Read Alí en el país de las maravillas Online
Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
Tags: #Comedia, Aventuras
—¿Una «paloma mensajera»? —repitió escandalizado Marlon Kowalsky—. ¿Está dispuesto lanzarle a ese infeliz una «paloma mensajera centinela 14» de las de verdad?
—¡Y tan de verdad! Y no una «centinela 14», sino una auténtica «centinela 17» de última generación, con un margen de error de apenas un metro.
—¡Qué barbaridad!
—En cuanto vuelva a conectar ese maldito aparato y hable más de tres minutos le localizaremos y le mandaremos el regalo de tal modo que en un abrir y cerrar de ojos ese sucio terrorista habrá desaparecido del mapa.
—¡Pero no se trata de un sucio terrorista! —le hizo notar el otro—. No es más que un pobre cabrero, ¡muy sucio, eso sí!, que debe sentirse aterrorizado porque no entiende nada de cuanto le está ocurriendo en un país extraño en el que todo el mundo le acosa.
—Y si no es terrorista, ¿por qué emplea una clave indescifrable? —le espetó en tono agresivo Philip Morrison como si se tratara de una verdad incuestionable—. ¿Eh? ¿Por qué?
—No se trata de ninguna clave indescifrable —fue la lógica respuesta del hombrecillo del tobillo dislocado—. Es su dialecto. Ese pobre hombre no habla más que khertzan.
—Pues ya conoce las normas de la agencia: todo el que no hable inglés es sospechoso de terrorismo. Y el que hable un idioma que no entendemos, culpable.
—Un poco drástico, ¿no le parece?
—No; no me lo parece. Es la forma de pensar del presidente Bush: se está con la invasión de Irak y por lo tanto con nosotros, lo cual quiere decir que se habla como Dios manda, o no se está con la invasión de Irak y contra nosotros, y a ése hay que darle caña.
—No creo que sea demasiado justo.
—En nuestra profesión no hay lugar para la justicia —fue la dogmática respuesta—. ¡Ni para la compasión! Tenemos que acabar con ese cabrero y borrar toda huella de su existencia antes de que alguien lo encuentre, comience a atar cabos y nos arruine los planes futuros.
Extrajo del bolsillo de la camisa un cigarrillo y un diminuto mechero, pero en el momento en que hizo ademán de encenderlo Nick Montana le suplicó:
—No, por favor, jefe... ¡No lo haga! Aquí no se puede fumar.
—¡Vete al carajo y déjame en paz con tantas prohibiciones! —casi rebuznó su superior que a duras penas mantenía el control sobre sus nervios—. Ya tengo bastante con las broncas que me organizan la histérica de mi mujer y la cretina de mi secretaria. En los momentos de crisis necesito fumar. Es lo único que me calma los nervios.
Prendió el cigarrillo, le dio una larga calada, cerró los ojos como si le estuviera invadiendo un profundo placer, pero casi de inmediato los sensores de humo se pusieron en marcha y del techo comenzó a caer una densa cortina de agua mientras Nick Montana mascullaba entre dientes:
—¡Se lo advertí! Aquí dentro no se puede fumar.
Un perro de aspecto triste y largas orejas aparecía tumbado ante su destartalada caseta en el momento en que un gordo cocinero hizo su aparición en la puerta posterior del cochambroso restaurante que se elevaba, mugriento, desconchado, astroso y solitario, al borde de una solitaria y polvorienta carretera comarcal, con el único propósito de depositar en el plato del chucho un maloliente montón de desperdicios.
En cuanto el gordo desapareció por donde había venido, el animal comenzó a devorar la repugnante bazofia con manifiesto apetito hasta que de pronto un ruido llamó su atención, alzó el rostro y lo que vio debió aterrorizarle puesto que de inmediato emitió un leve lamento y acudió a buscar refugio en su caseta con el rabo entre las piernas.
No era para menos; lo que había visto no era otra cosa que al beduino Alí Bahar que había surgido de entre los setos que separaban el diminuto patio trasero del restaurante de un bosquecillo cercano.
Y es que Alí Bahar, que había hecho su aparición descalzo y vistiendo un mono verde que apenas le alcanzaba a las pantorrillas, con la negra barba que le llegaba hasta la mitad del pecho y cubriéndose la alborotada pelambrera con una roja gorra de estrecha visera demasiado pequeña, era como para ponerle los pelos de punta a un dóberman.
El recién llegado tomó asiento en el escalón de la puerta para dedicarse a engullir sin el menor reparo ni gesto de repulsa el hediondo comistrajo de un perro que le observaba sin osar intervenir, y mientras comía con envidiable apetito, como si semejantes desperdicios fueran lo mejor que se había llevado nunca a la boca, su vista recayó en un periódico que aparecía justo junto a la basura y en cuya primera plana se distinguía una enorme fotografía de Osama Bin Laden al que algún gracioso le había pintado unos grandes cuernos y un tridente.
Lo tomó, lo observó con especial detenimiento pese a que no podía entender nada de cuanto allí se decía, y al fin extrajo el teléfono para marcar la tecla que sabía que le comunicaba con su casa.
—¡Buenos días, padre! —saludó con su habitual cortesía—. ¡O buenas noches, según te plazca!
—¡Buenas noches, hijo!
—¡Raro sería que nos pusiéramos de acuerdo! Espero que alguna vez acierte y coincidamos... —Hizo una corta pausa mientras concluía de mondar un hueso ya más que mondado para añadir al poco—: Perdona que te moleste si estabas durmiendo, pero es que tengo que hacerte una pregunta bastante importante y delicada... —Aguardó de nuevo como si le costase un gran esfuerzo lo que iba a decir, pero acabó por decidirse—. ¿Recuerdas si de joven tuviste alguna aventura en la capital?
—¿Qué clase de aventura?
—Amorosa, naturalmente.
—¿Y a qué viene semejante pregunta? —quiso saber el anciano en tono áspero y casi ofendido—. No creo que sea el momento más oportuno para hablar de mi pasado.
—¡Desde luego que no, padre! —admitió un compungido Alí Bahar—. Y de nuevo te pido disculpas, pero es que he descubierto que aquí existe un tipo que parece mi hermano mayor y al que todo el mundo anda buscando porque por lo visto le tienen bastante manía.
—¿Hermano...? —se escandalizó el anciano—. Pero ¿qué tonterías dices? Siempre he sido un hombre honrado. ¡Rotundamente, no!
—¡Qué raro! ¿Y mamá? ¿Tú crees que antes de conocerte mamá pudo haber tenido algún hijo?
—Pero ¿cómo te permites dudar de la honorabilidad de tu madre? —aulló el indignado Kabul—. ¿O de la mía? Los dos llegamos vírgenes al matrimonio...
—En ese caso no entiendo que pueda existir alguien tan increíblemente parecido a mí —musitó casi para sí mismo Alí Bahar.
Se hizo un corto silencio, y al poco, su viejo progenitor señaló casi ininteligiblemente:
—Ahora que recuerdo, tu madre tenía un hermano muy listo pero muy raro, que emigró siendo apenas un muchacho, y que por lo que me contaron se hizo famoso en Arabia.
—¿Famoso por qué?
—Por algo, aunque nunca supe exactamente a qué se dedicaba —reconoció el otro—. Desde que tu madre, que Alá tenga en su gloria, murió, dejé de tener contacto con su familia.
Alí Bahar, que le había dado lo poco que quedaba del hueso al perro al que ahora acariciaba y con el que parecía haber entablado una buena amistad, meditó sobre lo que acababa de oír mientras prestaba atención porque le había llegado el desacompasado rumor del motor de un vehículo que al parecer se había detenido ante la puerta del restaurante.
—¿O sea que puede que este tipo sea mi tío, o tal vez mi primo...? —inquirió al poco.
—¡No te diría yo que no!
—¡Pues menuda gracia me está haciendo porque por su culpa la tienen tomada conmigo y no me dejan en paz!
En ese mismo instante Philip Morrison rugía por teléfono:
—¿En un restaurante a cuarenta millas de Las Vegas...? ¿Cuánto tardará en llegar? ¡De acuerdo! ¡Disparen! ¡He dicho que disparen! ¡Es una orden y yo asumo toda la responsabilidad!
Mientras tanto, al otro lado del mundo, y tumbado en su humilde estera, el preocupado Kabul quiso saber:
—¿Y no puedes hablar con alguien y explicarle el problema...? Tal vez la policía te ayude.
—¿La policía...? —se sorprendió su hijo—. En cuanto me ve un policía se desmaya o me dispara.
—¿Y eso por qué? No has cometido ningún delito.
—¡Naturalmente que no! Pero sospecho que me atribuyen los de ese individuo, sea o no mi tío o mi primo.
—Cuéntales la verdad.
—¿Y cómo lo hago? Todo esto me tiene muy desconcertado y no sé qué hacer ni a quién recurrir porque tengo la impresión de que aquí nadie habla nuestro idioma. —El pobre beduino lanzó un hondo suspiro con el que pretendía mostrar la magnitud de su desolación—. Y ahora voy a dejarte —añadió, aunque resultaba evidente que le dolía hacerlo—. Me está llegando un olor que me trae recuerdos maravillosos...
Colgó, acarició por última vez al perro, se puso en pie y comenzó a olfatear el aire como si efectivamente el más atrayente de los aromas acabara de asaltarle, por lo que siguió el rastro, girando en torno a la miserable casa para llegar a la siguiente esquina y enfrentarse a una herrumbrosa y despintada camioneta en cuya parte trasera se distinguían una gran jaula repleta de conejos y tres cabras.
Se aproximó a ellas, las acarició y acabó por hundir el rostro en el lomo de la mayor, aspirando profundamente como en éxtasis puesto que resultaba evidente que su olor le traía hermosos recuerdos de su vida pasada, sus largos nomadeos por el desierto y su perdido hogar.
—¡Oh, queridas, queridas mías! —exclamó alborozado—. ¡Qué alegría encontraros! ¡Sois la primera cosa civilizada que veo en tres días...! ¿Tú cómo te llamas? ¡Gracias, gracias! Yo también te quiero. ¿Este es tu cabritillo? ¡Qué lindo! ¿Cuántos meses tiene?
Se interrumpió porque en la puerta del restaurante habían hecho su aparición un hombre y una mujer humildemente vestidos a los que perseguían el grasiento cocinero y un camarero igualmente malencarado hasta el punto que se les diría hermanos, y que blandían con gestos amenazadores sendos bates de béisbol.
—¡Fuera! —aullaba el primero—. ¡He dicho que fuera! Aquí no se admiten negros, hispanos ni árabes.
La pareja escapó aterrorizada en dirección a la camioneta, subió a ella y el hombre la puso en marcha mientras sus perseguidores continuaban haciendo gestos de estar dispuestos a apalearlos.
Cuando los hispanos comenzaban a alejarse el cocinero reparó en Alí Bahar, al que evidentemente no reconoció puesto que se aproximó esgrimiendo cada vez más amenazadoramente su arma.
—¡Y tú, fantoche! —le espetó furioso—. ¿De qué diablos vas vestido? ¡Lárgate también o te rompo la crisma!
Alí Bahar comenzó a retroceder seguido por los dos energúmenos que reían a carcajadas mientras intentaban rodearle, pero la camioneta se detuvo en esos momentos y la mujer le hizo señas para que se uniera a ellos.
—¡Venga, señor! —gritó en castellano—. ¡Venga! ¡Corra o ese par de bestias le descalabran! ¡Rápido!
Alí Bahar dudó unos segundos en reaccionar y a punto estuvo de echar mano al revólver de Marlon Kowalsky, pero pareció llegar a la conclusión de que aquélla no era la mejor solución a sus muchos problemas por lo que optó por encaminarse a la camioneta saltando a la parte posterior para ir a caer junto a sus amadas cabras y la jaula de conejos.
Su conductor metió la marcha, aceleró y el vehículo comenzó a alejarse entre una nube de polvo seguido por las risas de quienes se entretenían en lanzarles gruesas piedras.
—¡Fuera, fuera! —gritaban dando saltos como si aquello fuera lo más divertido que les hubiera ocurrido en mucho tiempo—. ¡Éste es un local decente en el que no se admite a una escoria semejante! ¡Como volváis por aquí os vamos a moler a palos!
Comenzaron a bailotear cogiéndose de los hombros, felices por su hazaña, pero de pronto enmudecieron puesto que se escuchó un amenazador silbido, algo cruzó sobre sus cabezas y una «paloma mensajera centinela 17» fue a reventar con tremendo estrépito sobre el cochambroso restaurante, que saltó por los aires convertido en astillas.
Los cascotes fueron a caer sobre el cocinero, el camarero y el triste perro que escapó entre aullidos, mientras sentado en la parte posterior de la camioneta Alí Bahar contemplaba la escena sin acertar a entender qué demonios había sucedido.
Un par de horas más tarde, al caer la noche, el desvencijado vehículo se había detenido en mitad del desierto, no lejos de una estrecha carretera comarcal por la que, muy de tanto en tanto, cruzaba algún que otro camión que dejaba a sus espaldas una nube de polvo.
Sobre las brasas de una pequeña hoguera se terminaba de asar uno de los conejos de la jaula, mientras Alí Bahar y la pareja de mexicanos aguardaban pacientes a que se encontrase a punto.
En un momento determinado, y justo cuando comenzaba a dividir la improvisada cena en trozos que iba colocando sobre descascarillados platos que en otro tiempo debieron ser muy hermosos, la mujer comentó en castellano, y como si en lugar de estar refiriéndose a su estrafalario invitado estuviera hablando de lo que iban a consumir:
—Tú mírale con disimulo —le pidió a su marido—. Pero fíjate con mucho cuidado, porque a mí que me da la impresión de que he visto a este tipo en alguna parte.
—¡Pero qué cosas tienes! —le reconvino el aludido—. Apenas llevamos dos semanas en Estados Unidos, hasta ahora no hemos visto más que coyotes, y ya empiezas a imaginar que conoces gente.
—No tiene una cara normal, con esa barba tan larga y esos ojos que parecen estar siempre echando fuego —insistió ella tercamente—. Por eso te repito que a mí esa cara me suena.
—No es más que uno de tantos gringos —insistió el pobre hombre al tiempo que le daba el primer mordisco a una humeante pata del conejo—. Basta con ver cómo va vestido.
—Tampoco tú vas como para un desfile.
—Pero es que yo soy mexicano. Y pobre. Y a éste no se le entiende una palabra, por lo que resulta evidente que es americano.
—Tampoco entendíamos una pinche palabra de lo que decían los coreanos de la tienda de ultramarinos —le hizo notar ella.
—¡No es lo mismo! Y aquéllos eran amarillos y con cara de coreanos. Lo primero que tenemos que hacer es aprender inglés. —Se dirigió directamente a Alí Bahar al tiempo que señalaba una y otra vez el conejo y repetía con marcada insistencia—: ¡Conejo! ¡Conejo! ¿Cómo se dice «conejo» en inglés?
El interrogado se esforzó por prestar atención, dudó un corto espacio de tiempo, pero al fin pareció comprender qué era lo que el otro quería saber porque respondió con la más luminosa de sus sonrisas: