Alexias de Atenas (28 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Y luego le hablé a mi corazón: «Ahora, Olimpia».

Después que los delegados atenienses me felicitaron, Lisias me llevó a lavarme y descansar, antes de presenciar las otras carreras.

Me trajo vino fresco y pasteles de miel, pues sabía lo mucho que me gustaban las cosas dulces después de una carrera, y nos echamos bajo un pino, en una elevación junto al estadio. Se acercaron un par de amigos, con cintas que habían comprado para mí, me las pusieron y permanecieron con nosotros un rato para charlar.

—El joven Tisandro tuvo suerte, después de todo, por terminar en segundo lugar —dijo alguien.

—¿Tisandro? —repetí—. Entró tercero; el segundo fue el cretense.

—Nadie ve menos la carrera que el vencedor —observó Lisias, riendo.

—El cretense se desanimó por completo cuando le adelantaste —dijo el otro hombre—. Se derrumbó por completo entonces.

—Creí que tenía mejores pulmones que Tisandro —repuse.

—Ten cuidado —murmuró Lisias, cogiendo la jarra de vino—. Casi la has tirado; tu mano no está firme aún.

Me incliné, haciendo un pequeño hoyo con las manos entre las agujas del pino, para dejar la jarra. Las cintas que me habían atado en torno a la cabeza me caían por la cara, pero no las aparté. Recordé el momento en que vi al cretense forzando la carrera, cuando pensé: «He aquí la victoria, la verdadera victoria de los dioses».

Había estado tan seguro de sí mismo, tan orgulloso en la pista de práctica, como puede el hombre estarlo. Volví a ver la expresión de sorpresa en su rostro cuando emparejé con él. Supuse que le asombraba encontrar allí alguien que pudiera competir con él.

Encuentro en los archivos que la carrera larga para hombres fue ganada por un rodiota y la del estadio por un tebano. Cuanto recuerdo de aquellas competiciones es que grité hasta enronquecer.

No quise que nadie pudiera imaginar que sólo me interesaba mi victoria.

Al día siguiente se celebraron los combates de boxeo y de lanzamiento, y al otro, las luchas. El tiempo seguía siendo claro y brillante. Al poco tiempo los atenienses obtuvimos una victoria, pues el joven Platón ganó la lucha para muchachos. Luchó bien y científicamente, utilizando tanto la cabeza como sus anchos hombros, y fue vitoreado. Lisias le alabó altamente y vi cuánto complacían aquellas loas al muchacho; al brillarle los ojos bajo las espesas cejas, había en su rostro cierta belleza. Antes de separarse de Lisias, le deseó suerte en su combate.

En la Guardia fronteriza se decía: «Tan frío como Lisias». Y él no desmentía esa leyenda, como no la desmiente nunca un buen oficial. Podía engañarme incluso a mí, pero no siempre. Cuando permanecía muy quieto, yo sabía que estaba nervioso. El heraldo llamó a los pancratistas. Lisias me hizo nuestra seña. Le seguí con la mirada al ir a los vestuarios. Tomaba parte en el tercer combate, en el que debía enfrentarse a Autólico. «Si le vence —pensé— nada podrá impedir que sea coronado.» Me puse en pie de un salto, pues había formado un plan, y subí corriendo las gradas del templo. Al llegar allí saqué del pecho una ofrenda que había comprado para el dios en una de las tiendas. Era un caballito de bronce fino, con crines y cola plateadas, y brida de oro. Adquirí incienso y me acerqué al altar. Siempre me siento empequeñecido en presencia de Poseidón, ese dios tan viejo que tiene en su mano el temblor de la tierra y la tempestad del mar. Pero los caballos le gustan y aquél fue el mejor que pude encontrar. Se lo entregué por mediación del sacerdote, presencié la ofrenda e hice mi plegaria.

Aunque los combates se celebran delante del templo, cuando volví a mi sitio el primero había terminado ya. La muchedumbre parecía excitada y lamenté no haber podido contemplar la lucha, por si Lisias tuviera que enfrentarse más tarde con el vencedor. El segundo combate no fue muy notable. Fue ganado por un mantineo, con una presa de cuerpo que Lisias jamás le hubiera dado tiempo de hacer. Entonces el heraldo anunció:

—Autólico, hijo de Licón; Lisias, hijo de Demócrates. Ambos de Atenas.

Autólico atrajo mis miradas. «¿Qué ha sido de su belleza?», pensé. Cuando estaba vestido, se miraba su cara agradable, sin que pudiera verse cuán burdo se había tornado su cuerpo. Ningún escultor querría ya tomarle como modelo. La muchedumbre le animó. Fácil era comprender que vitoreaban a Autólico por lo que de él habían oído decir, y a Lisias por lo que veían. Lisias parecía un bronce de Policleto; era imposible encontrar falta alguna en él, mientras que Autólico parecía fornido, como el hombre fuerte de una aldea que levanta una ternera por una apuesta. Pero no por ello le desprecié. A pesar de su corpulencia, era muy ágil y rápido y conocía todas las triquiñuelas del pancracio. Mientras cambiaban los primeros golpes, observé la fuerza que había en los suyos y rogué para que cuando cayeran, fuera Lisias quien quedara encima.

Sin embargo, a pesar de mis temores, apenas transcurrió el tiempo necesario para correr cinco estadios, yo gritaba ya roncamente de alegría. Me abrí paso entre la muchedumbre y corrí hacia Lisias, que no salía muy mal parado del combate. Tenía una oreja inflamada y algunas contusiones, y se frotaba la muñeca izquierda, en la que Autólico había hecho presa, quebrándosela casi, al intentar voltearlo. Juntos fuimos a ver a Autólico, a quien Lisias tuvo que ayudar a ponerse en pie después de la decisión. Sufría esguince de uno de los grandes músculos de la espalda, debido a lo cual no pudo proseguir la lucha. Le aquejaban grandes dolores.

Hacía muchos años que a nadie cedía la corona, pero cogió la mano de Lisias y le felicitó por su victoria, como el hombre de bien que siempre era.

—Me lo merezco —dijo— por haber escuchado demasiados consejos en los entrenamientos. Tú tuviste mayor sentido común, Lisias. Buena suerte te deseo.

Alguien había ocupado mi asiento, pero Platón me hizo sitio a su lado empujando a quienes estaban sentados junto a él. Era el muchacho más fuerte que jamás he visto. Durante los demás combates no vi a nadie que me pareciera digno contendiente de Autólico. Después llegó el momento de empezar las semifinales. Ocho eran los contendientes. El heraldo anunció:

—Lisias, hijo de Demócrates, de Atenas. Sostratos, hijo de Liupolos, de Argos.

Aquel nombre me era conocido, y pensé que debía de tratarse del vencedor del primer combate, que tuvo lugar mientras yo estaba en el templo. Salieron los contendientes y vi al hombre.

Al principio no podía creer lo que mis ojos veían, especialmente por cuanto le reconocí. En dos o tres ocasiones había visto a aquella monstruosa criatura paseando por la feria. Le creí titiritero ambulante, cuya actuación consistiera en levantar grandes rocas o doblar barras de hierro. También me había llamado la atención su aire de absurdo orgullo. En una ocasión había señalado su presencia a Lisias, riendo y diciendo:

—¡Qué horrible individuo! ¿Qué puede ser, y qué cree él ser?

—No es ninguna belleza, por supuesto —había observado Lisias.

En aquel momento estaba allí, ante nosotros, como una montaña de carne, cuyos grandes músculos retorcidos formaban nudosidades en todo su cuerpo. Su cuello parecía el de un toro, y tenía las piernas dobladas, a pesar de su robustez, como si no pudieran soportar el peso de su horrible tronco. ¿Por qué he de seguir describiendo algo que todo el mundo conoce ya? Actualmente, incluso en Olimpia aparecen hombres semejantes, sin vergüenza alguna, y después algún escultor debe hacer una estatua que todos puedan contemplar sin disgusto en el sagrado Altis.

Hoy debéis vosotros creer que éramos muy simples en aquellos tiempos, pues al ver un hombre demasiado pesado para saltar o correr, que caería muerto si tuviera que hacer una marcha forzada vestido con su armadura, y a quien ningún caballo pudiera llevar, nos parecía estar contemplando a alguien peor que un esclavo, puesto que él mismo había elegido su condición. Esperábamos verlo lejos de la compañía de helenos libres, y gritábamos a Lisias que le venciera. Junto al hombre estaba Lisias como imagen de victoria: el héroe contra el monstruo, Teseo con la Bestia.

Entonces empezó el combate. Las voces cambiaron y yo salí de mi sueño.

No había presenciado la primera lucha de Sostratos, pero sí la muchedumbre, que por ello se acostumbró antes que yo a ver a Lisias esquivando los golpes. Nadie le abucheó, y uno o dos hombres gritaron animándole. Cuando Lisias golpeaba, la multitud enloquecía, pero no era difícil ver que era como golpear una roca. Los grandes brazos del hombre eran como peñascos voladores; uno de ellos alcanzó de refilón la mejilla de Lisias, que seguidamente manó sangre. Y en aquel momento, como si alguien me lo dijera por vez primera, pensé: «Esta criatura es pancratista también».

Lisias fue el primero en cerrar. Cogió el brazo de Sostratos cuando golpeaba, y la mano del monstruo quedó inerte por su fuerte presa. Sabía lo que seguiría: un rápido retorcimiento y el levantamiento, para derribarle sobre la cadera. Le vi empezarlo, y reconocí el momento preciso en que Lisias supo que no podría alzar lo bastante aquella mole de carne para lanzarla. Entonces Sostratos intentó una presa de cuello, de la cual Lisias jamás habría podido escapar, de no haber sido lo bastante rápido para esquivarla. La muchedumbre le vitoreaba. Pero Lisias había ya medido la velocidad del enemigo, y empezó a correr aquellos riesgos que el hombre más rápido puede permitirse con el más lento; pero en este caso los riesgos eran dobles. Se precipitó contra su contendiente con la cabeza por delante; el monstruo gruñó, y antes de que pudiera cogerle la cabeza, Lisias hizo una presa de cuerpo. Entonces hizo un gancho de pierna detrás de la rodilla de Sostratos y ambos cayeron. El golpe sonó como si se derrumbara una enorme roca.

La multitud gritaba. Pero yo vi que, al caer, Sostratos había rodado sobre un brazo de Lisias, que quedó como hombre apresado por un corrimiento de tierras. Sostratos empezaba a colocarse encima de él; sin embargo, Lisias levantó la rodilla a tiempo. Tenía el brazo cogido aún. Salté en pie y grité, grité fuertemente, aunque no creo que Lisias pudiera oírme en aquel ruido. Aplastó la mano abierta en la enorme cara porcina de Sostratos, empujando la cabeza hacia atrás, logrando así soltar el brazo, rasguñado y sangrante, pero que podía utilizar aún. Se revolvió con la velocidad del relámpago; forcejeaban, caídos, golpeando y agarrándose. Siempre era Lisias el más veloz, pero en el pancracio la velocidad es tan sólo la defensa del hombre. La victoria es de la fuerza.

Alguien me golpeaba la rodilla. Me volví, y vi que era Eumastas, el espartano, que intentaba llamarme la atención. Jamás despreciaba palabras.

—¿Es el hombre tu amante? —me preguntó cuando me volví.

—¿Cuál? —inquirí.

No tenía tiempo para él entonces.

—El hombre —repuso.

Asentí, sin volverme otra vez. Sentía sus ojos fijos en mí, esperando que mereciera su aprobación, si veía a Lisias con el rostro destrozado. Le hubiera matado.

Entonces Lisias quedó encima durante un momento. Tenía el cabello cubierto de polvo sanguinolento; la sangre le cubría la cara como una máscara y le corría por el cuerpo. Se puso en pie, luego pareció caer hacia atrás y la multitud gruñó. Pero cuando Sostratos se precipitó sobre él, levantó el pie y lo desvió, con lo que su adversario cayó al suelo. El ruido fue tan fuerte, que casi no pude oír mis propios gritos; pero había algo nuevo en él, que no había observado al principio y que estaba aumentando. En aquellos tiempos, el pancracio era una contienda para hombres combativos. Supongo que siempre debió de haber algunos con mentalidad de esclavos, que sacaban un placer distinto de él, pero eran lo bastante prudentes para no manifestarlo. En aquellos momentos, como fantasmas que cobran fuerza al beber sangre, se descubrieron y se oyeron sus voces.

Cuando Sostratos se arrojó sobre él, Lisias le había cogido del tobillo, y no lo soltaba. Retorcía el pie, intentando obligar a Sostratos a que se rindiera, pero finalmente su adversario logró pegarle con el otro pie, y entonces volví a ver aquella masa de carne cayendo sobre él. Pero Lisias logró zafarse, cogiendo un brazo al hacerlo, y un instante después estaba sobre la espalda de Sostratos, rodeándole la cintura con ambas piernas y haciendo una magnífica presa en su cuello. Sólo un brazo tenía Sostratos libre, pues Lisias le atenazaba el otro. La multitud se había puesto en pie; el joven Platón, cuya existencia había ya olvidado, me enterraba los dedos en el brazo. La victoria de Lisias parecía indudable.

Entonces vi que Sostratos empezaba a levantarse. Con el peso de un hombre fuerte sobre su espalda y medio asfixiado, aquella enorme criatura logró arrodillarse.

—¡Suelta, Lisias! — grité—. ¡Suelta!

Pero supongo que estaba casi al cabo de sus fuerzas y que sabía que debía vencer entonces o nunca. Apretó los dientes y cerró más el brazo en torno al cuello de Sostratos, el cual se echó hacia atrás al levantarse, cayendo sobre él como un árbol. Se produjo un gran silencio, y luego las voces sedientas de sangre vitorearon.

Cuanto al principio podía ver de Lisias era un brazo y una mano, con la palma hacia arriba, sobre el polvo; luego vi que buscaba dónde agarrarse. Sostratos se dio la vuelta. Por vez primera percibí en aquella cara grande sus ojos diminutos, no los ojos de un jabalí enfurecido, sino fríos como los de un usurero. Lisias empezó a forcejear sobre su brazo. Esperaba verle levantar la mano hacia el árbitro.

Tal vez estaba demasiado irritado como para declararse vencido, pero creo que estaba demasiado aturdido para saber dónde se encontraba. Sostratos volvió a arrojarle al suelo, oyéndose el ruido de su cabeza al chocar contra la tierra. Incluso después de esto me pareció verle moverse, pero el árbitro bajó su horqueta, y puso fin al combate.

Me puse en pie de un salto. Platón me cogía del brazo, diciendo algo. Me desasí, abriéndome paso entre la multitud, que gritaba y me maldecía por mis codazos. Corrí a los vestidores, adonde llegué cuando le entraban en brazos. Le llevaron hasta una habitación pequeña al fondo, donde había una colchoneta en el suelo y un surtidor de agua, en forma de boca de león, que vertía en un pilón.

Afuera daba comienzo el siguiente combate. Hasta allí llegaban los gritos de la multitud.

—¿Eres amigo suyo? —me preguntó el hombre encargado de aquel lugar.

—Sí —repuse—. ¿Está muerto?

No veía vida en él, ni tampoco aliento.

—No; está atontado y creo que tiene algunas costillas rotas. Pero puede morir. ¿Está su padre aquí?

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