Alí en el país de las maravillas

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

 

El relato con el que esta vez nos deleita Vázquez-Figueroa trata de Alí Bahar y su vida en el desierto. Alí vive con su hermana, su padre y cuarenta cabras. Un día, arriva un grupo de americanos que convencen a Alí de abandonar el desierto pero, en medio del viaje, el avión sufre un desperfecto y va a parar a otro desierto, el de Las Vegas. Un árabe barbudo y sucio se sorprende de la gente que vive en lujosas viviendas donde posee areas de césped donde no lo aprovecha para cultivar ni criar animales. Esta divertida novela nos invita a una reflexión sobre el consumismo y la ausencia de valores en la que estamos sometidos cada vez mas.

Alberto Vázquez-Figueroa

Alí en el país de las maravillas

ePUB v2.1

ikero
09.08.12

Título original:
Alí en el país de las maravillas

Alberto Vázquez-Figueroa, 2005.

Diseño/retoque portada: GONZALEZ

Editor original: ikero (v1.0 a v2.1)

Corrección de erratas: jabo, Agoncillo

ePub base v2.0

1. Nada en cuanto alcanza la vista

Nada en cuanto alcanzaba la vista. Arena y piedras.

Sucios matojos y de tanto en tanto, como señales que pretendieran marcar el camino, alguna que otra acacia esquelética, tan idéntica a otras muchas esqueléticas acacias que en realidad era más lo que confundían al viajero que lo que ayudaban a encontrar el rumbo.

Y así hora tras hora.

Sol y polvo.

Ni tan siquiera la arena, en exceso pesada, conseguía elevarse a más de un metro del suelo y ese polvo demasiado blanco, como harina recién cernida, se adueñaba del mundo, cubría las acacias y matojos, e incluso cubría los descarnados cadáveres de las bestias que habían muerto de sed en mitad de la desolación más espantosa.

El vehículo avanzaba como entre sueños o tal vez, nadie podría saberlo con exactitud, más bien retrocedía.

Llevaba días vagando de aquí para allá y sus ocupantes tenían plena conciencia de que lo único diferente que habían conseguido descubrir en aquel tiempo eran sus propias huellas cuando en sus infinitos giros volvían a tropezar con ellas.

Decidieron continuar siempre hacia el norte, y a punto estuvieron de precipitarse al fondo de un barranco que cruzaba la llanura como si se tratara de la incisión de un hábil forense que hubiera abierto en canal un cadáver ya frío.

Torcieron hacia el oeste y escarpadas montañas de granito rojo les cortaron el paso.

Regresaron para encontrar una vez más sus propias rodadas.

Al fin, Salam-Salam, el animoso «guía», que hasta aquellos momentos no había dado muestras de una especial habilidad para guiar a nadie, pero que al parecer jamás perdía las esperanzas de llegar a buen puerto, sonrió de oreja a oreja para exclamar alborozado:

—¡Estamos perdidos!

El minúsculo hombrecillo que conducía el vehículo lanzó un sonoro reniego y a punto estuvo de darle un sopapo.

—¡La madre que te trajo al mundo...! —exclamó casi masticando las palabras—. ¿Estamos perdidos y eso te alegra?

—¡En absoluto! —fue la sincera respuesta no exenta de una cierta lógica—. Pero al menos sabemos algo que antes no sabíamos: estamos perdidos. —Sonrió de nuevo con desconcertante inocencia al señalar—: Ahora de lo que se trata, es de encontrar el camino de regreso.

El gigantón que ocupaba casi por completo el asiento posterior, y que respondía al sonoro nombre de Nick Montana, se secó el sudor que le caía a chorros por la frente al tiempo que negaba convencido.

—¡De eso nada! —dijo—. No nos iremos de aquí sin él.

El guía indígena ni siquiera se molestó en volverse al tiempo que preguntaba:

—¿Tan importante es?

—¡Tanto!

Salam-Salam, para quien tan incómodo viaje constituía sin duda una estúpida pérdida de tiempo, se limpió los mocos con el pico del turbante, sonrió de nuevo y se limitó a replicar al tiempo que se encogía de hombros:

—En ese caso seguiremos buscando hasta que nos hagamos viejos. Para eso me pagan.

—Si no lo encontramos te va a pagar tu abuela —puntualizó el casi esquelético Marlon Kowalsky deteniéndose el tiempo justo de encender un cigarrillo.

—Mi abuela murió hace años.

—Más a mi favor. Y ahora decídete de una puñetera vez y procura acertar... ¿Hacia dónde?

El nativo dudó un largo rato, se rascó la espesa pelambrera que le asomaba bajo el sucio turbante y al fin replicó:

—Si vinimos del sur, y ya hemos ido hacia el norte y hacia el oeste sin obtener el más mínimo resultado, digo yo que tan sólo nos queda dirigirnos hacia el este.

—¡Astuto, vive Dios! —bufó su interlocutor a punto de perder la paciencia—. ¡Tremendamente astuto! —insistió irónicamente—. ¿Cómo no se me habría ocurrido antes?

—Porque para algo soy el guía.

Como respuesta tan sólo obtuvo una larga mirada de desprecio, pero poco más tarde, y cuando habían hecho una corta parada con el ineludible propósito de dar rienda suelta a sus necesidades biológicas, Salam-Salam, que se encontraba tranquilamente acuclillado tras un matojo, dio muestras de su innegable talante optimista al señalar un pequeño grupo de bolitas negras que se extendían a lo largo de unos veinte metros hasta la siguiente acacia y exclamar alborozado:

—¡Cagarrutas!

Sus dos acompañantes se aproximaron de inmediato para observarlas con gesto de innegable perplejidad.

—¡De acuerdo! —admitió con su habitual acritud Marlon Kowalsky—. ¡Cagarrutas! ¿Qué tienen de particular?

—Que son de cabra.

—¡Estupendo! —fingió alborozarse el cada vez más sudoroso y enrojecido Nick Montana—. Hemos necesitado cuatro días de vagar por el desierto para hacer el maravilloso hallazgo de una veintena de cagarrutas de cabra. ¡Ya somos ricos!

—No —le replicó con absoluta seriedad el guía nativo—. No somos ricos, pero si existen cagarrutas de cabra quiere decir que por aquí han pasado cabras... —Abrió las manos en un gesto que pretendía reflejar la perfecta lógica de su razonamiento al tiempo que concluía mostrando de nuevo su animosa sonrisa—. Y donde hay cabras hay cabreros.

—En eso puede que tenga razón —admitió casi a su pesar Marlon Kowalsky al tiempo que estudiaba con más detenimiento las negras bolitas—. Son de cabra, y en este desierto una cabra significa tanto como el letrero luminoso de un motel en el desierto de Arizona; un signo de que la «civilización» no anda muy lejos.

—A no ser que se trate de cabras salvajes —le hizo notar su no muy convencido compañero.

—Aquí no hay cabras salvajes —replicó casi de inmediato el guía nativo—. La gente es demasiado pobre como para permitir que una cabra ande correteando por ahí. Cada cabra tiene su dueño.

—¡De acuerdo entonces! —aceptó el otro sin el más mínimo entusiasmo—. Busquemos a su dueño.

Pero no resultaba empresa fácil seguir el rastro de las escurridizas bestias a través de aquella naturaleza hostil y descarnada, puesto que si bien sobre la arena se distinguían de tanto en tanto y con absoluta nitidez las huellas de sus pezuñas, en cuanto comenzaron a ascender por entre rocosas colinas cuarteadas por el sol la única esperanza se centraba en aguzar la vista en procura de nuevos excrementos.

Al fin, casi tres horas más tarde hicieron su aparición, protegidas de los vientos dominantes por un alto farallón de rocas, tres amplias tiendas de campaña tejidas con pelo de camello, un gran cercado hecho a base de cañas y ramas secas y lo que desde la distancia ofrecía todo el aspecto de ser el brocal de un minúsculo pozo.

Se trataba, en efecto, de un pozo, y en el momento de detener frente a él su vehículo y observar al hombre que permanecía en pie con un viejo fusil en la mano, tanto Nick Montana como Marlon Kowalsky no pudieron por menos que lanzar una exclamación de asombro al tiempo que intercambiaban una larga mirada de satisfacción.

—¡Santo Dios! —admitió el primero—. ¡Era verdad...!

—¡Resulta increíble!

Salam-Salam aparecía más sonriente y feliz que de costumbre, lo cual ya era mucho decir, y una vez más abrió los brazos en aquel ademán que pretendía insinuar que él siempre tenía razón.

—¡Se lo dije! —señaló—. Les prometí que lo encontraría y yo siempre cumplo mis promesas.

El hombre del fusil, que vestía una larga chilaba y se cubría con un oscuro turbante, pareció llegar a la conclusión de que los recién llegados no presentaban un aspecto amenazador, por lo que gritó algo ininteligible para que en la puerta de la mayor de las jaimas hicieran su aparición un encorvado anciano y una tímida muchacha de graciosa figura y rostro casi angelical que observaban a los recién llegados con un innegable aire receloso.

El guía los saludó en un dialecto gutural e incomprensible y de inmediato se volvió a sus compañeros de viaje para aclarar:

—Éstos son Alí Bahar, el mejor cazador de nuestra tribu, su padre Kabul, el hombre más sabio y que más ha viajado de cuantos conozco, y su hija, la hermosa, dulce, hacendosa y virtuosa Talila. Por desgracia no hablan más que el dialecto local.

—¡Estamos buenos! —exclamó de inmediato un horrorizado Nick Montana—. ¿Ni una palabra de inglés?

—Ni siquiera de árabe. Son khertzan, y los khertzan son nómadas que tienen a gala no hablar más que su propio idioma. Yo constituyo una excepción porque tan sólo soy medio khertzan. Mi madre era yemení y cuando se quedó viuda se estableció en Dubai, donde o aprendes inglés o más vale que te tires al mar.

Tras meditar unos instantes Nick Montana afirmó repetidas veces con la cabeza al tiempo que comentaba seguro de sí mismo:

—De todos modos servirá. Dile a Alí Bahar que le pagaremos bien si viene con nosotros.

Salam-Salam repitió la propuesta en el dialecto local, pero pese a su larga disertación tan sólo obtuvo una corta y rotunda negativa, por lo que se volvió a quien le había dado la orden.

—Alí Bahar me comunica que bajo ningún concepto puede abandonar a su anciano padre y su joven hermana ya que constituye su único sostén y su única defensa.

—Adviértele que tan sólo será por tres o cuatro días y que no le llevaremos muy lejos —señaló en esta ocasión Marlon Kowalsky—. Lo único que pretendemos es estudiar su «gran defecto».

Una nueva consulta y una nueva y pormenorizada explicación, a las que siguió una nueva negativa.

—Alí Bahar argumenta que no le apetece que nadie estudie su defecto... —tradujo pacientemente el intérprete—. Y que basta un día para que los bandidos bajen de las montañas.

—Pero le pagaremos bien.

—Aquí el dinero no sirve de nada.

—¡Vaya por Dios! ¡Qué tipo tan cabezota!

—Desde luego que lo es, pero nos invita a cenar y nos ofrece la mejor de sus jaimas para pasar la noche.

—¡Muy amable! —masculló su interlocutor de mala gana—. Al menos comeremos caliente y por una vez desde que empezó este jodido viaje no dormiremos al raso.

Dos horas más tarde los restos de un cabritillo aparecían sobre los abollados platos de latón, mientras los cinco hombres tomaban tranquilamente el té a la entrada de la mayor de las tiendas de campaña, y la siempre hacendosa Talila concluía de recoger la «mesa».

El sol rozaba apenas la línea del horizonte cuando el desolado paisaje cobró de improviso una espectacular belleza al tiempo que cientos de aves que habían permanecido ocultas en sus nidos del farallón trazaban intrincadas piruetas en el aire.

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