Read Alí en el país de las maravillas Online
Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
Tags: #Comedia, Aventuras
Estaba concluyendo su muy particular desayuno cuando advirtió que el vehículo se había detenido; al poco escuchó el ruido de la puerta del conductor al cerrarse y casi de inmediato le llegaron voces lejanas a las que siguieron un profundo silencio.
Aguardó un largo rato y cuando al fin se decidió a salir lo que vio le dejó estupefacto, puesto que había ido a parar a un gigantesco almacén en el que se amontonaban más alimentos de los que jamás imaginó que pudieran existir.
Se trataba de una gran nave subterránea en la que se apilaban sacos, cajas, fardos e incluso bidones que parecían estar aguardando a que alguien viniera muy pronto a llevárselos.
Al fondo distinguió media docena de hombres cubiertos con largos mandiles blancos que se afanaban trabajando sin haber reparado en su presencia, por lo que se escabulló en sentido contrario entre una ingente cantidad de mercancías que hubieran bastado para satisfacer las necesidades de su corta familia hasta el fin de sus días.
Pero el deambular del incrédulo beduino llegó a su punto culminante en el momento en que se enfrentó a un gigantesco acuario en el que nadaban peces, cangrejos y langostas en absoluta libertad, lo que tuvo la extraña virtud de anonadarle.
Para alguien que no había visto nunca un pez, el espectáculo resultaba en verdad hipnotizante, por lo que se quedó allí clavado y su desconcierto alcanzó su clímax en el momento de advertir que en la parte alta del acuario se abría una trampilla con el fin de que una especie de ancho cazamariposas se introdujera en el agua y capturara una esquiva langosta.
Aquél fue sin duda un momento clave en la vida de un Alí Bahar que acababa de descubrir que existían formas de vida de las que jamás había tenido la más mínima noticia.
Su sabio padre le había hablado en ocasiones de la inmensidad del mar y de las extrañas criaturas que lo habitaban, pero lo cierto era que jamás había podido imaginar qué aspecto tendrían o cómo respiraban o se movían, y el mero hecho de descubrirla ahora a través de un cristal, como si él mismo se encontrara en el fondo de ese mar, comprobando que la mayoría carecían de patas y que les bastaba una ondulación del cuerpo para avanzar y sin necesidad de salir a tomar aire, se le antojó lo más irreal e indescriptible que pudiese existir en el planeta.
Se acomodó sobre un saco de patatas y se quedó allí clavado durante más de media hora, siguiendo con la vista las evoluciones de unas criaturas fascinantes y muy distintas entre sí, intentando, sin él mismo darse cuenta, abrir un nuevo casillero en su mente; un espacio diferente que le permitiera aceptar, asimilar, y recordar en un futuro que en el mundo existía una hasta ahora desconocida dimensión que no era menos real por el hecho de que él nunca la hubiera conocido.
Le sacó de su abstracción un rumor de voces y se percató de que dos mujeres que también lucían un mandil blanco se aproximaban, por lo que se escabulló por una pequeña puerta que le condujo a un amplio baño, muy limpio y reluciente, con grandes espejos en los que se observó, para llegar a la lógica conclusión de que su aspecto era más bien deplorable.
Giró la vista a su alrededor y comprobó que se enfrentaba a tres lavabos con grifos curvos y brillantes pero sin sombra alguna de agua.
Buscó y rebuscó, apretó el único pitorro que parecía asequible y lo que obtuvo como premio fue un chorro de jabón líquido que olió y probó con la punta de la lengua para acabar escupiéndolo.
Resultaba más que evidente que lo que necesitaba era agua, pero el agua no aparecía por parte alguna.
De la pared de su derecha colgaba un secador de manos. Lo estudió, lo golpeó repetidas veces sin obtener resultado alguno, y cuando decidió inclinarse con el fin de mirar en su interior, se puso en marcha de forma automática enviándole directamente a los ojos un chorro de aire caliente.
Dio un respingo y se golpeó con la cabeza contra el lavabo por lo que no pudo evitar lanzar un sonoro reniego.
Cuando el dolor se le hubo pasado intentó tranquilizarse, meditó largo rato, llegó a la conclusión de que de allí no iba a obtener nada y se decidió a abrir una de las cuatro puertas que se encontraban a sus espaldas, tras las que descubrió otros tantos retretes.
Los examinó mientras se rascaba la barba, abrió la tapa de uno de ellos y dejó escapar un leve suspiro de satisfacción al descubrir al fin lo que venía buscando: ¡agua! Sin pensárselo se arrodilló ante la blanca taza y comenzó a lavarse concienzudamente con el agua que había en su interior.
Al concluir, extrajo del bolsillo los zarcillos que había comprado y se dedicó a limpiarlos con exquisito cuidado.
Justo en ese momento percibió una música estridente, lo que le hizo comprender que alguien había entrado en el baño, por lo que se apresuró a cerrar la puerta del retrete y aguardó paciente.
Alguien, que portaba una pequeña radio de la que surgía una pegadiza melodía, había penetrado en el habitáculo vecino de tal modo que, arrodillándose y mirando por la parte inferior, Alí Bahar podía verle los zapatos y parte de los pantalones.
Una fuerte pestilencia se apoderó muy pronto del lugar por lo que Alí Bahar cerró silenciosamente la tapa del retrete, se puso en pie encima y atisbo desde lo alto al compartimiento contiguo.
Lo que vio le dejó perplejo y ciertamente preocupado: un muchacho que vestía un mono blanco hacía sus necesidades en el lugar idéntico a aquel en el que él se había estado lavando la cara poco antes al tiempo que hojeaba una revista de chicas desnudas y canturreaba por lo bajo siguiendo el ritmo de la música.
Al comprender que evidentemente aquella agua no debía ser la más apropiada para el uso que le había dado se apoyó en la pared para resbalar y quedar sentado en la parte alta de la cisterna sin percatarse de que al hacerlo había presionado el botón que obligaba correr el agua.
Cuando el distraído muchacho concluyó de hacer sus necesidades, Alí Bahar le espió a través de una rendija de la puerta, por lo que se sorprendió al descubrir que del grifo del lavabo surgía ahora un fuerte chorro de agua muy limpia.
De nuevo a solas regresó junto al grifo con el fin de averiguar por qué extraña razón al maldito desconocido le proporcionaba agua en abundancia y a él no.
Una vez más se sintió harto frustrado al comprender que por más que mirara y remirara no conseguía obtener resultado alguno, y cuando al fin decidió inclinarse para mirar por bajo la plancha de mármol en busca de una respuesta se le cayó el revólver.
Lanzó un resoplido, lo recogió y optó por dejarlo en el interior del lavabo debido a lo cual el sensor automático que hacía funcionar el grifo obligó a éste a lanzar un chorro de agua que empapó el arma.
Casi al borde de un ataque de histeria, y convencido de que alguien a quien no conseguía ver, pero que debía permanecer oculto por las proximidades se estaba burlando de su ignorancia, el beduino emitió un sordo mugido, recogió el revólver, lo secó con el faldón de su camisa, se lo colocó en la cintura y en el momento en que se disponía a extender las manos para lavarse a gusto, el grifo cesó de manar.
Descubrió que en el enorme espejo la expresión de su rostro reflejaba la magnitud de su ira, pero incapaz de darse por vencido, tomó la aventurada decisión de colocar por segunda vez el revólver en el lavabo con lo que consiguió que el sensor permitiera que el agua hiciera una vez más su milagrosa aparición.
Cuando al cabo de un rato de asearse a fondo se sintió satisfecho, se acicaló como pudo la barba, secó meticulosamente el revólver y regresó al retrete con el propósito de recuperar los zarcillos de Talila.
Pero lógicamente éstos habían desaparecido arrastrados por el agua de la cisterna.
Por más que los buscó y rebuscó intentando incluso arrancar la taza del retrete, el indignado, desconcertado y casi estupefacto Alí Bahar no consiguió encontrarlos, por lo que al fin lanzó una sonora sarta de reniegos en su incomprensible dialecto para abandonar aquel embrujado lugar dando un sonoro portazo.
De nuevo en el almacén se percató de que había empezado a llenarse de operarios que iban y venían, por lo que, como no se encontraba con ánimos como para regresar al baño que le había deparado tan amargas experiencias, decidió ascender por una empinada escalera de caracol hasta alcanzar una nueva puerta que le condujo al aire libre.
Pero si sorprendente y desconcertante había resultado el irritante lugar que acababa de dejar atrás, más lo era sin duda el alocado panorama que ahora se ofrecía ante sus incrédulos ojos, puesto que lo primero que descubrió fue un precioso y casi irreal castillo que parecía extraído directamente de un fabuloso cuento de hadas.
El pato Donald, el ratón Mickey, los Tres Cerditos, e incluso una Blancanieves con sus siete auténticos enanitos de tamaño natural, desfilaban saltando y bailando en una explosión de música, luz y color en lo que constituía un fascinante espectáculo que resultaba un impacto ciertamente excesivo para alguien que en toda su vida no había visto más que un árido desierto y un puñado de cabras, pero que sin saber cómo acaba de emerger desde el mismísimo estómago, al corazón del parque de atracciones más famoso del mundo.
Alí Bahar estaba fascinado; tan fascinado como el más pequeño de los niños, y si no rompió a gritar y aplaudir al paso de las atractivas y perfectamente coordinadas majorettes que lucían largas melenas y cortas faldas plisadas fue por miedo a llamar la atención.
La masa humana le empujaba de un lado a otro, demasiado ocupada en contemplar tanta maravilla como para reparar en su presencia, y tan sólo un chicuelo pareció reconocerle, pero en cuanto le comentó a sus padres que había visto a un temido terrorista vagabundeando entre la multitud le atizaron un sonoro coscorrón que le impulsó a mostrarse más prudente en sus apreciaciones.
No obstante, a los pocos minutos un severo supervisor que portaba grandes gafas de concha y se esforzaba por mantener a todas horas la adusta expresión propia de quien considera que su misión es de vital importancia, se plantó ante él para espetarle en un tono de voz autoritario, seco y tajante:
—¿Y tú qué haces aquí? Si te has creído que has venido a disfrutar de las atracciones, ya puedes pedir tu cuenta y largarte.
Como advirtió que su oponente le observaba con la estúpida expresión de quien no tiene la menor idea de lo que le están diciendo, insistió aumentando, si es que ello era posible, la severidad de su tono:
—¿Qué pasa? ¿Es que no hablas mi idioma? Tu puesto está allí, en la Casa del Miedo, a la derecha de Hitler y a la izquierda de Saddam Hussein, o sea que ya te estás largando, que aquí tan sólo pueden estar los que han pagado su entrada. ¡He dicho que fuera!
Para el infeliz beduino tan prolija explicación sobre sus supuestos deberes y derechos carecía por completo de sentido, sobre todo por el hecho indiscutible de que no había conseguido descifrar ni una sola palabra de cuanto le habían dicho, pero de lo que sí tenía clara conciencia era de que un caballero, que por su elegante vestimenta y su aspecto autoritario podía ser muy bien el dueño de todo aquel maravilloso mundo, le estaba indicando con la mano que abandonase su propiedad, y su anciano y muy sabio padre le había enseñado desde niño que toda persona honrada tenía la obligación ineludible de respetar la propiedad ajena.
«Del mismo modo que no nos gustaría que un extraño viniera a beberse el agua de nuestro pozo sin pedirte permiso, a los extraños no les agrada que bebamos de su pozo si no desean que lo hagamos —solía decirle—. En eso estriba el secreto de la convivencia en paz.»
A Alí Bahar le hubiera gustado poder quedarse un poco más allí, disfrutando de las canciones y los bailes del pato Donald o los Siete Enanitos, y sobre todo de las acrobáticas evoluciones de las bellas muchachas de minifaldas rojas, pero al fin optó por dar media vuelta, inclinar tristemente la cabeza y alejarse de tan prodigioso lugar como un pobre perro apaleado.
Janet Perry Fonda observó larga y pensativamente al casi escuálido personaje que parecía aún más delgado puesto que se sentaba frente a ella en un aparatoso sofá de color amarillo chillón que ocupaba el centro de un enmoquetado y vistoso salón cuyos grandes ventanales permitían distinguir el mar de luces de la ciudad de Los Ángeles.
—Oficialmente —decía su huésped en esos momentos— la agencia para la que trabajo no existe; por lo tanto yo como funcionario tampoco existo, y al no conocer ni siquiera mi verdadero nombre, todo cuanto aquí le diga no le servirá más que para tener una idea de hacia dónde debería encaminar sus pasos.
—¿O sea que es una especie de Garganta Profunda del Caso Watergate? —comentó la Reportera del Año en tono levemente irónico.
—Veo que se lo toma a broma.
—¡No, por Dios! No me lo tomo a broma porque el tema es muy grave. ¿De modo que usted fue quien trajo a ese hombre a Estados Unidos? —El otro asintió con un leve ademán de cabeza—. ¿Por qué?
—Porque por lo visto alguien parece haber llegado a la conclusión de que un Osama Bin Laden vivo constituye un tremendo peligro para la sociedad, pero si se le mata echa a perder los planes de quienes pretenden continuar aprovechándose del miedo que provoca.
—Parte de razón tienen.
—¡Tal vez! —Marlon Kowalsky extendió la mano, tomó su copa, bebió despacio y al poco añadió—: La solución que se les ocurrió fue encontrar un doble que garantizase la perdurabilidad del peligro, y que al propio tiempo dijese e hiciese en público tal cantidad de insensateces y barbaridades, que incluso sus propios seguidores opinaran que estaba loco.
—Como idea no parece mala, y muy propia de una mente tan retorcida como la de Colillas Morrison, si es que como imagino es quien se encuentra al frente de esa misteriosa agencia.
—No pienso responder a eso.
—Ni yo se lo pido —le tranquilizó la reportera—. Lo que sí me gustaría saber es dónde encontraron a ese desgraciado que se parece a Bin Laden como si fuera su hermano gemelo y supongo que eso sí estará en disposición de decírmelo. ¿De dónde lo sacaron?
—De un desierto de Oriente Próximo. No le daré más detalles, pero le aseguro que ese pobre infeliz jamás ha hecho daño a nadie y tan sólo se preocupa de cuidar de su rebaño de cabras, su anciano padre y su joven hermana.
—Entiendo —admitió extendiendo la mano para apoderarse de la copa que estaba sobre la mesa—. ¿Y por qué ha decidido venir a verme?