Alí en el país de las maravillas (15 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

—¡Feliz Navidad! —repetía una y otra vez—. ¡Feliz Navidad!

La sencilla fórmula continuaba constituyendo un magnífico salvoconducto a la hora de desplazarse con absoluta libertad de un lado a otro, pero, no obstante, en aquella ocasión el beduino advirtió que un enorme automóvil negro de aspecto amenazador había hecho su aparición al final de la calle dirigiéndose directamente hacia él.

Le seguían cuatro coches de aspecto de igual modo inquietante, y ello le obligó a recordar a los violentos hombres de negro uniforme que por alguna extraña razón le perseguían con tan inusitada saña, y que habían demostrado ser capaces de encontrarle incluso en pleno corazón de las montañas.

Buscó a su alrededor una vía de escape.

La mayoría de las viviendas se encontraban cerradas, pero advirtió que un numeroso grupo de personas charlaban animadamente en uno de los jardines, por lo que se escabulló entre ellos, penetró en la casa y aventuró la más alegre de sus sonrisas al tiempo que hacía sonar su campana repitiendo una y otra vez:

—¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad!

Cuando al fin alcanzó el amplio salón repleto de invitados, al dueño de la casa, que aparecía tendido en un lujoso ataúd de caoba aguardando a que el severo coche fúnebre y su siniestra comitiva vinieran a buscarle para emprender el último viaje, no se le debió antojar que aquéllas pudieran ser unas fiestas especialmente alegres.

A su esposa y sus hijos tampoco.

El resultado lógico no fue otro que la expulsión, con caras destempladas y abundantes insultos, de un avergonzado Alí Bahar que no sabía cómo defenderse, pero que evidentemente no había tenido la más mínima intención, tal como la mayoría de los indignados presentes aseguraban, de faltarle el respeto a un pobre difunto.

Esa noche, perdido en mitad de una nada repleta de gente y de cosas, se vio obligado a dormir en el banco de un parque cubierto por unos periódicos en cuya primera plana aparecía, curiosamente, la foto del auténtico Osama Bin Laden.

Cayeron unas gotas que hicieron correr la tinta de tal modo que podría creerse que el terrorista había comenzado a llorar lágrimas negras, pero esas gotas no tardaron en degenerar en un auténtico chaparrón que despertaron al agotado beduino, que en lugar de correr a buscar refugio se limitó a ponerse en pie, abrir los brazos y alzar el rostro permitiendo que el agua le empapara puesto que para un hombre de las tórridas arenas aquél era un preciado bien que llegaba directamente del cielo y había que disfrutarlo.

Escasas veces a lo largo de su ya dilatada vida había visto llover con tanta intensidad, por lo que consideró un signo de buen augurio el hecho de que al fin algo empezara a cambiar en su triste destino.

Al amanecer, un tanto más animado, reanudó su eterno vagabundeo en busca de su amado desierto, pero pronto advirtió que la mayoría de los viandantes se volvían a mirarle e incluso algunos no podían evitar echarse a reír al verle.

No consiguió averiguar qué era lo que les ocurría hasta que al detenerse frente a una vidriera se vio reflejado de pies a cabeza.

Su disfraz de Papá Noel había encogido de forma sorprendente, los pantalones apenas le llegaban a las pantorrillas, la casaca a medio pecho y hasta el gorro se le había quedado pequeño y le bailaba sobre la espesa cabellera.

La barba blanca, ahora teñida de rojo, era la única parte del disfraz que mantenía su tamaño natural, pero pese a que impedía que se le reconociera, su ridículo aspecto llamaba poderosamente la atención.

Y a pesar de que en principio había supuesto que la lluvia era señal de buen augurio, comenzó a cambiar de opinión a partir del momento en que cayó en la cuenta de que, sin saber por qué extraña razón, había pasado a convertirse en el único representante visible de la curiosa secta de los hombres de rojo.

De la noche a la mañana no quedaba un solo barbudo golpeando campanas.

¡Ni uno solo!

Únicamente él que, avergonzado, dejó de gritar «¡Feliz Navidad!» con el fin de concentrarse en vagabundear a la búsqueda de un colega que pudiera aclararle a qué se debía tan inaudita deserción.

Ya no se distinguían árboles cuajados de luces ni adornos en las puertas y las ventanas, ya no se iluminaban alegremente las calles y las marquesinas y ya la gente no andaba cargada de cajas y paquetes envueltos en papel brillante a todas horas.

Pero, sobre todo, ya su disfraz no le permitía pasar inadvertido, sino que por el contrario parecía llamar poderosamente la atención de peatones, taxistas y policías.

¿Por qué?

Tomó asiento en el banco más apartado de una diminuta plazoleta y se estrujó el cerebro tratando de encontrar una explicación lógica a semejante cambio en la actitud de cientos de personas.

¿Por qué lo que ayer era natural, aceptable y simpático, se había convertido de pronto en algo extraño, llamativo y tal vez malo?

¿Por qué algunos groseros transeúntes se reían al verle, llevándose el dedo a la sien en un inequívoco ademán con el que pretendían hacer comprender que le faltaba un tornillo?

Él no estaba loco.

¡Eran ellos los locos!

Eran ellos los que cambiaban de opinión de la noche a la mañana.

Reanudó su marcha, más hundido que nunca, y al atardecer alcanzó el borde de un alto acantilado desde el que observó, absorto y maravillado, la inmensidad de un océano que reventaba con furia contra las rocas que se encontraban a treinta metros bajo sus pies.

Resultaba muy difícil adivinar qué era lo que pasaba en aquellos momentos por la mente de Alí Bahar, pero evidentemente el espectáculo que tenía ante los ojos le conmovía y le afectaba mucho más de cuanto de sorprendente hubiera visto durante aquellos últimos y más que agitados días.

Permaneció por lo tanto muy quieto, como si se encontrara en otra galaxia, hasta que sonó el teléfono y le llegó con la nitidez de siempre la voz de su anciano y venerado padre.

—¡Te saludo, querido hijo! Y de ese modo estoy seguro de no equivocarme con la hora del día. Hace tiempo que no sé nada de ti y eso me tiene muy preocupado. ¿Dónde estás y cómo te encuentras?

—Estoy todo lo bien que se puede estar en un lugar tan complicado como el que me ha tocado vivir, y en estos momentos me encuentro sentado frente al mar —replicó intentando que el tono de su voz no denotara la intensidad de su ansiedad, y tras una corta pausa como para conferir más énfasis a sus palabras añadió—: Tenías razón cuando asegurabas que no podía compararse con nada, y creo que en esta ocasión, y quizá por primera vez, te quedaste corto al contarme lo maravilloso que puede llegar a ser.

—Hace ya más de sesenta años que lo vi por última vez, y aún sueño a veces con él —replicó el viejo Kabul en un tono casi poético—. Dime... ¿Está furioso o se muestra tranquilo?

—No puedo saberlo, padre —señaló—. Es la primera vez que lo veo. A lo lejos parece muy tranquilo, pero aquí, bajo mis pies, se estrella contra las rocas lanzando nubes de espuma. Pero dime... —inquirió al poco—. ¿Por qué es salado? Si fuera dulce los desiertos se convertirían en un vergel...

—En un principio era dulce —fue la sorprendente respuesta del khertzan—. Por eso los seres humanos vivían en un paraíso en el que crecían toda clase de frutos. Pero por eso mismo, porque la vida era muy fácil, se olvidaron del verdadero Dios y comenzaron a adorar al sol, la luna y falsos ídolos. Entonces los ángeles se enfadaron y fueron a contarle a Alá lo que ocurría, pidiéndole permiso para aniquilar a la raza humana. Alá, que se encontraba almorzando en esos momentos, no sabía de qué le estaban hablando, y cuando se lo explicaron se limitó a coger el salero que tenía sobre la mesa y echar un poco de sal al mar al tiempo que decía: «Ahora vivir les costará un gran esfuerzo y se preocuparán de buscar a quien de verdad puede ayudarles».

—¿Quieres decir con eso que en el fondo la culpa de que el mar sea salado es de los hombres? —quiso saber un no muy convencido Alí Bahar.

—Como siempre, hijo mío —replicó seguro de sí mismo su progenitor—. La culpa de todo lo malo que les ocurre a los hombres, parte siempre de otros hombres.

Dino Ferrara, un hombre alto, elegante y muy bien parecido, de los que obligaban a volverse a las mujeres cuando pasaban a su lado, aparecía, no obstante, en aquellos momentos encorvado, con el costoso traje de Armani sucio y arrugado, y verdoso el color de una piel por lo general perfectamente bronceada, debido a que se encontraba sentado, tembloroso y con los ojos desencajados por el terror, al borde de una tosca fosa a medio cavar en un claro de un silencioso y espeso bosque.

—Pero ¿por qué me haces esto, Fredo? —farfulló una vez más casi entre sollozos—. Siempre fuimos amigos.

El rubio pecoso con pinta de matón de taberna que fumaba displicentemente sentado en el tronco de un árbol mientras un sudoroso hombretón continuaba profundizando en la fosa, se limitó a encogerse de hombros con gesto de obligada resignación.

—No es nada personal, Dino, y tú lo sabes —replicó con calma—, Bola de Grasa te quiere muerto, y si no le obedeciese mañana ocuparía yo ese agujero... —Bajó la vista hacia el hombre de la pala—. ¿No es cierto, Bob?

—¡Cierto, Fredo...! —admitió el llamado Bob sin ni siquiera molestarse en alzar el rostro para mirarle—. Al jefe no le gusta que le toquen a su chica...

—¡Pero si yo nunca la he tocado...! —se lamentó el infeliz Dino Ferrara alzando las maniatadas manos como si con ello pudiera aumentar la veracidad de sus palabras—. ¡Lo juro por mi santa madre!

—Ella asegura que te lanzaste encima y tuvo que salir corriendo.

—¡Si será golfa...! —se enfureció el condenado—. Era yo quien tenía que echar a correr porque me acosaba a todas horas y no estoy tan loco como para jugármela con la chica de Bola de Grasa... ¡Es la verdad, Fredo! ¡La única verdad!

—Y yo te creo, Dino —admitió el llamado Fredo en un tono que no daba lugar al equívoco—. Te creo porque me consta que lo que te sobran son mujeres y tienes fama de haberte cepillado a la mitad de las estrellas de Hollywood. Esa puerca no es digna de ti, pero órdenes son órdenes...

—¿Y no te remorderá la conciencia por haberle volado la cabeza a un amigo?

—Es posible que me remuerda durante un par de días —respondió su verdugo con encomiable sinceridad—. Pero si no te mato me pasaré el resto de mi vida esperando que cualquier «amigo» me vuele la cabeza, y desde mi punto de vista eso es peor. ¡Venga, Bob, deja eso y acabemos...! No por el hecho de que lo enterremos más profundo va a estar más muerto.

Su compinche obedeció dando por concluido el trabajo y en el momento de abandonar la fosa empujó dentro al atribulado Dino Ferrara, que cayó de rodillas y que pese a tener las manos atadas hizo un notable esfuerzo con el fin de erguirse y poder mirar de frente a quienes le iban a ejecutar a sangre fría.

—¡Al menos moriré de pie! —dijo—. ¡Dame un último cigarrillo...!

—¿Es que quieres morir joven? —inquirió burlón Fredo—. Ya debes haber oído eso de que «el tabaco mata», aunque bien mirado en este país muere más gente por culpa de una bala que de diez mil cigarrillos.

Hizo un leve gesto de asentimiento hacia su compañero que buscó en los bolsillos del condenado un paquete de cigarrillos y encajó uno en los labios encendiéndoselo a continuación.

—Yo también siento tener que hacerte esto, Dino, créeme —se disculpó—. Me has presentado un montón de tías buenas y no es la mejor forma de pagarte los favores, pero tú mismo decías siempre que quien se mete en este negocio tiene que estar a las duras y a las maduras.

—Es cierto, pero todas las chavalas que te proporcioné estaban duras, ninguna «madura», pero es cosa sabida que el infierno está empedrado con los corazones de los desagradecidos... ¡Perra vida ésta! Me la he pasado corriendo riesgos por acostarme con las mujeres que no debía y ahora me van a matar por no acostarme con la que debía...

En esos momentos, y a no más de una treintena de metros de distancia, hizo por unos instantes su aparición el rostro de Alí Bahar que había estado observando la escena oculto entre la maleza en que había pasado la noche, y que evidentemente parecía un tanto confundido, como si se sintiera incapaz de aceptar que estaba a punto de ser testigo de la ejecución de un hombre maniatado.

Este acabó por tirar a sus pies el cigarrillo y mascullar en tono de resignada aceptación de su triste destino:

—¡Cuando quieras, sucio esbirro!

—¡Para el carro! —le atajó el pecoso visiblemente ofendido—. El que te vaya a liquidar obedeciendo órdenes no te da derecho a insultarme. Ni soy sucio, porque me baño dos veces por semana, ni soy eso que me has llamado, que no sé qué diablos significa. Yo soy de Kansas, y si elegí la profesión de guardaespaldas es porque mis padres no pudieron enviarme a la universidad, o sea que procuremos guardar la compostura y solucionar este desagradable asunto como caballeros... —Comenzó a preparar pacientemente el silenciador de su pistola como si en verdad lamentara lo que se veía obligado a hacer, pero al alzar la vista descubrió de improviso la alta figura de Alí Bahar que avanzaba hacia ellos hasta quedar al otro lado de la tumba, observándolo todo con gesto interrogante—. ¡Vaya por Dios! —exclamó—. ¡Ya se están complicando las cosas! ¿Tú de dónde diablos sales, y quién te ha dado vela en este entierro...? —Sonrió divertido—. Y nunca mejor dicho...

Su compinche, que en cuanto había advertido que alguien se aproximaba había desenfundado también un arma, observaba de igual modo al recién llegado con curiosidad, pero sin denotar el más mínimo temor hasta que de improviso señaló sorprendido:

—¡Ahí va! ¡Pero si es Osama Bin Laden en persona! ¡El mentecato que está aterrorizando al país!

—¡Pues es verdad! —admitió Fredo sin dar la menor muestra de preocupación—. ¡El jodido Bin Laden que tanto asusta! ¡Pero a mí no me asusta, y ya que estamos aquí aprovecharemos para matar dos pájaros de un tiro! —Se volvió a Dino Ferrara para señalar alegremente—. ¡Mira por dónde vas a tener un compañero de tumba famoso!

—Prefería estar solo —fue la respuesta—. Este tipo huele a demonios y por lo que tengo entendido ni siquiera es cristiano.

—¡Y qué más da! Mañana los dos oleréis igual, y cristiano o musulmán os estaréis quemando juntos en el infierno por todo el resto de la eternidad.

Alzó el arma dispuesto a meterle una bala en la cabeza, pero sonaron dos disparos casi simultáneos y tanto Fredo como su amigo Bob se encontraron de pronto con los brazos destrozados por sendos balazos.

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