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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

Alí en el país de las maravillas (7 page)

—Estoy completamente seguro.

—¿Y cómo puedes estar tan seguro de que llueve hacia arriba con esta oscuridad?

—¿Oscuridad? —se sorprendió Alí Bahar—. ¿De qué oscuridad me hablas? Hace sol, el día es precioso, los pájaros cantan, llueve de abajo arriba y todo está muy verde.

En su jaima del desierto el desconcertado Kabul se echó una manta sobre los hombros, salió al exterior, comprobó que era noche cerrada, extendió la mano hasta cerciorarse de que no caía ni una gota de agua y al fin masculló con voz airada:

—¿Por qué te empeñas en burlarte de tu anciano padre? Es de noche y hace años que no llueve. Y mucho menos hacia arriba. ¿Quién ha visto que llueva al revés?

—Lamento irritarte, padre. Sabes que te respeto más que a nadie en este mundo, pero te estoy diciendo la verdad.

—¡Ah, sí! —replicó el otro en tono irónico—. ¿Y qué es lo que crece con esa lluvia: patatas, tomates, cebollas, lechugas, ajos o pimientos...? ¿Y cómo crecen: de arriba abajo o de abajo arriba? ¿Acaso los árboles tienen la copa enterrada y las raíces al aire?

—No, padre. No crece nada. Sólo hierba. Sólo es una inmensa extensión de hierba muy verde y muy jugosa. Da gusto verla.

—¿Y cuántas cabras pastan en esa hierba?

—Ninguna.

—¿Ninguna? —repitió el viejo beduino—. ¿Pretendes hacerme creer que estás viendo una gran extensión de hierba en la que no hay cabras? ¿Ni camellos? ¿Ni vacas?

—¡Ni siquiera conejos...! —replicó su hijo con cierta timidez—. Lo único que veo son personas que golpean con un palo una pelota y se enfadan cuando no consiguen meterla en un pequeño agujero.

—¿Y para qué hacen eso?

—¡No tengo ni la menor idea! Pero cuando lo han conseguido la sacan con la mano y la golpean de nuevo para ir en busca de otro agujero que está mucho más lejos, más allá de los árboles.

—¿Y no les resultaría más sencillo meterla en el agujero con la mano y sacarla luego con el palo? Nunca imaginé que el mundo de los muertos fuera tan raro... —Reparó en los eternos gestos de Talila y añadió—: Tu hermana te recuerda lo de los pendientes.

—Los estoy buscando —le hizo notar Alí Bahar—. Pero cada vez lo veo más difícil porque aquí la gente hace unas cosas muy raras y me da la impresión de que quieren matarme.

—¿Y quién quiere matar a un muerto?

—Te repito que no estoy muerto —se lamentó amargamente su hijo por enésima vez—. Tengo un hambre de lobo porque no como nada desde que salí de casa, orino normalmente, y sobre todo tengo miedo porque no entiendo nada de lo que ocurre. —Lanzó un corto resoplido para concluir—: Y ésas son cosas que supongo que no les suceden a los muertos.

—¡No! Supongo que no —admitió tras meditar sobre el tema el bueno de Kabul Bahar—. Los muertos en ocasiones asustan, pero nunca tienen miedo puesto que ya no les puede pasar nada peor.

—No sabría qué decirte... —le hizo notar su abatido hijo—. Se dice que los muertos duermen un sueño eterno, pero te garantizo que lo que yo estoy viviendo es una auténtica pesadilla.

—¿Qué te dijo el imán?

—¿Imán? ¿Qué imán? Tal como me indicaste entré en el edificio más alto, pero tengo la impresión de que aquello no era una mezquita puesto que según me han contado en las mezquitas hay que quitarse los zapatos, y allí todos los llevaban puestos.

—¡No es posible! ¡Pero eso es casi una profanación...!

—Puede que lo fuera, pero allí nadie se arrodillaba a rezar. Se sentaban frente a unas máquinas parecidas al panel del coche en que me llevaron, todas llenas de luces.

—¿Y qué hacían?

—Introducían monedas, apretaban unos botones y mascullaban porque supongo que la moneda debería ser falsa y la máquina nunca se la devolvía. Entonces maldecían por lo bajo e introducían otra.

—¡Debe tratarse de gente muy estúpida!

—Mucho, puesto que lo más curioso es que, cuando de pronto, una de las máquinas empezaba a escupir montones de monedas que debían ser buenas, en lugar de llevárselas, volvían a introducirlas y volvían a maldecir. —Hizo una corta pausa—. Sobre todo las mujeres.

La joven Talila, que como siempre se había aproximado con el fin de pegar el oído a la mejilla de su padre para no perder detalle de la conversación, no pudo por menos que inquirir visiblemente sorprendida:

—¿Había mujeres en la mezquita?

—Ya he dicho que no creo que aquello fuera una mezquita. Y sí que había mujeres. Más que hombres.

—¿Y cómo iban vestidas?

—Con todo a la vista. Bueno... casi todo.

—¿No llevaban velo?

—Ni velo, ni nada.

—¿Y sus maridos las dejan andar por ahí poco vestidas y con el rostro descubierto?

—¿Y qué quieres que te diga? Tengo la impresión de que aquí las mujeres mandan más que los hombres. Incluso hubo una que me agarró por el brazo sin conocerme.

—¡No puedo creerlo!

—¡Pues créetelo, pequeña! ¡Créetelo! Aquí suceden las cosas más extrañas que puedas imaginar, y si esto es el paraíso como asegura nuestro padre, que venga Dios y lo vea...

—¡No blasfemes!

—No lo haré, aunque no será por falta de ganas, puesto que Alá me está sometiendo a una prueba demasiado dura y a veces temo que mi mente no está en condiciones de soportar cuanto me ocurre.

—Debes continuar confiando en él, puesto que todo cuanto ocurre sobre la faz de la Tierra tiene una razón de ser y el Señor siempre sabe lo que hace... —puntualizó la joven Talila en un tono que denotaba la sinceridad de su fe y la profundidad de su convencimiento.

—Pues si sabe lo que hace, me temo que se trata de un Ser Supremo de lo más cruel y caprichoso —rezongó su malhumorado hermano—. ¿Por qué consiente que aquí se derroche el agua hasta el punto de que llueve hacia arriba, mientras que desde que el mundo es mundo en nuestra tribu nos morimos de hambre por falta de agua con que regar nuestros campos?

—Tal vez se deba a que quienes habitan en ese lugar en que ahora te encuentras no creen en Dios y por eso se les conceden tantos bienes. A cambio de ello a nosotros se nos ha concedido algo mucho más valioso: la fe que nos conducirá a la felicidad eterna.

Alí Bahar estuvo tentado de responderle a su dulce y devota hermana que se sentía más que dispuesto a cambiar un poco de fe por una de aquellas masas de agua cristalina que había visto la noche antes, o por la lluvia que nacía del suelo, pero llegó a la conclusión de que no era aquél el lugar ni el momento apropiados para enzarzarse en una compleja discusión teológica, por lo que optó por señalar:

—Tal vez tengas razón, pequeña, y éste sea un pueblo abocado a la condenación eterna, pero resulta evidente que, de momento, parecen vivir cómodamente. —Hizo una corta pausa para añadir—: Y ahora tengo que cortar porque alguien se acerca. ¡Que tengáis un buen día!

—¡Que tengas una buena noche, hijo! —fue la desconcertante respuesta del anciano que, cosa rara en él, llevaba largo rato en silencio.

Alí Bahar apagó el aparato y se ocultó en lo más profundo de la espesura porque en esos momentos una pareja compuesta por una señora algo madura y un caddy muy joven se aproximaban fingiendo estar buscando una pelota perdida, pero en cuanto se adentraron en la espesura comenzaron a besarse apasionadamente para acabar revolcándose sobre la hierba de un claro que se abría a pocos metros de distancia.

El beduino aguardó paciente, escuchó los arrumacos de la pareja y comenzó a arrastrarse en dirección contraria, alejándose hasta desembocar en un calvero al otro lado del cual se alzaba una pequeña casa cuya puerta se encontraba abierta de par en par.

Escuchó, se aproximó, aguardó largo rato hasta cerciorarse de que no había nadie en el interior y cuando llegó a la conclusión de que no podían verle se deslizó dentro.

El lugar apestaba a sudor y aparecía repleto de armarios metálicos, pequeños bancos, media docena de mesas y sillas, algunos carros repletos de palos de golf y una larga hilera de perchas de las que colgaban varias gorras de distintos colores y toda clase de ropa.

En un rincón una de aquellas extrañas cajas que había visto la noche anterior permanecía encendida pero con el sonido muy bajo, y lo primero que llamó la atención del intruso fue el hecho de que la pantalla se encontraba ocupada por un individuo que se le parecía extraordinariamente, y que sobre una raída alfombra en lo que parecía una cueva mascullaba algo inaudible mientras aferraba con fuerza una pesada metralleta.

A los pocos instantes, y como por arte de magia, el mismo individuo se encontraba en pie, al aire libre y rodeado de una veintena de lo que a Alí Bahar se le antojaron bandidos que disparaban al aire modernos fusiles de repetición, y casi sin sucesión de continuidad surgió un niño muy rubio que bebía de una botella color naranja y sonreía alegremente sin tener en cuenta que por aquellos andurriales merodeaba gente armada y de aspecto más que inquietante, por lo que se arriesgaba a que le pegaran un tiro.

Cuando al poco rato el lugar del niño fue ocupado por un hombrecillo que no paraba de hablar, Alí Bahar decidió desentenderse de aquella extraña y sorprendente caja que conseguía hipnotizarle, para dedicar todos sus esfuerzos a buscar algo de comer.

No lo encontró, pero al ver la ropa colgada de las perchas, decidió que no le vendría mal cambiar su aspecto, en exceso parecido al del personaje que acababa de ver, por otro más acorde con las gentes con las que se había tropezado la noche antes por las calles, por lo que se despojó de la mugrienta chilaba y el largo turbante, sustituyéndolos por un mono verde y una roja gorra de visera.

Descalzo, barbudo y desgreñado, su aspecto no había mejorado en absoluto, quizá más bien todo lo contrario, pero íntimamente abrigaba la absurda esperanza de que a partir de aquel momento pasaría inadvertido entre la multitud de extraños viandantes.

Diez minutos más tarde distinguió a través de la ventana cómo una docena de hombres de negro uniforme, armados hasta los dientes, se deslizaban entre la espesura con exageradas muestras de precaución, hasta coincidir en el punto que él había abandonado poco antes, y al barruntar que venían en su busca se apresuró a abandonar sigilosamente los terrenos del campo de golf, perdiéndose de vista por entre la arboleda.

Apenas lo había hecho el coronel Vandal, jefe del Grupo de Acción Rápida de la agencia especial Centinela, dejó de reptar como un lagarto para ponerse en pie de improviso y ordenar:

—¡Alto! ¡Que nadie se mueva!

La jugadora de golf, que se encontraba de rodillas y con la frente apoyada en la hierba, cerró instintivamente los ojos al tiempo que lanzaba un desesperado lamento:

—¡Dios santo! ¡Mi marido!

El aterrorizado caddy, que permanecía igualmente de rodillas trabajando con ahínco a sus espaldas cesó en sus esfuerzos amatorios, alzó la mirada, recorrió uno por uno los agresivos rostros de la media docena de fornidos individuos que le apuntaban directamente con sus enormes armas y se limitó a inquirir con un hilo de voz:

—¡Pero bueno! ¿Cuántas veces te has casado?

En la luminosa habitación de un discreto y hasta cierto punto coqueto hospital de las afueras de Las Vegas, Marlon Kowalsky y Nick Montana, ambos con una pierna en alto, y el segundo con un collarín y un brazo en cabestrillo, ocupaban camas vecinas, y pese a que aparecían cubiertos de arañazos y magulladuras, se veían obligados a sufrir estoicamente la feroz reprimenda de un furibundo Philip Morrison.

—¡Habrase visto semejante par de imbéciles! —rugía el desquiciado director general de la agencia especial Centinela—. ¿A quién se le ocurre permitir que unos salvajes se apoderen de sus teléfonos? ¿Tenéis idea de la que están organizando esos hijos de mala madre?

—¡Pero jefe! —se lamentó amargamente el primero de los accidentados sintiéndose víctima de una inaceptable injusticia—. Usted nos ordenó que lo trajésemos costara lo que costase, y ése era el único modo que encontramos de que aceptara.

—Pues en menudo lío nos habéis metido —balbuceó el otro—. ¡Un verdadero desastre!

—¿Y qué culpa tenemos de que el avión se perdiese? Por cierto, ¿lo han encontrado?

—¡En el fondo de un lago del sur de Canadá! Y no es que tuviesen poca gasolina; es que cuando sonó el maldito teléfono el ordenador de a bordo se desquició y todo comenzó a marcar erróneamente...

—¡Menos mal! —suspiró Nick Montana—. Estaba francamente preocupado por la suerte de esos chicos.

—Pues están a salvo gracias a que en el último momento se lanzaron en paracaídas, pero como no iban vestidos para la ocasión están medio congelados. Pero lo peor no es eso; lo peor es que ahora muchos empiezan a sospechar que somos nosotros quienes hemos traído a ese cretino para hacerle pasar por Osama Bin Laden... Y no quiero ni imaginar lo que ocurriría si la prensa lo encontrase antes que nosotros.

—¡Pues mande a alguien en su busca en cuanto suene el teléfono! Lo pueden localizar de inmediato.

—¿Y qué crees que hemos hecho? —quiso saber el cada vez más malhumorado Philip Morrison—. Puse en alerta al Grupo de Acción Rápida, pero llegaron demasiado tarde, y lo único que encontraron fue a un macarra uruguayo tirándose a la esposa de un senador por Oregón.

—¿Barbara McCraken? —quiso saber de inmediato un interesado Nick Montana.

—¿La conoces?

—Todo el que haya pisado un campo de golf al oeste de Oregón conoce a Barbara McCraken... —intervino en tono abiertamente irónico Marlon Kowalsky.

—¿Y eso a qué se debe?

—A que el suyo es el único hoyo que hasta el más inexperto jugador es capaz de embocar a la primera.

—Tú siempre tan caballeroso y delicado —le recriminó su compañero de habitación que aparecía a todas luces molesto y casi hasta ofendido—. Y te he pedido mil veces que no menciones a Barbara.

—¡Oh, vamos, Nick! —le espetó el otro—. ¿Cómo puedes seguir suspirando por semejante golfista busca-pelotas? Siempre se las ingenia para tirar la bola a la zona más espesa del matorral, y una vez allí, en vez de una, encuentra dos. ¡Y con el palo incluido!

—Te aprovechas de que me he dislocado el tobillo, porque de lo contrario te ibas a enterar de...

—¡Ya está bien! —les interrumpió su desconcertado jefe—. Me importan un rábano las aficiones golfísticas o de cualquier otro tipo de la señora McCraken. Tenemos que borrar del mapa a ese beduino, y por lo tanto he ordenado que en cuanto localicen la señal de su teléfono le envíen una «paloma mensajera».

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