Alí en el país de las maravillas (25 page)

Read Alí en el país de las maravillas Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

—¡Me irritas!

—¿Y crees que me importa? Tu problema es que nadie se ha atrevido a decirte nunca la verdad y has tenido que esperar a que sea un condenado a muerte de tu propia tribu el que se decida a hacerlo. Pretendes pasar a la historia como mártir del islam sin detenerte a pensar que los que están sufriendo las consecuencias son los auténticos hijos del islam, a los que estás causando tú solo mucho más daño del que les ha hecho el cristianismo o el judaísmo a lo largo de los siglos.

—¿Cómo te atreves a hablarme así, sucio cabrero? —Se enfureció su interlocutor—. Puedo ordenar que te arranquen los ojos y la lengua.

—Me atrevo porque puedo ser, en efecto, un sucio cabrero, pero aunque me arrancaras los ojos y la lengua, seguiría siendo un hombre justo que ama y respeta tanto a su Dios que sabe que no me necesita para demostrar su grandeza. ¡Alá es más grande que tú! —añadió en tono claramente provocativo—. Castígame por decirlo y estarás demostrando cuan pequeño y miserable eres en realidad.

Osama Bin Laden, el terrible, el temido, guardó silencio, por un instante se diría que estaba a punto de empuñar la metralleta que descansaba sobre sus rodillas para coser a balazos a su oponente, pero al fin dejó escapar un sonoro bufido y exclamó fuera de sí:

—¡Eres un maldito beduino astuto como un zorro. Un auténtico khertzan digno de la sangre que corre por tus venas! Mi padre, que conocía muy bien a los de su tribu, por lo que se apresuró a alejarse de ellos en cuanto tuvo ocasión, me advirtió que me librara de las cuñas de mi propia madera porque sabía que eran las únicas que podrían quebrar mi entereza. Y tú, más que una cuña eres una especie de forúnculo en el trasero. Me consta que durante meses has traído de cabeza al mismísimo gobierno de Estados Unidos, y ahora entiendo por qué. ¡Acabas con la paciencia de cualquiera!

—Supongo que se debe a que soy tan ignorante que ni siquiera he aprendido a mentir, y eso molesta.

—Yo más bien supongo que se debe a que eres una especie de ladilla que obliga a rascarse hasta que se acaba por sangrar. —Osama Bin Laden bufó una vez más perdida por completo su habitual compostura—. Pero dejemos eso —añadió—, ahora el problema estriba en decidir qué voy a hacer contigo. Por un lado no puedo dejar que te utilicen contra mí, pero por el otro me molesta ordenar que ejecuten al hijo de una hermana de mi padre por la que me consta que sentía un gran cariño.

—Ya nadie podrá utilizarme contra ti —le hizo notar su primo—. En primer lugar, porque ahora que te conozco, no lo consentiría, y en segundo, porque a los ojos del mundo estoy muerto y la conjura de esa maldita agencia salió a la luz pública. No creo que nadie fuera tan estúpido como para volver a intentar algo parecido.

—En eso puede que tengas razón —admitió su oponente—. A los ojos del mundo estás muerto, ya que fui yo mismo quien ordenó tu ejecución.

—Matarme de nuevo, esta vez de verdad, no te serviría de nada.

—¡Es posible! Pero no puedo correr el riesgo de que regreses a Estados Unidos, donde acabarían por descubrir el engaño. —Osama Bin Laden meditó unos instantes y por último señaló—: ¡Te propongo un trato! Te perdonaré la vida con la condición de que me jures que no volverás nunca a Norteamérica.

—Nunca, «nunca», es mucho pedir —se lamentó su primo—. Recuerda que allí se encuentra la mujer a la que amo, la madre de mi futuro hijo, y que no puedo condenarla a pasar el resto de su vida entre cabras. No es su ambiente.

—Nunca, «nunca», quiere decir mientras yo viva —puntualizó el terrorista—. Y es de suponer que no sea mucho, porque lo cierto es que me tienen acorralado y cualquier día descubrirán mi escondite.

—No creo que eso deba preocuparte —le hizo notar su primo con desconcertante calma—. Durante estos últimos meses me ha sobrado tiempo para meditar sobre ello, y con ayuda de mis amigos he llegado a la conclusión de que lo que en verdad le importa al gobierno americano es que sigas aterrorizando a su gente. Me raptaron para tenerme como repuesto por si tú desaparecías, pero ahora que creen que ese repuesto ya no existe harán todo lo posible por mantener con vida al original.

—¿Aunque sepan que puedo causarles mucho daño?

—¿Y a quién les puedes causar daño? ¿A ciudadanos normales? ¿Y qué les importa eso a los que mandan?

—En ese caso mataré al presidente.

—¡Oh, vamos, primo, no seas iluso! Mi mujer me contó que los únicos que a lo largo de la historia han sido capaces de asesinar a un presidente americano han sido los ultraderechistas americanos. Y aunque consiguieras matar a éste no resolverías nada: los que manejan los hilos en la sombra disponen de una legión de George W. Bush de repuesto.

Osama Bin Laden observó largamente al khertzan, sangre de su propia sangre, cuña de su propio palo, y tras meditar unos instantes inquirió:

—¿Realmente has pasado la mayor parte de tu vida en el desierto?

—Excepto los meses que he vivido, demasiado aprisa por cierto, en el país de las maravillas, en el que o aprendes rápido o te trituran.

—Evidentemente tú has aprendido rápido —fue la respuesta—. Y ahora decídete: o me das tu palabra de que regresarás al desierto y no te moverás de allí hasta que yo desaparezca, o te mando ahorcar.

—¿Y qué remedio me queda? —fue la sincera respuesta—. Ahorcarme sí que es nunca, «nunca». Acepto el trato.

—De acuerdo entonces, aunque antes de irte quiero que me aclares cómo pudiste imitarme tan bien en ese maldito vídeo si apenas hablas inglés.

—Es que esa gente del cine hace maravillas —replicó el otro con naturalidad—. Yo me limitaba a decir lo que se me antojaba, y luego un doblador que te imita perfectamente, introducía la voz. ¡La verdad es que fue muy divertido!

—Lo imagino. A mí eso de hacer películas siempre me llamó la atención. Hace años empecé a escribir un guión que hubiera sido un bombazo; se trataba de la historia de una chica que se había quedado huérfana y su padrastro la acosaba. —Rechazó el tema con un gesto—. ¡Olvídalo! Sería muy largo de contar, y la verdad es que ya se me pasó el tiempo de hacer películas. ¡Márchate! Vuelve al desierto y no pongas los pies en Norteamérica hasta que yo haya muerto. ¡Que Alá te acompañe!

—¡Que Él quede contigo!

Alí Bahar se despidió con una leve inclinación de la cabeza para alejarse entre las toneladas de bombas, las metralletas y las cajas de municiones de todo tipo, pero antes de alcanzar la salida un malencarado guardaespaldas tuerto le hizo un gesto para que le aguardara allí, y se encaminó adonde se encontraba su jefe para inclinarse con el fin de susurrarle al oído:

—¿Lo ahorcamos o lo fusilamos?

—¡No seas bestia! —fue la agria respuesta—. ¡Es mi primo! Ni lo ahorcamos ni lo fusilamos. Que lo devuelvan al desierto al que pertenece.

—¿Estás seguro? —quiso saber el desconcertado guardián—. ¿No correrás peligro dejándole vivo?

—Lo que hasta ahora no ha ocurrido pese a que todos los ejércitos del mundo me persiguen, no va a ocurrir porque un miserable pastor viva o muera —replicó Osama Bin Laden seguro de lo que decía—. ¡Que Alá te guíe!

—¡Tú mandas! ¡Que Alá te proteja!

Regresó junto a Alí Bahar que aguardaba pacientemente apoyado en unas cajas de municiones, y le hizo un gesto para que le siguiera al exterior donde esperaba uno de sus compañeros sentado ante el volante de un jeep oculto bajo una red de camuflaje.

Hombres armados se distinguían aquí y allá, vigilando entre las rocas de las agrestes montañas de los alrededores.

El jeep se aproximó, Alí Bahar subió en la parte trasera y el tuerto lo hizo a su vez en la parte delantera indicando con un gesto al conductor que iniciara la marcha.

Se alejaron por entre intrincados caminos hasta desembocar en un ancho pedregal por el que el vehículo avanzaba sin prisas.

Al poco Alí Bahar extrajo del bolsillo dos anillas, cada una de las cuales colgaba de un corto alambre, se las colocó ante las orejas y se observó en el espejo retrovisor.

El hosco y evidentemente poco amistoso guardaespaldas se volvió a mirarle con gesto interrogante.

—¿Qué es eso? —quiso saber.

—Los zarcillos que me pidió mi hermana —fue la tranquila respuesta—. En América le compré unos preciosos, pero desaparecieron en un retrete. —El beduino se encogió de hombros con gesto fatalista al concluir—: Admito que no son gran cosa, pero me temo que por el momento tendrá que conformarse con éstos.

El alarmado tuerto bajó la vista hacia una de las bombas de mano que le colgaban del correaje a la altura del pecho, y cuya anilla era idéntica a las que Alí Bahar tenía en las manos para inquirir con un hilo de voz:

—¿Y de dónde los has sacado?

—De la cueva —replicó con absoluta naturalidad el aludido señalando hacia atrás—. Había muchos y supongo que a mi primo no le importará que me haya llevado un par de ellos.

El único ojo del guardaespaldas se abrió como un gigantesco plato al tiempo que exclamaba:

—¡Hijo de la gran pu...!

No tuvo tiempo de concluir la frase puesto que resonó una horrorosa explosión, el suelo tembló bajo sus pies, el vehículo se precipitó por un pequeño terraplén cayendo de lado, y tras ellos se alzó una gigantesca columna de polvo que ocultó el sol.

Al poco los tres hombres, cubiertos de tierra, se observaron perplejos.

—Pero ¿qué ha ocurrido? —inquirió el que conducía.

—Lo de siempre —le replicó sin inmutarse Alí Bahar—. Cada vez que abandono un sitio, revienta. Pero esta vez ha sido más fuerte que de costumbre.

—¡Pobre Osama! —se lamentó el tuerto—. Sus últimas palabras fueron: «Lo que no han conseguido todos los ejércitos del mundo, no va a ocurrir porque un miserable pastor viva o muera». —Chasqueó la lengua al tiempo que negaba con un gesto fatalista—. No cabe duda de que estaba equivocado. Espero que Alá lo acoja en su seno.

Alí Bahar se puso lentamente en pie, aguardó a que la nube de polvo se alejara, se sacudió la tierra que le cubría e inquirió inocentemente:

—¿O sea que mi primo está muerto?

—Sin duda alguna. Toda la montaña se le ha venido encima.

—En ese caso yo ya he cumplido mi parte del trato. ¿Serías tan amable de indicarme por dónde se va a Norteamérica?

El conductor se limitó a alzar desganadamente la mano señalando el sol que comenzaba a rozar la línea del horizonte.

—¡Supongo que por allí! Siempre hacia el oeste.

Alí Bahar hizo un leve gesto de despedida e inició el camino seguido por la mirada de los dos hombres que se habían quedado como idiotizados.

Al poco no era más que un punto en la distancia que avanzaba a grandes zancadas con aire decidido.

17. Alí Bahar empleó cuatro largos días en atravesar

Alí Bahar empleó cuatro largos días en atravesar las montañas y los desiertos circundantes, y lo hizo sin prisas, con extrema prudencia, evitando los senderos transitados y evitando de igual modo aproximarse a lugares habitados, consciente de que cualquiera que fuese el país en que se encontrase su presencia podría acarrearle graves problemas dado que, por mucho que intentara evitarlo, continuaba pareciéndose en exceso al ahora ya difunto primo y temido terrorista.

Cuanto alcanzaba a distinguir era una extraña mezcolanza entre el atraso de su propio país y la modernidad de algunas zonas de Estados Unidos, y lo que más le sorprendió fue el hecho de que la mayoría de los letreros aparecían escritos tanto en caracteres islámicos como cristianos.

Seguía sin entender ninguno de los dos.

Dijeran lo que dijesen, para el beduino continuaría siendo siempre un misterio, al igual que lo era el idioma en que hablaban las gentes a las que de tanto en tanto conseguía escuchar oculto entre los matorrales.

No era inglés.

Su amada Liz le había explicado que existían una incontable cantidad de lenguas muy diferentes entre sí, y en ocasiones se había preguntado la razón por la que la gente solía expresarse de formas tan distintas, si al parecer lo que deseaban contar era casi siempre lo mismo.

Amor, odio, venganza, guerra o paz continuarían significando lo mismo como quiera que se pronunciasen, y le dolía en el alma no ser capaz de expresar más que con besos y caricias la intensidad del afecto y la pasión que experimentaba por quien pronto se convertiría en la madre de su hijo.

Cada paso que daba lo hacía convencido de que le aproximaba de nuevo a ella, el hambre que le asaltaba no era comparable a la necesidad de abrazarla que sentía, e incluso la sed de los peores momentos se olvidaba cuando sus cuarteados labios murmuraban su nombre.

En la distancia las dunas dibujaban la forma de su cuerpo desnudo y hacia ellas marchaba decidido a dar la vuelta completa a un mundo que ahora ya sabía redondo, consciente de que en algún punto de tan gigantesca esfera su mujer y su hijo le estaban aguardando.

Un millón de cosas le habían sucedido en aquellos últimos meses, en los que había asistido a prodigios sin cuento imposibles de creer si no hubiera sido testigo personal de todos ellos, pero lo más curioso e inconcebible de tan sorprendentes aventuras era el hecho indiscutible de que en esencia, lo único que de verdad le había dejado una huella imborrable seguía siendo algo tan sencillo, tan complejo, tan nuevo y tan antiguo como el amor entre un hombre y una mujer que al unirse se transforman en un planeta que vaga por el espacio ajeno al resto de los infinitos planetas del espacio.

Una isla desierta o un rincón perdido en un profundo valle le hubiera bastado para ser feliz el resto de su vida en caso de poder compartirlo con quien era capaz de llenar de gozo cada minuto del día y de la noche, por lo que no le importó que los pies le sangraran o el frío le atenazara marchar por la nieve de las agrestes montañas que hora tras hora se empeñaban en interponerse en su camino.

Sabía que Liz Turner existía y le aguardaba, y por lo tanto, el resto del mundo carecía de importancia.

En la noche del quinto día avistó las luces de una ciudad.

Se aproximó, se ocultó en el interior de un viejo autobús abandonado y aguardó consciente de que la prudencia y la paciencia serían sus únicas aliadas en el difícil trance de regresar desde donde quiera que se encontrase a una lujosa mansión de Beverly Hills.

Al poco de amanecer llegó a la conclusión de que probablemente se encontraba de nuevo en aquello que Liz le había explicado que se trataba de «las antípodas» puesto que la mayoría de las mujeres se cubrían como solían hacerlo las de su propia tribu aunque evidentemente ninguna de ellas fuera una auténtica khertzan.

Other books

El pozo de la muerte by Lincoln Child Douglas Preston
The Godforsaken Daughter by Christina McKenna
The Private Club by J. S. Cooper
Missing Person by Mary Jane Staples
The Outcast Ones by Maya Shepherd
The Day of the Storm by Rosamunde Pilcher
The Emerald Key by Vicky Burkholder
Grey Wolves by Robert Muchamore