Read Alí en el país de las maravillas Online
Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
Tags: #Comedia, Aventuras
Alí Bahar se supo definitivamente acorralado.
Súbitamente se escuchó un amenazador silbido, por lo que los experimentados comandos se apresuraron a lanzarse de cabeza al suelo, e hicieron muy bien, puesto que a los pocos instantes una «paloma mensajera centinela 17» cruzó el aire, para ir a impactar con matemática precisión sobre el vacío helicóptero, que saltó hecho pedazos lanzando al aire una columna de fuego y humo.
En cuestión de minutos se convirtió en un amasijo de hierros retorcidos y calcinados.
Al poco se escuchó la ronca voz del excitado coronel Vandal que ordenaba perentoriamente:
—¡Todos a cubierto! ¡Todos a cubierto! Nos atacan con armamento pesado. ¡Retirada, retirada!
Sus hombres obedecieron de muy buena gana echando a correr montaña abajo como alma que lleva el diablo para ir a buscar refugio entre las rocas del fondo de la quebrada al tiempo que intentaban averiguar desde dónde les llegaba tan feroz y fulminante castigo.
Durante unos minutos que a muchos se le antojaron años cundió el pánico y el desconcierto.
El propio Alí Bahar era sin duda uno de los más asustados y desconcertados, puesto que ni por lo más remoto podía imaginar por qué sorprendente razón en aquel desquiciado mundo y cuando nadie se lo esperaba, se escuchaba de improviso un agudo silbido y los edificios y las máquinas saltaban por los aires hechos pedazos.
Transcurrió un largo rato en el que nadie, ni arriba ni abajo, osara mover un solo músculo aguardando otro ataque.
Los miembros del Grupo de Acción Rápida estaban agazapados y decididos a devolver el duro golpe en cuanto consiguieran averiguar dónde diablos se encontraba su peligroso enemigo.
Su «peligroso y estupefacto enemigo», estaba tumbado entre los matojos de la cima de la colina.
Al fin el coronel Vandal se arrastró hasta donde se encontraba el hombre que portaba la radio a la espalda y le ordenó que le pusiera en contacto con el director general.
Cuando tras un par de intentos fallidos consiguió escuchar la voz de Philip Morrison, éste le impidió ponerle al corriente de cuanto había ocurrido, puesto que se había apresurado a señalar en un tono de evidente satisfacción:
—¡Olvídese del tema, coronel! Hemos localizado al enemigo y le acabamos de enviar un cariñoso regalo que me comunican que ha dado justamente en el blanco.
—Pues siento decirle que el blanco era negro, señor —fue la áspera respuesta no exenta de una amarga ironía.
—¿Qué quiere decir con eso? —se alarmó su interlocutor temiéndose, como siempre, lo peor.
—Que su famosa «paloma mensajera centinela 17» acaba de convertir en chatarra un flamante helicóptero Halcón Peregrino Centinela 3 valorado en setenta millones de dólares.
—¡No me joda, Vandal!
—Le juro que en estos momentos, si pudiera, lo haría —fue la brusca y poco respetuosa respuesta.
—¡Parte de bajas!
—Una cabra.
—¿Cómo ha dicho?
—He dicho una cabra, señor. Nosotros hemos perdido un helicóptero de setenta millones de dólares y el enemigo una cabra que no creo que valga más de diez. —Hizo una significativa pausa para concluir—: Como continuemos por ese camino, es más que posible que nunca consiga derrotarnos, pero sí llevarnos a la ruina.
—Usted siempre tan pesimista, Vandal —le recriminó su jefe—. Considérelo como simples «daños colaterales» y aplíquese a la tarea de acabar con ese malnacido que supongo que debe encontrarse muy cerca.
—Será difícil, puesto que empieza a oscurecer, pero espero conseguirlo esta misma noche. Eso contando con que usted no continúe ayudándole como hasta ahora, claro está.
—¡Cuente con ello! —le tranquilizó su avergonzado superior—. ¡Y avíseme en cuanto lo hayan liquidado definitivamente!
—¿Lo quiere muerto? —se sorprendió el coronel.
—¡No lo quiero de ninguna manera, Vandal! —fue la seca respuesta—. ¡Entiéndalo bien! Lo mejor que nos puede y «nos debe» ocurrir, es que ese maldito terrorista no salga jamás de ese desierto.
—¿Ni vivo ni muerto?
—Ni vivo ni muerto —fue la seca respuesta—. Le ordeno que le haga desaparecer para siempre hasta el punto de que nadie pueda encontrar jamás su tumba. ¿Ha quedado claro?
—¡Muy claro, señor!
—Pues manos a la obra.
La comunicación se interrumpió; el malhumorado coronel lanzó un soez reniego, le devolvió el auricular al operador de radio, comprobó que la noche se aproximaba a toda prisa hasta el punto de que ya apenas se distinguía la cima de la colina y por último señaló secamente:
—¡Visores nocturnos!
La orden se corrió con rapidez de un lado a otro del cañón en que sus hombres se ocultaban.
—¡Visores nocturnos!
—¡Visores nocturnos!
—¡Visores nocturnos!
Al fin una voz anónima señaló con una cierta timidez y una absoluta inocencia:
—¡Se quedaron en el helicóptero!
La frase regresó como un eco.
—¡Se quedaron en el helicóptero!
—¡Se quedaron en el helicóptero!
—¡Se quedaron en el helicóptero!
—¡La madre que los parió! —no pudo por menos que exclamar el furibundo jefe del grupo—. ¿Cómo es posible?
—¡Cosas que pasan!
—Pero los visores nocturnos constituyen una parte esencial en el equipo de un comando.
—No a las cinco de la tarde y en pleno desierto, señor —le hizo notar su segundo en el mando.
—¿Y eso a qué viene?
—A que usted ordenó que nos moviéramos lo más rápidamente posible y por lo tanto dejamos a bordo todo lo que en esos momentos no resultara imprescindible. —El pobre hombre hizo una corta pausa para concluir con un hilo de voz—: Incluidas las cantimploras.
—¿Incluidas las cantimploras? —repitió su desolado superior.
—Eso he dicho, señor.
—¿Significa que no tenemos...?
—Ni una gota de agua, señor.
—¿Y qué sugiere?
—Pedir que vengan a buscarnos, señor.
—Usted siempre tan pesimista, Flanagan.
—No es que sea pesimista, señor. Es que pronto será noche cerrada y al amanecer un tipo que se ha criado en el desierto y que por lo que hemos podido comprobar se alimenta de serpientes y leche de cabra, estará ya en Chicago.
Todos los clientes, incluidos los que jugaban al billar, se detuvieron en sus actividades para quedar pendientes del enorme televisor que se encontraba en lo alto. Al final de la larga barra, y en el que había hecho su aparición el popular rostro de Janet Perry Fonda, la Mejor Reportera del Año, que comenzó a hablar a medida que tras ella aparecían las imágenes a que estaba haciendo referencia.
«Este es el vídeo privado de un casino de la ciudad de Las Vegas, en el que se puede advertir cómo, con tan sólo apretar un botón, el supuesto Osama Bin Laden volvió locas a las máquinas tragaperras. Cómo lo consiguió es algo que en estos momentos muchos expertos en el tema se continúan preguntando.»
Poco después surgió en la pantalla el rostro del policía motorizado con la cabeza aparatosamente vendada, que declaraba en tono airado: «Le bastó con mirarme para que sintiera un golpe en la nuca, por lo que quedé inconsciente durante más de tres horas».
Casi sin solución de continuidad el gordo, grasiento y ahora, al parecer, desolado cocinero, hizo su aparición ante los restos de su restaurante al tiempo que declaraba: «En el momento en que escapaba nos lanzó una extraña maldición y de inmediato se escuchó una explosión con lo que el negocio saltó por los aires. A mi modo de ver, ese hijo de mala madre es el diablo en persona».
Por último, la pantalla se llenó con el rostro del circunspecto coronel Vandal, que afirmaba con rotunda solemnidad: «Le teníamos acorralado cuando comenzaron a machacarnos con bombas incendiarias de gran potencia, lo que nos obligó a replegarnos puesto que el enemigo, al que no podíamos localizar, era evidentemente muy superior en número y armamento».
Tras Vandal cesó la catarata de distintas imágenes relacionadas con los últimos acontecimientos para quedar tan sólo en primer plano el rostro de Janet Perry Fonda que inquiría mirando fijamente a la cámara:
«¿Quién es este hombre, de dónde ha salido, y qué extraños y casi sobrenaturales poderes le protegen? ¿Es un simple terrorista, o un peligroso impostor que se hace pasar por el auténtico Osama Bin Laden y mantiene un pacto con fuerzas desconocidas que le permiten obrar semejantes prodigios?».
Como buena profesional que era, con años de experiencia a las espaldas, hizo una corta pausa para dar tiempo a que los telespectadores asimilasen cuanto acababa de decir antes de añadir:
«Esas son las preguntas que la opinión pública se hace y que mantienen en vilo a nuestros conciudadanos. ¿Dónde se encuentra ese hombre en estos momentos? ¿Por qué razón el gobierno guarda tan sospechoso silencio sobre este escabroso asunto? Si alguien le ve, que se mantenga alejado y se limite a avisar a las autoridades. Se supone que ellas sabrán lo que tienen que hacer».
Apuntó con el dedo directamente a la cámara en el momento de advertir casi mascando las palabras:
«¡Pero tengan mucho cuidado! ¡Ha demostrado ser un individuo sumamente peligroso!».
Ahora sonrió feliz y satisfecha de sí misma al concluir:
«Les habló Janet Perry Fonda para el Canal 7. Les mantendremos informados».
Uno de la docena de camioneros que se sentaban tras la barra y que habían permanecido muy atentos a cuanto se había dicho, apuró su cerveza para girarse hacia el gigantesco negro vestido de vaquero que se encontraba a su derecha y comentar:
—¡No me gustaría encontrarme con ese tipo por nada del mundo!
—¿Ni aunque te ayudara a desbancar un casino de Las Vegas? —quiso saber el otro.
—Ni aun así. Ya has oído lo que ha dicho el gordo; sin duda se trata del mismísimo diablo en persona.
—¡Y a mí que me cae bien! —fue la sorprendente respuesta.
Su interlocutor observó unos instantes a quien tenía delante sin sentirse capaz de disimular su perplejidad:
—¿Cómo que «te cae bien»? —inquirió—. Te recuerdo que se trata del mismísimo Osama Bin Laden, el hijo de la gran puta que, después del bombardeo de los japoneses en Pearl Harbor durante la última guerra mundial, más daño ha hecho a nuestro país.
—Si ese desgraciado es Osama Bin Laden, yo soy Cassius Clay —sentenció el camionero negro con absoluta naturalidad—. ¿Realmente crees que alguien que fue capaz de organizar lo que ese canalla organizó en Nueva York, y que por lo que cuentan los periódicos posee una de las mayores fortunas del mundo, se dedicaría a corretear por nuestro país arriesgándose a que cualquier desgraciado le corte el gaznate?
—Nunca se sabe de lo que es capaz de hacer un terrorista. Y no creo que tú seas más listo que los demás.
—No presumo de serlo, pero me consta que los terroristas suelen hacer cosas que provocan pánico, no gilipolleces.
—¿A qué gilipolleces te refieres?
—A hacer saltar las máquinas tragaperras de un casino propiedad de la mafia, permitiendo que un montón de estúpidos se lleven el dinero de esa pandilla de asesinos. A mi modo de ver las cosas, y te recuerdo que me paso la vida viajando a Las Vegas, ésa es una de las mayores gilipolleces que nadie haya hecho jamás.
—En eso puede que tengas razón. Esos italianos de chaqueta y corbata parecen muy finos y educados, pero en cuanto les tocas su dinero te cortan en rodajas como si fueras salami.
El negro asintió una y otra vez al tiempo que apuraba lo poco que le quedaba de su cerveza.
—Ese infeliz tiene de terrorista lo que yo de monaguillo... —insistió luego—, y apuesto a que acabará convertido en crema de cacahuetes sin que él mismo sepa por qué. Por eso me da pena y me cae bien.
—¿Y si no es Osama Bin Laden, quién demonios crees tú que es? —quiso saber el ahora dubitativo camionero.
—No tengo ni la menor idea —replicó el otro con absoluta sinceridad.
—¿Y por qué está en Las Vegas?
—¡Cualquiera sabe! Aunque en mi opinión y visto cómo funcionan las cosas en este país, no me sorprendería que en cualquier momento apareciese en esa misma pantalla anunciando una marca de copos de maíz. Imagínatelo cantando alegremente: «Si no quieres parecerte a Osama Bin Laden, desayuna cada mañana con los mejores cereales. Oklahoma Rainbow, el desayuno de las gentes de buena voluntad».
—¡Oye, pues no es mala idea! —admitió su compañero de barra—. ¡Sería un bombazo! ¿Acaso piensas dedicarte a la publicidad?
—Me lo estoy pensando porque estoy hasta las bolas de tragar millas por esas carreteras de mierda.
Hizo un gesto al barman al tiempo que dejaba un billete sobre el mostrador indicando que abonaba ambas consumiciones, y abandonó el abarrotado local para trepar a uno de los enormes camiones que se encontraban aparcados en la amplia y oscura explanada exterior.
Pocos minutos más tarde se había perdido de vista en la noche a bordo de su rugiente máquina, aunque nada se encontraba más lejos de su mente que la posibilidad de que el hombre del que había estado hablando hasta pocos minutos antes durmiera en aquellos momentos en la parte posterior de su vehículo, que avanzó en primer lugar por carreteras secundarias y más tarde por anchas autopistas hasta que al amanecer se distinguieron en la distancia los altos edificios de una extensísima ciudad.
Cuando poco más tarde el sol ganó altura y su luz penetró por entre las rendijas de la carrocería, despertándole, Alí Bahar continuó tumbado sobre un montón de sacos y junto a una gran caja de la que extrajo una enorme piña que observó con evidente desconcierto.
Tras olfatearla y cerciorarse de que jamás había comido nada que se le asemejase pareció no sentirse satisfecho con su aspecto, por lo que acabó dejándola donde estaba.
A continuación abrió uno de los sacos, metió la mano, tanteó hasta localizar una gruesa cebolla que sí pareció satisfacerle, puesto que comenzó a devorarla a grandes mordiscos.
Mientras lo hacía su vista recayó en una caja de latas de refrescos, se apoderó de una y la estudió con detenimiento tratando de adivinar cómo diablos se abría.
Al cabo de varios intentos consiguió levantar la palanca, observó su interior y al fin se la llevó a la boca intentando calmar su sed con un largo trago.
Casi de inmediato escupió con desagrado, estudió perplejo la extraña lata y acabó por limpiarse la boca y buscar una nueva cebolla que mordió con idéntica ansia que la primera.