Read Alí en el país de las maravillas Online
Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
Tags: #Comedia, Aventuras
—Yo me limito a hacerlo.
—No somos robots.
—Nos pagan por serlo, y gracias a ello tienes dos casas, tres coches y un sinfín de amantes. Si no le haces ascos al cheque de fin de mes, no tienes derecho a hacerle ascos al trabajo.
—No es tan sencillo como lo pintas.
—¡Lo es! ¡Tan sencillo como eso!
Permanecieron en silencio observando a través de las redondas ventanillas cómo el sol se ocultaba en el horizonte, hundido cada uno de ellos en sus pensamientos, hasta que se escuchó el repicar del teléfono que Alí Bahar guardaba en su chilaba, con lo que de inmediato las luces del avión comenzaron a parpadear, se escuchó un pitido de aviso y el avión comenzó a descender con inusitada brusquedad.
—¡Maldito trasto...! —no pudo evitar exclamar Marlon Kowalsky—. ¡Nos va a matar a todos!
Al poco la llamada se interrumpió, con lo que el Hércules recuperó de inmediato la estabilidad y continuó volando en la total oscuridad de una noche cerrada.
Una hora más tarde, iluminados apenas por una triste bombilla, los tres hombres dormían ajenos a cualquier tipo de peligro. De improviso, la puerta que comunicaba con la cabina de mandos se abrió e hizo su aparición un copiloto de rostro preocupado que agitó nerviosamente a Nick Montana y Marlon Kowalsky.
—¡Despierten! —suplicó—. Algo extraño ha ocurrido con los sistemas electrónicos del aparato.
—¡El puñetero teléfono! —masculló un adormilado Marlon Kowalsky—. Me lo estaba temiendo. ¿Cuál es el problema?
—Parece ser que se nos está agotando el combustible, aunque en realidad no lo sabemos con exactitud. Tampoco tenemos una idea muy clara de dónde nos encontramos en estos momentos.
—¡Pues vaya una gracia! —se lamentó el escuálido hombrecillo—. ¿Y qué demonios va a ocurrir ahora?
—No lo sé, pero mi consejo es que se lancen en paracaídas antes de que este trasto se venga abajo.
—¿Lanzarnos en paracaídas? —se horrorizó Nick Montana comenzando a sudar de nuevo pese a que la temperatura se mantenía estable—. ¿Es que se ha vuelto loco?
—Creo que sería lo mejor... —fue la sincera respuesta—. Nosotros intentaremos aterrizar en algún lado. Con tanto viento cruzado y esta oscuridad va a resultar muy peligroso, aunque siempre nos queda el recurso de utilizar los asientos eyectables en el último momento.
—¿Y lanzarse en paracaídas de noche y con viento no es peligroso? —casi sollozó su interlocutor.
—¡Desde luego! Pero mucho menos que aterrizar Dios sabe dónde ni cuándo.
Nick Montana hizo un significativo gesto hacia Alí Bahar, que roncaba mansamente en su camastro. —¡Pero es que el mochuelo continúa dormido! —comentó a modo de excusa—. ¡Como un lirón!
—¡Mejor para él! —argumentó en su contra el copiloto—. Así no se enterará de nada... —Le interrumpió la sorda explosión de un motor que fallaba, por lo que insistió nervioso—: ¡Decídanse de una vez, que nos vamos al suelo y yo no me hago responsable de lo que ocurra aquí atrás...!
—¡La puta que parió al que inventó esos teléfonos...! —rezongó un aterrorizado Marlon Kowalsky—. ¡Esto sí que no estaba en el programa! ¿Y si caemos al mar?
—¿Qué mar, ni mar...? —le espetó malhumoradamente su interlocutor—. ¿Acaso me cree tan imbécil como para dejarles caer en el mar? Estamos volando sobre tierra firme...
Quiso añadir algo, pero en ese momento el avión dio un bandazo seguido de una brusca caída, por lo que optó por extraer de un armario tres paracaídas y comenzar a colocarle uno a Alí Bahar, que constituía a todas luces un peso muerto.
A los pocos minutos, y entre explosiones de motor cada vez más frecuentes, se abrió la ancha rampa trasera, y enganchando los tres mosquetones a un cable del techo Nick Montana y Marlon Kowalsky hicieron un triste y pesimista gesto de despedida con la mano, empujaron al vacío al ausente Alí Bahar y se precipitaron de inmediato tras él.
El atribulado copiloto no pudo hacer otra cosa que gritarles poniendo en ello su mejor voluntad:
—¡Buena suerte y cuidado al caer!
Los paracaídas se abrieron de inmediato pero el fuerte viento los lanzó en distintas direcciones; mientras descendía, Alí Bahar abrió un momento los ojos pese a que continuara entre sueños, observó las luces del avión que se alejaba, se volvió hacia una tímida luna que acababa de hacer su aparición en el horizonte, sonrió beatíficamente y de improviso inclinó la cabeza y se volvió a quedar profundamente dormido.
Al amanecer, un renqueante Marlon Kowalsky cubierto de polvo de los pies a la cabeza, y que no cesaba de llevarse las manos a los doloridos riñones, vagaba por el desierto luchando contra el fortísimo viento.
Lanzaba desesperados alaridos mientras un sol que apenas se distinguía por culpa de la espesa nube de polvo que se había adueñado del paisaje comenzaba a crecer en el horizonte.
—¡Nick...! —gritaba como un poseso—. ¡Ali...! ¡Nick! ¡Bahar! ¿Dónde estáis...? ¡Bahar! ¡Nick! ¡Contestad, por favor...!
Al fin, tras más de una hora de vagabundear de un lado para otro, llegó hasta sus oídos un lejano lamento:
—¡Aquí...! ¡Aquí...! ¡Marlon! —gritaba casi histéricamente el malhumorado gordo—. ¡Socorro, Marlon!
Su compañero de fatigas se detuvo a escuchar, se frotó los ojos cubiertos de tierra, atisbó hacia todos lados y al fin le descubrió apoyado contra una roca y abrazado aún a su destrozado paracaídas. Corrió hacia él para inclinarse a su lado.
—¡Gracias a Dios! —exclamó feliz aunque evidentemente inquieto por el demacrado aspecto que ofrecía el por lo general abotargado rostro de su amigo—. ¿Cómo te encuentras?
—Creo que me he roto la pierna y me he dislocado el brazo —replicó el interrogado con sorprendente naturalidad—. ¿Dónde está Alí Bahar?
—¡No tengo ni idea! —admitió el otro encogiéndose de hombros—. Llevo casi una hora dando vueltas por los alrededores, pero se diría que se lo ha tragado la tierra.
—¡Sin embargo bajaba entre los dos, por lo que tiene que estar por aquí...! ¡Búscale!
—¡Pero no puedo dejarte así! —le hizo notar Marlon Kowalsky—. Estás malherido.
—¡Naturalmente que puedes! El es lo primero. A mí no me ocurre nada grave y con el teléfono podrás pedir ayuda. Te bastará con conectarlo y por medio del satélite nos localizarán en el acto y vendrán a buscarnos. ¡Date prisa!
El otro dudó un instante pero pareció comprender que tenía razón, por lo que se despidió con una leve palmadita en la pierna que tuvo la virtud de conseguir que el herido lanzara un alarido de dolor.
—¡Hijo de puta! —bramó—. Esa es la pierna que me he roto... ¡Lárgate de una vez y no continúes jodiéndome!
—¡Perdona!
Marlon Kowalsky se alejó, a todas luces avergonzado, para comenzar a llamar a gritos a Alí Bahar mientras avanzaba contra un viento que ganaba en intensidad hasta el punto de que amenazaba con derribarle, ya que en verdad se trataba de un hombre demasiado delgado.
El sol se encontraba en su cénit achicharrándole la cabeza y obligándole a sudar a chorros en el momento en que entrevió un gran hongo blanco que se agitaba locamente en mitad de una extensa llanura que se abría a su izquierda.
Se trataba de un paracaídas que flameaba entre violentos chasquidos y al aproximarse descubrió a Alí Bahar que continuaba inconsciente y que tras su caída había sido arrastrado más de trescientos metros por el viento, ya que se distinguía con toda nitidez el rastro que había dejado su cuerpo sobre la arena.
Por suerte sus largos ropajes habían quedado enganchados en uno de los escasos matorrales de la zona, lo que había impedido que continuara deslizándose llanura adelante.
Le cacheteó la cara, por lo que el beduino lanzó un leve gemido, abrió un instante los ojos aunque volvió a cerrarlos de inmediato.
—¡La madre que te parió! —masculló el incrédulo hombrecillo—. ¡No es posible que continúes dormido!
Se esforzó por librarle del paracaídas, pero resultaba una más que ardua tarea, por lo que decidió despojarse de la gruesa cazadora para colocarla a su lado, sujetándola con un enorme revólver Magnum 44 con el fin de que el viento no la arrastrase.
Sintiéndose más cómodo, empleó sus ya escasas fuerzas en alzar por los sobacos a Alí Bahar, obligándole a tomar asiento con la sana intención de despojarle de los arneses.
Lo consiguió sudando y resoplando, aunque sin caer en la cuenta de que con tanto esfuerzo y movimiento había introducido el pie izquierdo entre las cuerdas, por lo que, en el momento en que dejaba libre al khertzan una brusca racha de viento que hinchó aún más al paracaídas le arrastró, aullando y braceando hasta que se convirtió en un punto que desaparecía entre el polvo como si se tratara de una gigantesca cometa.
Mientras se perdía de vista gritaba desesperadamente: ¡Socorro! ¡Ali...! ¡Ali! ¡Socorro!
Al oír su nombre Alí Bahar abrió los ojos, se los restregó con el fin de aclararse la vista y buscó a su alrededor tratando de averiguar quién le llamaba, pero por más que se esforzó no consiguió ver a nadie.
Durante unos instantes pareció profundamente desconcertado, ya que lo único que distinguió en la inmensidad del desierto fueron la oscura cazadora de Marlon Kowalsky y su amenazador revólver Magnum 44, que descansaban a muy corta distancia.
Permaneció muy quieto, rascándose la cabeza bajo el turbante y al fin tomó el arma y la cazadora de cuyo bolsillo extrajo una cartera que contenía una considerable suma de dinero y una reluciente placa de agente especial.
Resultaba más que evidente que no tenía la menor idea de para qué servía esta última, pero optó por guardárselo todo permitiendo que el implacable viento se llevara la cazadora.
Al poco pareció tener una brillante idea, porque extrayendo del bolsillo de su vieja y ahora semidestrozada chilaba el teléfono, apretó la tecla que le habían enseñado que servía para ponerse directamente en contacto con su casa y en cuanto escuchó la voz al otro lado se sintió mucho más aliviado.
—¡Padre...! —fue lo primero que dijo, intentando no parecer demasiado preocupado—. Me ha ocurrido algo muy extraño; esta gente ha desaparecido abandonándome en mitad del desierto.
—¿Cómo que te han abandonado en mitad del desierto? —se replicó de inmediato el sorprendido anciano—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso te han robado?
—¿Y qué quieres que me roben si no me he traído las cabras? —fue en cierto modo la lógica respuesta—. Tú sabes mejor que nadie que no tenemos nada más que cabras. —Hizo una corta pausa al tiempo que se encogía de hombros para concluir—: Simplemente se han ido.
—¿Te han violado?
—¡No! Tampoco me han violado.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Digo yo que eso se nota, o no? ¿Acaso te han violado alguna vez? —inquirió Alí Bahar visiblemente molesto.
—¡Naturalmente que no!
—¿Entonces...?
—Y si no te han robado ni te han violado... ¿qué demonios querían? —preguntó su confundido progenitor.
—¿Y yo qué sé? Pero empiezo a sospechar que mi defecto no les interesaba tanto como aseguraban. Lo cierto es que me dieron un té muy amargo, casi al instante me quedé dormido y al despertar ya no había nadie.
—¿Y dónde estás ahora?
Alí Bahar se puso en pie y lo observó todo a su alrededor con profunda atención.
—La verdad es que no lo sé... —admitió—. Desde aquí distingo una llanura barrida por el viento, a la izquierda unas dunas y unos matojos, y allá al fondo, muy lejos, unas montañas peladas.
—¿Altas rojizas y con dos picos que forman casi una media luna? —quiso saber el anciano Kabul.
—Bastante altas... —admitió su hijo—. Aunque con tanto polvo no puedo saber si son rojizas y desde el ángulo que me encuentro no veo si forman o no una media luna.
—Eso es Shack el-Shack, a un día de marcha hacia el sur y a mitad de camino de la ciudad —señaló el viejo, seguro de lo que decía—. Lo conozco bien porque estuvimos de maniobras allá por los años cuarenta. Lo que tienes que hacer es dirigirte a las montañas dejando la más alta a tu derecha, y cuando llegues a la cumbre de la otra distinguirás a lo lejos el farallón que está detrás de nuestro campamento.
—¿Y cómo voy a llegar hasta allá arriba sin agua?
—¿No te han dejado agua?
—Ni gota.
—¡Pero esos tipos son unos asesinos! —exclamó el otro indignado—. ¡Unos auténticos hijos de perra!
—Ya me había dado cuenta.
—No te preocupes, hijo. Si la memoria no me falla, cerca de la cumbre tienes que pasar junto a un manantial.
—¿Y si te falla?
—Hasta ahora nunca me ha fallado.
—¿Cómo lo sabes si hace más de sesenta años que no has vuelto por aquí?
—Pero ¿qué clase de hijo eres? —fue la agria respuesta en la que se advertía un deje de reproche—. Aún no llevas ni un día fuera de casa y ya empiezas a poner en duda lo que dice tu padre.
—¡Está bien! ¡No te enfades! —intentó tranquilizarle su avergonzado vástago—. Me consta que eres el más sabio de la tribu y el que más ha viajado, y haré lo que me dices, aunque me apena regresar sin los pendientes que le prometí a Talila.
—Te está escuchando y me pide que te diga que eso carece de importancia. Lo único que importa es que regreses sano y salvo.
—¡Lo intentaré! —replicó el animoso Alí Bahar—. Te llamaré en cuanto llegue a la cima...
Desconectó el teléfono, se lo guardó, lanzó una última mirada a su alrededor como para cerciorarse de que Salam-Salam y los dos extranjeros no aparecían, e inició, a largas zancadas, el camino hacia la cima de las altas montañas que se vislumbraban en la distancia.
Semioculto entre un grupo de rocas y matojos, Nick Montana lo vio cruzar a lo lejos, pero pese a que agitó su único brazo útil gritándole y silbándole, el viento en contra impidió que pudiera oírle y el polvo en suspensión propició que muy pronto desapareciera de su vista.
Fue un día muy largo.
Tan sólo quien hubiera recorrido en alguna ocasión el desierto, sin agua, a más de cuarenta grados de temperatura y con el viento en contra durante más de diez horas, podría hacerse una idea de qué largos llegan a ser tales días.
Alí Bahar atravesó en primer lugar la infinita llanura y luego un extenso campo de dunas, para trepar por último por las peladas rocas de la casi inaccesible cumbre del noroeste.
Se sentía agotado, le acuciaba la sed, sudaba, resoplaba y se le diría en el límite de sus fuerzas, cayendo y levantándose una y cien veces, pero al fin, con un esfuerzo casi sobrehumano en el que únicamente le mantenía en pie el ansia de regresar junto a los seres que amaba, ya bien entrada la noche llegó a la cima y miró hacia abajo buscando el farallón que protegía su campamento.