en pie de guerra a tres mil tracios. Jamás han llamado amo a ningún hombre, pero luchan por mí. Yo soy rey en estos lugares. Rey en todo, excepto en nombre.

»Montó en su caballo, y miró al otro lado del agua con aquellos grandes ojos azules suyos. Después hizo girar al caballo y cabalgó hacia las colinas, en dirección a su fuerte.

»Aquella noche el trierarca del Paralos prohibió a todos los hombres que bajaran a tierra. De la misma manera procedió el general Conon en sus ocho barcos. Pero los demás continuaron obrando como entonces. Y a la noche siguiente los espartanos se presentaron.

Mientras nuestra mente se arrastraba tras la historia como corredores extenuados, nos habló de la batalla, o más bien de la matanza. La flota de Lisandro, equipada con sus mejores remeros, cruzó las aguas al anochecer. Conon, el único de los generales que mantuvo clara su cabeza y su honor, intentó en seguida hallarse en todas partes, pero fue inútil, porque había barcos que sólo tenían la mitad de sus tropas y ningún remero, y otros con un banco de remeros y ninguna tropa. Vio con toda seguridad que el fin había llegado, y junto con el Paralos consiguió salvar su pequeño escuadrón.

Los espartanos no se molestaron en seguirlo. Se contentaron con su cosecha: ciento ochenta naves, toda la fuerza marítima de los atenienses, se elevaban en la playa de Río de la Cabra como la cebada en espera de la hoz.

La historia concluyó. El hombre siguió hablando, como los hombres hacen en tales ocasiones, pero un silencio parecía haber caído sobre nosotros. Después Lisias dijo:

—Lamento haberte sacado el vino del cuerpo. Toma esto y comienza otra vez.

Recorrimos las calles, silenciosos, entre casas que lloraban y murmuraban. La noche empezaba a extenderse. Alcé mis ojos a la Ciudad Alta. Los templos se destacaban oscuros, difuminándose en las sombras del cielo. Sus guardianes se habían olvidado de ellos.

Era como si los mismos dioses estuvieran muriendo.

Lisias me tocó el hombro y dijo:

—Los medas la tomaron y le prendieron fuego. Pero al día siguiente el olivo de Atenea había germinado otra vez, tan verde como antes.

Nos estrechamos la mano, en señal de que éramos hombres, y sabiendo que había llegado el tiempo de sufrir. Después nos separamos, él para ir junto a su esposa y yo con mi padre, pues un hombre es conveniente que se encuentre junto a su familia en tiempos así.

Durante toda la noche pude ver en las calles ventanas iluminadas, ventanas que pertenecían a las casas de aquellos que, insomnes, habían vuelto a encender las lámparas. Pero en la Ciudad Alta sólo reinaba la noche, y el silencio, y el lento girar de las estrellas.

XXIV

Cuando supimos que Atenas se encontraba sola, subimos a la Ciudad Alta e hicimos el juramento de hermandad. Lo propuso alguien que recordaba el juramento hecho en Samos. También yo lo recordaba. Una alondra cantó cuando entonamos el himno a Zeus, y el humo se remontó en el profundo cielo azul, tan alto como los dioses. Estábamos ya en otoño, y el cielo era gris sobre los cerros requemados por el sol. Cuando el sacerdote hizo la ofrenda, un frío viento trajo a mi cara humo y cenizas.

Noche y día esperamos a los espartanos, vigilando desde las murallas. Pero, en lugar de ellos, eran atenienses los que venían a la Ciudad.

No eran los cautivos de Río de la Cabra. A aquéllos, tres mil hombres en total, Lisandro los había pasado a cuchillo. Llegaban de las ciudades del Helesponto, que le habían abierto sus puertas. Allá donde hallaba una democracia, la derribaba. Los peores oligarcas eran hechura suya. Mantenían sometido al pueblo para él, y él les concedía la vida de sus enemigos y los confirmaba en sus propiedades. En pocas semanas exterminaron a tantos hombres como la guerra había aniquilado en años. A los espartanos les parecía que Lisandro ponía a todos aquellos territorios a merced de su Ciudad, cuando lo que ocurría era que adquiría para sí más poder que el Gran Rey.

Durante su marcha, cuando encontraba atenienses, ya fueran soldados o comerciantes o colonos, les respetaba la vida y les daba salvoconductos, siempre que no se dirigieran a otra parte que no fuese Atenas. A lo largo del camino de Tebas, en los pasos del Parnaso, y abajo en la llanura, se arrastraban con sus esposas y sus hijos, sus enseres y sus cacharros de cocina. Durante todo el día sus pies polvorientos atravesaban las puertas de la Ciudad, y depositaban sus cargas alabando la misericordia de Lisandro.

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