Alexias de Atenas (26 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Autólico gozaba de grandes simpatías entre ellos, como igualmente con los demás. He oído a personas prominentes decir que no tenía mente mejor que un buen toro, y no seré yo quien pretenda que hubiera brillado en una discusión, pero era modesto en el éxito, buen compañero y perfecto señor. En cierta ocasión en que Lisias estaba haciendo su alabanza, dije:

—No puedo imaginar cómo vosotros, los pancratistas, os conducís en la lucha. El corredor sólo debe adelantar a sus rivales; pero dentro de un día o dos, si tú y Autólico os sentís igualmente inflamados, os golpearéis el uno al otro en las orejas, derribándoos, pateando, retorciendo y abrazando, haciéndoos tanto daño como pueden hacerse dos hombres desarmados. ¿No os importa eso?

—No se lucha para herir al contendiente —repuso, riendo—, sino tan sólo para obligarle a rendirse. Puedo asegurarte que Autólico, en la lucha, no es persona con quien deba uno portarse tiernamente.

Estábamos cenando entonces en una taberna de Salamina, donde habíamos entrado de arribada forzosa, pues el viento nos era contrario. Autólico estaba también allí, invitando al piloto.

—Ha engordado mucho este último año —dije a Lisias—. Casi hasta deformarse. Jamás he visto a ningún hombre comer tanto como él.

—Se limita a seguir su dieta de entrenamiento; en realidad, debiera comer incluso más, dos libras de carne al día.

—¡Carne todos los días! Creí que eso hacía al hombre más lento que el buey.

—El peso es también importante, aunque los preparadores de la Ciudad no son unánimes en esto, por lo que nos permiten hacer lo que nuestros propios preparadores nos indicaban antes. Yo convengo con el mío en que el pancracio se estableció para probar al hombre, y que el peso adecuado para el hombre es el peso del pancratista.

Encendieron la linterna de la taberna; parecía que todo Salamina se hubiera reunido ante aquel establecimiento del muelle para vemos cenar, al correrse la voz de quiénes éramos. Miré a Lisias con ojos extraños, lo cual casi había olvidado. Y pensé que Teseo, disponiéndose, en la flor de su fuerza, a contender en el istmo, no hubiera tenido más arrogante aspecto. Llevaba la túnica abierta, dejando al descubierto el hermoso brillo duro de su cuerpo, como aceitada madera de haya, y la suave curva de sus músculos y tendones. A pesar de ser firmes como la roca, su cuello y sus hombros no se habían engrosado, y sus movimientos tenían la agilidad del caballo de carreras. Se observaba claramente que aquellas gentes apostaban por su victoria, y que envidiaban mi sitio a su lado. Sin embargo, en su modestia creyó que me miraban a mí.

Al día siguiente avistamos el puerto de Istmia y, recortándose contra el cielo, la redonda montaña en que se levanta la ciudadela corintia. Al levantarse la bruma, vimos las murallas como ensortijadas por una cinta. En lo alto de la cumbre vi brillar un pequeño templo, y pregunté a Lisias si sabía lo que era.

—Debe de ser el altar de Afrodita, al cual pertenecen las muchachas de la diosa —repuso.

—¿Viven allí?

Me parecía hermoso que Afrodita guardara a sus muchachas como palomas en lo alto de un pino, para que no pudieran ser ganadas fácilmente. Las imaginaba despertando al amanecer, cubriéndose el rosado cuerpo al frío aire de la mañana, bajando luego al manantial de la montaña; muchachas como de leche, de miel o de vino, presentes para el ciprino de todas las tierras bajo el sol.

—No —repuso, sonriendo al mirarme a la cara—; el altar es para las personas como tú, a quienes les gusta el amor en lo alto de una montaña. Las muchachas están en el precinto de la Ciudad, pues, de lo contrario, la diosa no acumularía muchas riquezas. Pero no te preocupes; después de los Juegos iremos a ambas partes. Las muchachas por la noche; la montaña por el alba. Y contemplaremos el sacrificio a Helios, cuando se alza del mar.

Asentí, pensando que todo aquello era muy apropiado para hombres que han contendido por la gloria ante un dios. Mentalmente vi a la muchacha de mi elección, abriendo los brazos a la luz de una lamparilla, brillando su espeso cabello en la almohada.

A nuestro alrededor la gente contemplaba la costa cercana, y hablaban, como lo hacen los hombre sujetos a riguroso entrenamiento, de los placeres de Corinto, intercambiando los nombres de casas de baños y burdeles, y de las heteras famosas. Al observar que Platón estaba cerca, con su acostumbrado aspecto de gravedad, le golpeé amistosamente en el hombro.

—¿Qué quieres hacer tú en Corinto, amigo mío?

Se volvió para mirarme, y contestó sin vacilar:

—Beber de la fuente de Hipocrene.

—¿Hipocrene? —repetí, mirándole, asombrado—. ¿La fuente de Pegaso? No querrás ser poeta, ¿verdad?

Me miró fijamente, para ver si me burlaba de él (yo había observado ya que no era tonto) y tras comprobar que no era así, repuso:

—Sí, eso espero.

Observé sus espesas cejas y su robusto cuerpo. Su cara tenía cierta distinción que impedía ver fealdad en ella, y se me ocurrió que, como hombre, podría ser de aspecto impresionante. Por tanto le pregunté, con la adecuada seriedad, si había compuesto algo ya.

Me dijo que había escrito varios epigramas y elegías, habiendo casi completado una tragedia sobre Hipólito. Entonces bajó la voz, en parte por la timidez propia de su edad, y también, según me pareció, con la discreción propia de un hombre.

—Estaba pensando, Alexias, que si tú y Lisias fuerais ambos coronados en los Juegos, podría escribirse una oda en vuestro honor.

—¡Tonto! — le dije, entre riendo y enfadado—. Trae mala suerte escribir el canto triunfal antes de la contienda. ¡No hables de odas, en nombre de Apolo!

Al acercamos al puerto, vimos, entre los pinos, el gran templo de Poseidón, y a su alrededor los gimnasios y palestras, el estadio y el hipódromo. El Consejo de los Juegos nos recibió muy cortésmente, nos leyó los reglamentos, y se encargó de que se nos asignara debido alojamiento en la parte reservada a los atletas. Los vestidores y los baños eran mucho mejores que en nuestra Ciudad; todo era de mármol y los surtidores eran de bronce forjado. El lugar estaba lleno de participantes, llegados antes que nosotros. En la pista de entrenamiento, encontré jóvenes de todas las ciudades del Egeo, hasta Éfeso.

Los entrenamientos en sí fueron adecuadamente celebrados, pero no me gustó que se permitiera la presencia de tantos desocupados: mercachifles que vendían talismanes y ungüentos, individuos que buscaban clientes para los burdeles y jugadores que apostaban ruidosamente sobre nosotros, como si fuéramos caballos. Era difícil conservar la mente en lo que uno estaba haciendo; pero cuando me acostumbré y tuve tiempo para estudiar la forma de los otros jóvenes, pensé que no había más de dos o tres a quienes debiera temer.

Uno de ellos era un espartano, llamado Eumastas, a quien hablé por curiosidad. Jamás había conversado con uno de ellos, a menos que pueda llamarse conversación a gritarse el grito de guerra. Su comportamiento en la pista era excelente, pero sus modales eran bastante toscos. No había salido nunca de Laconia, ni siquiera para la guerra, y no se sentía seguro de sí mismo en aquel gran concurso, pensando ocultar su inseguridad cubriéndose con su dignidad. Imagino que envidiaba mis cicatrices de la guerra, pues me mostró las que tenía en la espalda, por haber sido azotado ante Artemisa, según la costumbre de su pueblo. Me dijo que había sido el vencedor en el torneo, por ser quien resistió más; el segundo había muerto.

No supe qué contestarle, por lo que me limité a felicitarle.

Mucho menos me gustó un joven de Corinto, llamado Tisandro.

Sus oportunidades de vencer eran bastante ilusorias, especialmente por parte de él. Al observar que se hablaba de un recién llegado como de amenaza para él, mostró su resentimiento con una franqueza tan risible como inapropiada. Hice un par de carreras, y le dejé entregado a sus propias conjeturas.

Cuando volvimos a encontramos, Lisias me dijo que la muchedumbre había sido peor en la palestra que en el estadio, pues los corintios sienten gran afición por la lucha y el pancracio. No le pregunté en qué forma estaban sus rivales, pues ningún pancratista practica la lucha completa antes de los Juegos, por temor de sufrir alguna herida. Estaba silencioso, pero antes de que pudiera preguntarle a qué se debía, la barahúnda a nuestro alrededor me distrajo.

Habíamos pensado cruzar el istmo hasta Corinto, pero pareció que no sólo Corinto hubiera venido a nosotros, sino también la mayor parte de la Hélade y toda la Jonia. Las multitudes de las Panateneas nada eran comparado con aquello. Todos los mercaderes de Corinto habían montado tenderetes allí, formando largas calles, en las que no sólo vendían frascos para aceite y cintas y estrigilas, y todo aquello que suele venderse en los Juegos, sino también los caros lujos de la ciudad: imágenes y espejos de bronce, cascos con clavos de plata y oro, sedas transparentes, joyas y juguetes. Las ricas heteras envueltas en nubes de perfume paseaban con sus esclavos, mirando la mercancía de los demás y exhibiendo la suya propia. Los juglares tragaban espadas y serpientes, arrojaban antorchas al aire y saltaban en círculos de cuchillos; bailarines y bufones se disputaban los óbolos. Pensé que jamás me cansaría de recorrer aquel lugar, en el que a cada momento había algo nuevo. Visitamos el templo, en cuyo pórtico polemizaban varios sofistas, y vimos, en su interior, la gran imagen de Poseidón, de oro y marfil, que casi llegaba hasta el techo. Luego regresamos caminando entre los tenderetes. Varias cosas empezaron a llamarme la atención: una espada con incrustaciones de plata, un collar de oro que parecía hecho para mi madre y una hermosa copa de vino, pintada, con las hazañas de Teseo, que era exactamente la clase de recuerdo que siempre deseé regalar a Lisias. Y observé que por vez primera estaba pensando en las cien dracmas que la Ciudad da a los vencedores de los Juegos Ístmicos, y en lo que con ellas se podría comprar.

Al día siguiente me entrené concienzudamente, pues faltaban tan sólo tres días para los Juegos. En un gimnasio extraño se busca siempre más la compañía de uno que de los demás, para frotarse mutuamente la espalda o ayudarse en el baño, y eso fue lo que sucedió entre Eumastas y yo, por curiosidad al principio, por desagradarnos a ambos Tisandro también, y por otras cosas que no sabría explicar. Jamás había conocido a nadie tan hosco, ni tampoco él, como se observaba claramente, a nadie tan hablador. Sin embargo, cuando yo me cansaba de hablar por los dos, él, de alguna forma, lograba hacerme reanudar la conversación. Una vez, mientras descansábamos, me preguntó si todos los atenienses tenían las piernas tan finas como las mías; creía que era natural, y tuve que explicarle la intervención del barbero. Era un joven delgado, con el aspecto que los espartanos tienen a causa de su dura forma de vida; empezaba a dejarse crecer el pelo, a la edad en que nosotros lo cortamos. Incluso intenté hablarle de Sócrates, pero él observó que no tardaría en expulsarse de Esparta a quien enseñara a los muchachos a replicar a sus mayores.

Yo temía a Eumastas como mi mayor rival en resistencia; a Tisandro, en la carrera corta, y a Nicomedes de Kos porque era variable y podía inflamarse súbitamente durante la carrera. Pensaba en esto hacia el fin de la segunda mañana, cuando el tocador de flauta llegó para sincronizar los saltos. Mientras esperaba en la línea a que llegara mi turno, vi un hombre que me hacía señas. Podría habérsele tomado por un pretendiente mal educado, pero, como conocía a esa clase de hombres, comprendí que no era uno de ellos.

Por tanto, me acerqué y le pregunté qué quería.

Me dijo que era preparador, y que estaba estudiando los métodos atenienses, pero que había debido interrumpir sus observaciones a causa de la guerra. Me hizo preguntas, algunas de las cuales no me parecieron muy pertinentes, por lo que pronto empecé a dudar que fuera lo que decía. Cuando me preguntó qué pensaba de mis oportunidades de vencer, le creí simple apostador e intenté alejarme de él, contestándole con algún lugar común, pero él me detuvo y empezó a hablarme del joven Tisandro, de su cuna y riquezas y de la devoción que su familia sentía por él. Sus palabras me hicieron creer que era un amante atortolado. De pronto bajó la voz y me miró a los ojos.

—Hoy mismo, el padre del muchacho me ha dicho que daría quinientas dracmas por ver vencer a su hijo.

Quizá nacemos recordando al mal tanto como al bien, pues de otra manera no sabría explicar cómo le comprendí tan rápidamente. Había estado yo practicando el salto largo con las pesas de mano, que sostenía aún. Noté que mi mano derecha empezaba a levantarse por sí sola, y vi el gesto de encogimiento de aquel hombre.

Sin embargo, había cálculo en su miedo. Recordé que si le pegaba sería acusado de pelear en el sagrado recinto y no se me permitiría correr.

—Hijo de esclavo y de ramera, dile a tu amo que se encuentre conmigo después de la tregua. Entonces le enseñaré cuál es el precio de un ateniense —dije.

Aquel hombre era casi de la edad que mi padre hubiera tenido entonces; sin embargo, recibió palabras con una estúpida sonrisa.

—No seas tonto —repuso—. Nicomedes ha accedido, y también Eumastas, pero si tú no aceptas, el trato quedará anulado. Cualquiera de ellos podrá vencerte, sin que ello te reporte ni un solo óbolo. Mañana al mediodía estaré aquí, en este mismo sitio. Piénsalo.

Le arrojé al rostro una frase fea, que los muchachos empleaban entonces y me alejé. La flauta seguía sonando. Quizás hayáis visto al herido levantarse en el campo de batalla, sin sentir la laceración de su cuerpo, creyendo que podrá seguir combatiendo. Fui directamente hacia la línea de partida, y me sorprendí al hacer lo que creo debió ser el peor salto visto jamás allí. Me retiré, diciéndome que una vez era más que suficiente. No sabía qué hacer, y me preguntaba si valía la pena hacer algo. Todo el mundo que conocía parecía aplastarse, como fruta podrida, bajo mi mano.

Por las rosadas cicatrices en su atezada espalda, reconocí a Eumastas en la línea de saltadores. Si alguien me hubiera preguntado si le tenía por amigo, habría contestado con una carcajada; sin embargo, me llenaba la amargura. Recordé lo que siempre se oye decir de los espartanos: como nunca se les permite tener dinero en su tierra, cuando lo ven se dejan corromper más fácilmente que nadie. Quizás os preguntéis por qué me preocupaba por el honor de alguien que tal vez quisiera matarme al año siguiente, o incendiara mi granja.

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