Alí en el país de las maravillas (22 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

—¿Un tal Morrison?

—¡Exactamente!

—¿Está seguro?

—¡Por supuesto!

—¿Podría ser Philip Morrison?

—No me atrevería a afirmarlo sin miedo a equivocarme. —El guía sonrió levemente—. Si no recuerdo mal, creo que más bien era algo parecido a Colillas Morrison.

—Colillas no es un nombre. Es un apodo.

—Lo supongo. —De pronto, y como si todo estuviera perfectamente ensayado y medido, y de hecho lo estaba, Salam-Salam se volvió a mirar fijamente a la cámara para comenzar a hablar en su particular y complicado dialecto, cuya traducción iba apareciendo escrita en la parte inferior de la pantalla—: ¡Alí Bahar! —dijo—. Querido y respetado Alí. Si por casualidad me estás viendo, quiero ante todo pedirte perdón por haber contribuido de modo involuntario a tu secuestro. Yo no tenía la menor idea de las intenciones de aquellos desalmados. —Extendió las manos en gesto casi de oración al añadir—: Y ahora te ruego, te suplico, que te pongas en contacto conmigo aquí, en la estación de televisión. Sé que mucha gente quiere matarte, pero la señorita Perry Fonda y sus amigos te protegerán. ¡Por favor, Alí! ¡Si me escuchas, hazme caso! ¡Entrégate y no te expongas más!

—¡Y una mierda de camello, maldito traidor hediondo! —no pudo por menos que exclamar el aludido al que se le advertía cada vez más indignado—. ¡Como te encuentre te voy a sacar los hígados! ¿Tienes idea de lo mal que me lo has hecho pasar? —De pronto su vista recayó en el generoso escote de Liz Turner y el tono de su voz cambio de forma radical al puntualizar—: ¡Bueno! Lo cierto es que ha valido la pena, pero no gracias a ti.

Por su parte la actriz permanecía atenta a la televisión en la que era ahora Janet Perry Fonda quien se dirigía a los espectadores al tiempo que aparecía el rostro de Alí Bahar en la escena tomada en el casino.

—Si alguien ha visto a este hombre le ruego que se ponga en contacto con nuestra emisora —decía—. Su vida corre peligro y les aseguro que es totalmente inofensivo.

Liz Turner se inclinó a pellizcarle la mejilla a Alí Bahar al tiempo que le estampaba un sonoro beso en los labios.

—¿Inofensivo? —exclamó en un tono de fingida indignación—. Esa cursi ni siquiera sospecha el peligro que tienes.

Él la observó sin entender a qué se estaba refiriendo:

—¿De qué hablas? —quiso saber.

—De que eres una bomba. Una auténtica bomba sexual de las que ya no quedan. —Agitó la cabeza negativamente al añadir—: Pero ¿qué voy a hacer ahora contigo? Cuando ya creía que lo tenía todo bajo control y se habían olvidado de ti esa estúpida vuelve a convertirte en noticia. —Lanzó un resoplido—. Siempre me cayó mal. Se mete en todo y se considera el ombligo del mundo.

Cuando media hora después Stand Hard y Dino Ferrara regresaron de dar un largo paseo a caballo por los alrededores del hermoso rancho, ambos fueron de la opinión de que quizá no fuera del todo descabellada la idea de que el beduino se pusiera bajo la protección de una poderosa cadena de televisión.

—¡Ni hablar! —replicó de inmediato la actriz—. No pienso entregárselo ni a la mismísima Perry Fonda en persona.

—¿Por qué? —quiso saber el pelirrojo.

—Porque me juego la cabeza a que esos hijos de mala madre de la agencia especial Centinelas de la Patria ya habrán apostado una docena de tiradores de élite ante las puertas del canal, y en cuanto Alí aparezca por allí le volarán la cabeza.

—¡Pero no puedes ocultarlo eternamente! —protestó Dino Ferrara—. Y la verdad es que me siento culpable por haberte metido en esto.

—No tienes por qué sentirte culpable, querido —replicó ella buscando tranquilizarle—. Te juro por mi madre que nunca he sido tan feliz, aunque no hay forma de que este cernícalo aprenda a comer civilizadamente.

—¡Escucha, preciosa! —insistió su ex amante—. Tú y yo sabemos que Alí Bahar no pasa inadvertido y que pronto o tarde alguien se preguntará quién es y de dónde lo has sacado, aparte de que corren rumores de que los hombres del auténtico Osama Bin Laden lo andan buscando, y ésos sí que son fanáticos asesinos. —Hizo una corta pausa para añadir al fin—: Le debo mucho, puesto que me salvó la vida y me consta que le adoras, pero te advierto que hay demasiada gente que no parará hasta verle muerto.

Liz Turner meditó largamente sobre lo que acababa de escuchar, se volvió a observar a Alí Bahar que continuaba luchando inútilmente con el tenedor y el cuchillo y por fin asintió con gesto pesaroso:

—¡Tienes razón! —admitió de mala gana—. Hay demasiada gente que no parará hasta verle muerto, pero quiero creer que debe haber una forma mejor de solucionar el problema que entregárselo a un canal de televisión.

—Dime cuál.

14. Una pálida y demacrada Liz Turner

Una pálida y demacrada Liz Turner, que se cubría la cabeza con un pañuelo y los ojos con unas gafas oscuras, se recostaba en el asiento posterior de una negra y gigantesca limusina, observando con atención las idas y venidas de cuantos deambulaban en torno al moderno y espectacular edificio de la emisora de televisión, y su mirada se fue deteniendo primero en un vendedor de helados, más tarde en un barrendero negro, y en tercer lugar en un mugriento pordiosero, puesto que los tres ofrecían la curiosa particularidad de portar auriculares en los oídos.

Más tarde, y con infinita paciencia, fue descubriendo a la media docena de tiradores que intentaban pasar desapercibidos agazapados en las azoteas de los edificios más próximos y por último se volvió a un ahora andrajoso Alí Bahar que se acomodaba a su lado, y que ocultaba a medias el rostro bajo el ala de un carcomido sombrero de paja.

—¡La cosa está fea! —comentó—. Esos cerdos quieren cazarte como a un conejo. —Recorrió con la vista una vez más a los peculiares personajes que continuaban fingiendo concentrarse en sus labores mientras mantenían la mirada fija en la puerta de la estación de televisión y al fin alargó la mano, se apoderó de un minúsculo teléfono móvil y marcó un número.

—¿Dino? —inquirió cuando le respondieron al otro lado—. Esto está infestado de agentes disfrazados y tiradores armados con rifles de mira telescópica...

—Era de suponer —fue la tranquila respuesta que le llegó a través de las ondas.

—En ese caso no perdamos más tiempo. Es ahora o nunca.

Dino Ferrara le respondió desde el interior de un vehículo aparcado en la autopista que bordeaba una larga playa.

—¡Vamos allá!

Apretó el botón del teléfono que había pertenecido a uno de los hombres de la agencia especial Centinela, y en cuanto comprobó que el viejo Kabul respondía a la llamada, puso en marcha una diminuta grabadora de la que surgió de inmediato la voz de Alí Bahar que comentaba en su particular dialecto:

—¡Buenas noches, querido padre! Te ruego que no me interrumpas porque lo que tengo que decirte es importante y dispongo de poco tiempo. Resulta que no estoy en otro mundo, sino en el mismo, pero al otro lado, en algo que por lo visto se llama «antípodas» porque todo funciona al revés. Y a pesar de que aquí la gente tiene toda el agua y la comida que pueda desear, el clima es bueno y llueve de arriba abajo y de abajo arriba, nadie es feliz porque está prohibido fumar y se pasan la vida atiborrándose de hamburguesas y perros calientes.

—¿Perros calientes? —repitió el anciano visiblemente desconcertado al tiempo que se volvía hacia su hija para añadir—: Me temo que tu hermano se ha vuelto definitivamente loco, Talila. Asegura que vive en un sitio en el que comen perros.

Philip Morrison, con su eterna colilla en la boca y los pies sobre la mesa, se entretenía en lanzarle dardos a una diana que representaba el rostro de Osama Bin Laden, y que tenía colgada en la puerta del cuarto de baño.

Al poco le llegó por el interfono la ronca voz de la por lo general malhumorada Helen Straford, y lo que dijo le obligó a dar un salto en su asiento dejando a un lado las flechas.

—¡Lo han localizado, señor!

—¿Dónde? —quiso saber.

—Por lo visto está llamando desde algún lugar de la costa.

—¿Están completamente seguros?

—¡Completamente, señor! —replicó la severa mujer.

—¿Con qué margen de error?

—Menos de diez metros. Pero no parece recomendable enviar una nueva «paloma mensajera». Hay mucho tráfico por los alrededores.

—¡No! —admitió su jefe visiblemente alarmado—. ¡Naturalmente que no! Cada vez que mandamos uno de esos dichosos mensajes el acuse de recibo nos cuesta una fortuna.

—¿Y qué quiere que hagamos, señor?

—Enviar a las unidades que se encuentran apostadas ante la estación de televisión, e incluso todas aquellas que tengamos diseminadas por California —señaló seguro de sí mismo Colillas Morrison para añadir a continuación—: Y tráigame cuanto antes un mapa de Los Ángeles.

Se puso en pie para comenzar a dar vueltas por la estancia como una fiera enjaulada y tras unos instantes de duda abrió una pequeña caja de caudales, extrajo un paquete de cigarrillos y encendió uno aspirando con profunda delectación.

Al poco hizo su entrada su siempre adusta secretaria con un gran mapa en la mano, se dispuso a extenderlo sobre la mesa, pero al descubrir a su jefe fumando le espetó furiosa:

—¡Eso sí que no! ¡Apague esa porquería!

—¡Ni hablar!

—¡Insisto en que lo apague! —repitió secamente Helen Straford—. Como comprenderá, no estoy dispuesta a permitir que juegue con mi vida.

Inesperadamente y en una reacción en verdad desorbitada y fuera de lugar, su interlocutor se abalanzó sobre ella, la aferró por el cuello y la alzó en vilo hasta dejarla casi clavada en la pared.

—¿Su vida? —repitió furibundo lanzándole una provocativa bocanada de humo al rostro—. ¿De qué demonios me está hablando? ¡Su vida me pertenece desde el mismo momento en que ingresó en la agencia! ¿O no?

—¡Desde luego, señor!

—¿Fue eso lo que juró o no fue eso lo que juró?

—¡Lo juré!

—En ese caso soy yo quien decide cuándo tiene que morir o no. Y como me siga tocando las narices decidiré que hoy es su último día. ¿Está claro?

—Muy claro.

El director de la agencia especial Centinelas de la Patria la depositó de nuevo en el suelo lanzando un sonoro reniego, pero la inmutable Helen Straford se limitó a arreglarse parsimoniosamente la ropa sacudiendo unas motas de polvo de la solapa al tiempo que señalaba con loable calma:

—Admito que hice un juramento de lealtad, mi vida le pertenece y puede disponer de ella a su antojo —dijo, y acto seguido le apuntó con el dedo al tiempo que añadía—: Pero lo apaga o se busca otra secretaria. —Le arrebató sin el menor miramiento el humeante objeto de la discusión, lo arrojó a una taza de café que descansaba sobre la mesa y añadió en idéntico tono—: Y ahora, si se deja de chiquilladas y me indica qué quiere hacer, tendré sumo placer en transmitir sus órdenes al personal competente con el fin de atrapar de una puñetera vez a ese hijo de mala madre que nos trae por la calle de la amargura.

Liz Turner sonrió levemente al advertir el revuelo que se armaba cuando todos los agentes disfrazados y los tiradores de élite apostados en los edificios cercanos comenzaban a trepar a toda prisa a cuatro vehículos todoterreno que habían surgido de nadie sabía dónde, por lo que a los pocos instantes se perdían de vista con rumbo desconocido.

Aguardó unos minutos con el fin de cerciorarse de que no quedaban enemigos por los alrededores, y al fin su vista recayó en Janet Perry Fonda y el sonriente Salam-Salam que habían hecho su aparición, junto a un hombrecillo que cargaba una cámara de televisión, en la puerta del edificio de la emisora.

Tan sólo entonces se volvió hacia Alí Bahar.

—¡Bueno, cariño! —dijo—. Ya puedes irte y procura no llamar la atención al cruzar la calle. —Alzó significativamente un dedo—. Pero recuerda: nunca me has visto.

—Nunca te he visto, ya lo sé —admitió el beduino con un leve asentimiento de cabeza—. No te conozco y jamás he oído hablar de ti. ¡Descuida!

Ella le besó dulcemente en la mejilla al señalar:

—¡Adiós y suerte!

—¡Adiós!

El beduino abandonó la limusina, cruzó la calle y se encaminó fingiendo absoluta tranquilidad, hacia donde le aguardaban su lejano pariente Salam-Salam, la Reportera del Año y un escuálido cameraman.

La mujer que tanto le amaba le seguía con la mirada.

Todo parecía desarrollarse de acuerdo a un plan perfectamente estudiado y a Alí Bahar apenas le faltaban veinte metros para alcanzar la puerta del edificio, cuando súbitamente de detrás de un seto surgieron tres hombres armados de metralletas al tiempo que un gran automóvil se detenía junto a la acera.

Otros dos hombres saltaron fuera, y al grito de «¡Alá es grande!» se apoderaron del desconcertado Alí Bahar que ni siquiera tuvo tiempo de echar a correr; lo introdujeron en el vehículo, y desaparecieron como por ensalmo ante el estupor de casi un centenar de transeúntes.

Philip Morrison dormitaba acurrucado en el amplio sofá de su despacho y a decir verdad presentaba un aspecto horrible, con barba de tres días, sucio, demacrado y con la ropa arrugada.

Continuó sin mover un músculo hasta que de improviso la puerta se abrió con brusquedad para que hiciera su entrada una Helen Straford más alterada que de costumbre, y que encendió una luz al tiempo que ponía en marcha el enorme televisor que descansaba sobre una mesa.

—El Canal 7 acaba de anunciar que va a dar un comunicado especial referente a nuestro hombre.

Efectivamente, en la gran pantalla acababa de hacer su aparición Janet Perry Fonda, que con gesto de profundo pesar, comentó:

—Como suponemos que todos ustedes saben, un hombre llamado Alí Bahar, cuyo único delito conocido era el de ser primo hermano del famoso terrorista Osama Bin Laden, fue secuestrado el jueves pasado ante las puertas de nuestros estudios.

Hizo una corta pausa mientras en la pantalla hacían su aparición las imágenes del secuestro en plena calle tomadas por el pequeño cameraman que se encontraba a su lado ese día, y al poco continuó:

—Como en más de una ocasión hemos culpado de ello a nuestro gobierno, queremos pedir disculpas, puesto que acabamos de recibir la filmación que les vamos a mostrar, y que a nuestro modo de ver, es, por desgracia, suficientemente aclaratoria.

A continuación hizo su aparición un primer plano de Osama Bin Laden que se dirigía directamente a la cámara en un inglés exquisito y realmente impecable:

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