Alexias de Atenas (32 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

A la mañana siguiente me vestí con cierto esmero para ofrecer buen aspecto, y esperé en los alrededores de la casa. Mi padre había salido ya. Regresó con el agente de la mina, cosa que yo no había imaginado que hiciera. Abrió la puerta en presencia del hombre, el cual, desilusionado porque la escasez de esclavos iba en aumento, se lamentó de haber hecho en vano aquel viaje, y habló insolentemente a mi padre. Cuando el hombre se fue, sentí que un frío sudor me humedecía las palmas de las manos.

—Vete, madre —dije—. Debo hablar a solas con mi padre.

Creo que no había adivinado nada.

—¡Oh! ¡Alexias! —se lamentó.

Entonces la sangre me calentó el corazón, y el coraje volvió a mí.

—Vete, madre —repetí—. Será mejor que hablemos a solas.

Ella me miró una vez más, y después se fue.

Cuando mi padre entró, colgó de nuevo en el clavo la llave del almacén. Luego, sin hablar, se volvió hacia mí. Afronté su mirada y dije:

—Sí, señor, el responsable soy yo. Anoche fui a decirle buenas noches a Sostias, y por lo visto me mostré descuidado.

La piel de su cara pareció hacerse más apagada, y sus ojos se redondearon.

—¡Descuidado! Perro descarado, lo que has hecho tendrás que pagarlo.

—Esa es mi intención, señor —repuse.

Y deposité sobre la mesa el dinero que tenía ya dispuesto.

—Dada su edad, y teniendo en cuenta que a no ser por mí esta mañana lo hubieras encontrado ahorcado, creo que treinta es suficiente.

Miró la plata, y después gritó:

—¿Te atreves a ofrecerme mi propio dinero? Ha llegado el momento de que dejes de jugar al amo aquí.

—Este dinero me lo ha dado la Ciudad por haber corrido en el istmo —repliqué—. Llámalo un don a los dioses.

Permaneció silencioso durante un momento, y luego asestó un manotazo a las monedas, en forma tal que parte de ellas rodaron sobre las losas del suelo. Los dos quedamos huraños, mirándonos fijamente a los ojos.

Contuvo el aliento. Por la expresión de sus ojos, supuse que iba a levantar la mano, e incluso a maldecirme, pues parecía fuera de sí.

Pero, en lugar de ello, se mantuvo completamente inmóvil. Durante esa pausa fue como si el temor hubiera tendido una mano para tirarme del cabello; sin embargo, la faz del miedo permaneció oculta.

—Antes de que cumplieras la mayoría de edad, tu tío Estrimón se ofreció a tu madrastra para proteger esta casa —dijo—. ¿Por qué te opusiste tú?

Hasta entonces nunca la había llamado mi madrastra. Aquello produjo en mí un irrazonable estremecimiento, de modo que debí de quedar muy pálido. Vi sus ojos fijos en mi cara. Después, recordando las calamidades que le había ahorrado a su regreso al hogar, me enfurecí y repliqué:

—Porque pensé que era demasiado pronto para darte por muerto.

Estaba a punto de continuar, pero antes de que me fuera posible abrir de nuevo la boca, avanzó hacia mí la cabeza como un loco, y gritó:

—¡Demasiado pronto! ¡Vosotros dos lo habíais hecho demasiado pronto!

Quedé mirándole con fijeza, mientras el significado de sus palabras llamaba a las puertas de mi mente, mientras mi alma intentaba cerrarlas contra ellas. En aquel momento de pausa se oyó un ruido debajo de la mesa. Mi padre se volvió bruscamente y se agachó. Se oyó un fuerte grito cuando sacó a rastras a la pequeña Charis. Debía estar jugando cuando nosotros entramos, y se había arrastrado para ocultarse. Él la sacudió, y le preguntó quién le había enseñado a escuchar las conversaciones de los demás, como si ella hubiera podido comprender una palabra de lo que habíamos dicho. Aterrorizada, la niña se debatió en sus manos, y al verme gritó:

—¡Lala! ¡Lala!

E hizo grandes esfuerzos para venir hacia mí.

—Déjala, padre —dije—. La asustas. Déjala.

La soltó con un súbito empujón, en forma que cayó a mis pies.

La cogí e intenté calmarla, mientras ella sollozaba y se lamentaba.

—Tómala —dijo él—, puesto que la reclamas.

La chiquilla lloraba contra mi oído, y no pude creer que le hubiera oído correctamente. Habiendo avanzado a grandes zancadas, nos cogió a los dos por el cuello y mantuvo juntas nuestras caras.

Sus labios mostraron los dientes cerrados, como hacen los perros.

—Para tener tres años, es muy pequeña —dijo.

He visto males en el mundo, y sé lo que es el horror, como cualquier hombre obligado a vivir en una época como aquélla. Pero jamás he vivido un momento semejante. Hasta entonces, la cabeza de la Gorgona no había sido para mí sino un cuento infantil. Sentí que toda la sangre se paralizaba en mi corazón y que los miembros se me quedaban fríos. Pareció como si una voz de locura hablara en mí, diciéndome: «Destrúyelo, y esto cesará». De no ser por la chiquilla, no sé qué maldad hubiera podido llegar a cometer. Inspirada por un dios, Charis no dejó que me olvidara de ella, sino que apoyó contra mi cuello su húmeda y cálida cara, mientras se agarraba a mi cabello. Le pasé la mano por el cuerpo para calmarla, y con ello conseguí parcialmente volver en mí.

—Señor —dije—, has sufrido muchas penalidades, y creo que estás enfermo. Debes descansar, de forma que te dejaré.

Salí al patio con mi hermana en brazos. Allí permanecí inmóvil, mirando delante de mí. Me pareció que si no me movía, me convertiría en una piedra y el olvido caería sobre mí. Pero aquel sueño no me estaba permitido. La niña lo rompió hablándome al oído. Me decía que deseaba ir con su madre.

Me incliné para ponerla en el suelo. Habiendo llamado a la criada Cidila, que entonces pasaba por allí, le dije que entrara en la casa a la niña y la llevara junto a su madre. Pues tenía derecho a lo que era suyo. Después salí a la calle.

Al principio, si tuve algún claro pensamiento, sólo fue descubrir un lugar donde pudiera tranquilizarme. Pero a medida que, buscando en vano ese lugar, fui caminando a través de la Ciudad, el movimiento en sí mismo se hizo necesario para mí, y comencé a caminar cada vez más de prisa. Era como un hombre tratando de dejar atrás su sombra. Luego, cruzando la puerta Acarniana, salí de la Ciudad. Entonces, como la necesidad de moverme me acosaba con urgencia, me ceñí el manto y comencé a correr.

Corrí a lo largo del llano que había entre la Ciudad y Parnas. No corrí muy de prisa, pues en mi interior sabía que no debía ir demasiado lejos, y mi entrenamiento obraba por sí mismo, sin que yo me diera cuenta de ello. Los altos muros de Parnas se alzaron ante mí pálidos a causa de la sequía estival: hierba agostada, oscuros chaparros y rocas grises, destacándose contra un cielo de un color zafiro oscuro. Alcancé el pie de las laderas y corrí entre los olivares, donde —las amapolas parecían esparcir gotas de sangre en los rastrojos de cebada. Finalmente, al oír debajo de mí el rumor de un riachuelo que corría por una barranca, sentí sed, y me deslicé a través de las rocas para bajar a beber. Después del calor que reinaba en el camino, allí había sombra, y el agua era fría y fresca. Me demoré allí, a pesar de saber que debiera haberme apresurado a emprender la macha. Pero así comprendí que había estado huyendo de una locura, pues allí volvió a alcanzarme.

La forma de mi locura consistía en que me sentía culpable del pecado del cual había sido acusado. Por lo menos en mi alma.

Aferrado por el terror que me produjo este pensamiento, abandoné el riachuelo, trepé entre las rocas y comencé a correr por la montaña. Todo sentido se había desvanecido en mí. A veces mi mente se recuperaba en parte; pero me era imposible retener realmente el juicio. ¿Quién hubiera podido dudar que aquello fuera condenación de la impiedad cometida al destruir la carta de mi padre y desobedecer su orden? Pues no podía ver lo que cualquier hombre en su juicio cabal debiera haber visto, que hallándose fuera de sí mismo había cometido un absurdo que sin duda había advertido ya: que una docena de conocidos nuestros podían testimoniar respecto de la fecha en que nació Charis, que el mismo Estrimón, que aunque maligno no era un villano, hubiera testificado en mi favor. No sabía hacer otra cosa sino sentirme maldecido por el cielo y entre los hombres. No cesé de correr, ascendiendo cada vez más en la áspera región sobre las granjas. Ascendía y corría hacia donde no había espacio alguno para correr. Mis piernas estaban destrozadas por los brezos y los chaparros, y mis pies se hallaban lacerados a causa de las piedras. Un escuadrón de espartanos me avistó; pero me tomaron por un esclavo fugitivo que se dirigía a Megara, y siguieron cabalgando.

Por último llegué a las cumbres, donde no se veía otra cosa sino reseca tierra pedregosa y profundos barrancos, y, a lo lejos, rocas que se estremecían bajo el calor. No tenía hambre. Algunas veces sentía sed, pero no me hallaba dispuesto a detenerme para saciarla, pues me sabía perseguido. Y empecé a mirar en torno a mí para ver lo que me perseguía, para sorprenderlo. La montaña calcinada por el sol tenía el color de la piel de un lobo, y una vez me pareció ver moverse a uno. Pero era el viento jugando con un matorral. No eran lobos los que me perseguían.

El sol brillaba con gran claridad, pero desde el mediodía, el viento empujó a través del cielo pequeñas y oscuras nubes, cuyas sombras se cernían sobre mí y se precipitaban como cuervos por las laderas de las montañas. Al principio, cuando descubrí lo que me seguía, me pareció que se trataba tan sólo de una de aquellas nubes que venía tras de mí. Entonces había corrido ya mucho bajo el calor del verano y subido a gran altura, por cuyo motivo respiraba ruidosamente, las piernas comenzaban a fallarme, y mi lengua estaba tan seca como una sandalia polvorienta. Ante mí vi el agua de un manantial y, echándome al suelo, bebí como lo hacen las bestias. Mientras yacía allí, sentí el frío que corría delante de la nube, y al alzar la vista las vi.

No estaban en la nube, sino en la sombra de la nube, corriendo hacia mí sobre las matas y los guijarros. Sus caras y sus pies eran azules como la noche; sus prendas carecían de sustancia, de forma tal que algunas veces mostraban sus oscuros miembros, y otras, la tierra que había detrás de ellas. Lanzando un grito de horror, me levanté y de nuevo emprendí la huida. Entonces supe que lo que había tomado por el ruido de mi fatigosa respiración había sido el silbido de las serpientes que se enroscaban y erguían en su cabello.

Mientras corría, no cesaba de orar, pero mis ruegos se desplomaban como flechas que han perdido el impulso, y supe que había sido dado a ellas por mi pecado, como Orestes, y que ningún dios vendría a salvarme. A pesar de todo seguí corriendo, como el lobo perseguido que corre, no impulsado por la esperanza o el pensamiento, sino porque está hecho así.

No sé durante cuánto tiempo corrí. Cuando empezaron a ganar terreno sobre mí, oí sus voces, semejantes a los gritos de una jauría, algunas profundas, otras fuertes. Las serpientes silbaban, oscilando atrás y adelante. Luego, mientras corría por la ladera abajo, oí a una gritar:

—¡Ahora!

Y vino hacia mí. Salté hacia adelante, y como mis pies no se asentaron bien en el suelo, rodé por la ladera abajo. Creí que perdería el conocimiento, pero muy a tiempo un terreno llano me detuvo en mi caída. Me levanté, preguntándome en qué podría apoyarme, pues pensé que me había roto todos los huesos. Permanecí allí tambaleándome. Detrás de mí la ladera estaba oscura, y delante había algo pálido, sobre lo cual brillaba el sol cerca ya de su ocaso. No podía ya ver a aquellas a las que es mejor llamar siempre las Honradas.

Pero sentí que me estaba muriendo; y por eso, cuando me di cuenta de que lo que se alzaba ante mí era el templo de un dios, eché a andar hasta alcanzar las gradas del recinto. Entonces mis ojos se oscurecieron, y me desplomé.

Recobré el sentido al notar agua sobre la cara, y junto a mí vi a un anciano. En su blanco cabello llevaba una corona de laurel; y, cuando me sentí del todo despejado, me di cuenta de que era el sacerdote del templo. Al principio no fue posible hablarle; pero él me dio a beber agua mezclada con vino, y un instante después logré sentarme y devolverle el saludo. Miré sobre mi hombro hacia el lugar por donde había venido, pero las Honradas se habían alejado de mí.

Él me vio mirar y dijo:

—Has corrido mucho. Tus ropas están desgarradas, y tú estás contusionado, ensangrentado y sucio de lodo. ¿Has vertido sangre y vienes aquí a buscar refugio? Si es así, ven conmigo y penetra en el santo recinto, pues Apolo no puede protegerte aquí afuera.

Se inclinó para ayudarme a levantarme. Sus manos eran viejas, pero secas y cálidas, y parecían tener una virtud curativa.

Yo contesté:

—No he vertido sangre alguna. Mejor sería que hubiera vertido la mía, pues mis ojos han visto mi corazón, y su luz se ha convertido en oscuridad para siempre.

—En el corazón de cada hombre hay un laberinto —dijo él—. Y a cada uno le llega el día de alcanzar el centro, para enfrentarse con el Minotauro. Pero ¿no has profanado nada sagrado a un dios, o has matado a un semejante, o has cometido incesto?

Me estremecí, y contesté:

—No.

—Entonces, ven —repuso, ayudándome a ponerme en pie.

Si no hubiera sido tan fuerte a pesar de sus años, no habría podido hacerme salvar el pequeño trecho hasta su casa, pues las rodillas se me doblaban al caminar, y, de no ser por sus brazos, me habría desplomado al suelo. Su esposa, anciana también, apareció ante mí, y le ayudó a acostarme en un lecho. Me dieron sopa y me quitaron mis prendas, tras lo cual me lavaron, limpiaron con vino y aceite mis heridas y me cubrieron con un manto. Para mí fue como ser otra vez niño en casa de mi abuela. Por último él me dio leche cuajada, caliente y especiada. Tan pronto como mis heridas cesaron de escocerme a causa del vino, me quedé dormido.

Dormí toda la tarde y toda la noche, y casi hasta el mediodía.

Entonces me cubrí con el manto que ellos habían puesto sobre mí, y salí afuera. Me sentía cansado y dolorido. Mis miembros se movían pesadamente, pero se hallaban más firmes. El templo se alzaba junto a una falla de la montaña, y sobre él había un escarpado collado en el que crecían pinos. Podía verse una gran extensión barranca abajo, hacia el llano y el mar. Era la clase de lugar grato a Apolo. Pero la hermosura de la mañana era extraña para mí, y vi que sólo era buena para otros hombres.

El sacerdote, al ver que me había levantado, salió del pequeño templo, construido con piedras de tono plateado. De nuevo me llevó a la casa, y puso ante mí comida, sin hacerme la menor pregunta. Se limitó a contarme cómo había sido fundado el templo por una persona a quien el dios se le había aparecido en aquel lugar.

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