Read Alí en el país de las maravillas Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

Alí en el país de las maravillas (2 page)

Al cabo de un rato el inasequible al desaliento Nick Montana insistió en su oferta.

—Ofréceles cien cabras si Alí viene con nosotros.

La respuesta, en este caso del anciano Kabul al que, a diferencia de su poco comunicativo hijo, le encantaba charlar por los codos con grandes aspavientos mientras no paraba de lanzar humo de su arcaica y renegrida cachimba, no dejaba margen alguno a la esperanza, y el desolado Salam-Salam así lo hizo notar:

—El viejo asegura que cien cabras les llevarían a la ruina —tradujo—. No hay pastos suficientes ni los pozos de la región dan para tanto. En su opinión, con las cuarenta que ahora tienen les basta y les sobra para vivir a su manera y como siempre han vivido.

—¡Si serán cretinos!

—No son cretinos —replicó el otro levemente amoscado—. Son prácticos. Y a Kabul no le apetece que su hijo se vaya porque alega que cuando él era joven estuvo en el ejército, una vez le llevaron a una ciudad, y allí no hay más que pecado y corrupción. Por lo visto le preocupa que su hijo se líe con una golfa a la que no le importe su defecto.

—¡Pero algo habrá que le interese a esta gente! —protestó casi fuera de sí el siempre sudoroso Nick Montana.

—¿Aquí? —se sorprendió el guía—. Lo único que les interesaría sería un buen montón de tabaco de pipa y una esposa para Alí Bahar, ya que la suya murió hace años, pero todas las mujeres de la tribu están al corriente de su defecto y por lo visto ninguna está dispuesta a correr riesgos.

Le interrumpió un zumbido, por lo que aguardó a que Marlon Kowalsky extrajera del bolsillo de su cazadora un sofisticado teléfono móvil para extender una pequeña antena e inquirir:

—¿Sí? Sí, soy yo, Marlon... Sí, lo hemos encontrado y es realmente increíble; mucho mejor de lo que nos habían asegurado. En verdad fantástico, y resultaría tremendamente útil para lo que lo queremos. —Aguardó unos instantes como si temiera lo que iba a decir, pero al fin se decidió a continuar—: Pero se nos presenta un difícil problema: se trata de un miserable pastor de cabras analfabeto que no habla más que su dialecto, y más obstinado que una mula. No quiere salir de aquí ni a tiros.

Escuchó unos momentos, apartó apenas el auricular puesto que resultaba evidente que desde el otro lado le estaban gritando con muy malos modos, y al fin optó por encogerse de hombros con gesto de resignación al tiempo que replicaba en tono de profundo hastío:

—¿Y qué quiere que haga...? ¡Lo veo muy difícil porque por lo visto no hay nada de lo que podamos ofrecerle que le interese!

Mientras hablaba se había vuelto de un modo casi instintivo a mirar directamente a Alí Bahar, un hombre muy alto y muy delgado, serio e impasible como una estatua, con enormes ojos oscuros que lo observaban todo con profunda atención, y que al igual que su padre fumaba con evidente delectación en una vieja, curva y renegrida cachimba que probablemente había tallado él mismo con la raíz de una acacia.

Al concluir su charla, Marlon Kowalsky cerró parsimoniosamente el móvil para volverse a Nick Montana y comentar con acritud y en tono de sincera preocupación:

—Era el jefe... El mismísimo Colillas Morrison en persona. Insiste en que como volvamos a casa sin esta especie de mochuelo nos podemos ir buscando otro empleo puesto que su presencia allí se ha vuelto «esencial para los intereses de la patria».

—Él siempre tan pomposo y grandilocuente, pero ya me explicarás cómo convencemos a este tipo de que se ha vuelto «esencial para los intereses de Estados Unidos» —se lamentó su compañero de fatigas—. ¡Mírale! Parece una esfinge.

—El jefe insiste en que lo raptemos si es necesario. —El hombrecillo se volvió a Salam-Salam para añadir en tono pesimista—: Pregúntale a tu desganado amigo que si hay algo en este jodido mundo que pueda interesarle... ¡Que nos pida lo que quiera!

La charla en el incomprensible dialecto resultó en esta ocasión bastante más larga que de costumbre, aunque el llamado Alí Bahar continuaba expresándose con sus sempiternos monosílabos.

Al fin, el bienintencionado guía se volvió a quienes le habían contratado para tan compleja misión.

—Alí asegura que, exceptuando una nueva esposa, no hay nada que le llame la atención, pero me he dado cuenta de que ha experimentado una profunda curiosidad por su teléfono —dijo—. Nunca ha visto ninguno, y se ha sorprendido mucho cuando le he aclarado que estaba hablando con su país... —Hizo una corta pausa para añadir con manifiesta intención—: Estoy pensando que si consiguiera convencerle de que con un par de estos aparatos podría estar siempre en contacto con su familia aunque se encontrase pastoreando lejos del campamento, tal vez aceptaría venir con nosotros.

Nick Montana se apresuró a negar agitando las manos evidentemente escandalizado:

—¡Eso es imposible! —argumentó seguro de sí mismo—. Estos teléfonos tan sólo podemos utilizarlos nosotros.

—Pues tengo la impresión de que es lo único que le llama la atención y nos permitiría sacarlo de aquí —fue la paciente respuesta del hastiado nativo para el que la fastidiosa negociación parecía haber llegado a un punto muerto y sin salida—. Del resto no hay nada que hacer.

—¡Te repito que busques otra solución! —insistió el gordo—. Estos teléfonos son aparatos de última generación y muy especiales, que se cargan con luz natural, están conectados a una red de satélites de la NASA, van provistos de inhibidor de ondas que bloquea cualquier tipo de emisión en un radio de más de cien yardas, y poseen una increíble potencia, por lo que hay que manejarlos con mucho cuidado o se corre el riesgo de provocar un caos... ¡Rotundamente, no!

A la mañana siguiente, el anciano Kabul parecía el hombre más feliz de este mundo mientras hablaba por teléfono en su peculiar dialecto sin apartarse ni un segundo la pipa de la boca:

—Y ten muy presente, hijo, que yo sé muy bien de lo que hablo, porque he viajado mucho y estuve en la guerra contra los ingleses hace ya más de medio siglo —decía—. No sé qué es lo que esos hombres quieren de ti, ni por qué razón les interesa tanto tu defecto, pero si durante tu estancia en la ciudad encuentras a una mujer que te guste y parezca dispuesta a casarse contigo a pesar de tu defecto asegúrate bien de que es decente y de que pertenece a una familia numerosa...

La joven Talila le interrumpió al tiempo que se llevaba las manos a las orejas girando los dedos, para señalar:

—¡Mis zarcillos!

Tras asentir repetidas veces el anciano, añadió dirigiéndose de nuevo a su hijo:

—Tu hermana me pide que no te olvides traerle los aretes para las orejas que le has prometido. La pobre nunca ha tenido nada y le hacen mucha ilusión, aunque no sé para qué van a servirle si aquí no hay más que cabras... —Tosió varias veces para insistir con machaconería—: Y no te asustes cuando llegues a la ciudad. Hay por lo menos tres mil personas, pero únicamente las mujeres son peligrosas... ¡Búscate una que sea decente!

—¡Pero padre...! —le respondió su hijo que se sentaba a la sombra de un arbusto en mitad de un desierto sobre el que el sol caía casi a plomo—. No voy a estar más que dos o tres días en la ciudad, y por muchas mujeres que haya no creo que ninguna quiera casarse conmigo, sobre todo teniendo en cuenta que, según tú mismo me has contado, allí nadie habla nuestra lengua... ¡Y no te preocupes, esta gente es muy amable y me cuidarán bien! Te llamaré en cuanto lleguemos...

Colgó, lanzó un resoplido y se volvió a Salam-Salam, que en esos momentos se aproximaba con el fin de alcanzarle un vaso de té hirviendo, para comentar:

—Mi padre continúa pensando que aún soy un niño. Reconozco que es un hombre muy sabio y con mucha experiencia, puesto que conoce mucho mundo, pero vive obsesionado con la idea de que le dé un nieto sin tener en cuenta que ninguna mujer me aceptará jamás.

—¿Y tu hermana por qué no se ha casado? —quiso saber el otro con una cierta intención en el tono de voz—. Es muy dulce, muy trabajadora y muy bonita. Cualquier hombre, incluido yo mismo, se sentiría muy feliz de tenerla por esposa y madre de sus hijos.

—No quiere dejarnos solos. También nos considera como a niños... —Alí Bahar sonrió por primera vez como si ello le costara un gran esfuerzo, y de hecho lo era, para concluir—: A los dos.

Bebió lentamente su té y de inmediato hizo un leve gesto de extrañeza para observarlo al trasluz y comentar:

—¡Demasiado fuerte!

El otro bebió del suyo para encogerse de hombros:

—Yo lo encuentro normal —dijo.

Sin embargo, cuando cinco minutos más tarde Alí Bahar dobló súbitamente la cabeza para quedarse tan profundamente dormido que parecía casi muerto, Salam-Salam olisqueó su vaso y se volvió alarmado a Nick Montana para inquirir ásperamente:

—¿Qué ha ocurrido? No sé por qué tengo la impresión de que han puesto algo en el té de Alí Bahar.

—Un somnífero —fue la seca y casi brutal respuesta—. Pero no te preocupes: es totalmente inocuo.

—Nadie me había hablado de somníferos —protestó el nativo—. Eso no figuraba en el trato.

—¡Escúchame bien! —le espetó bruscamente el sudoroso gordinflón—. Aquí no contamos con los medios apropiados para examinar a Alí Bahar tal como necesitamos hacerlo. Él ha aceptado venir porque le dijimos que en tres días estaría de vuelta y en tres días no tenemos tiempo ni para empezar. Pero no te preocupes; te garantizo que no vamos a hacerle el menor daño, aunque nos veamos obligados a llevárnoslo de tal modo que no tenga posibilidad de ofrecer resistencia.

—¡No me gusta! —insistió el otro en un tono cada vez más agrio—. Esto se ha convertido en un secuestro. Alí Bahar confiaba en mí, que jamás he engañado a nadie. Y menos aún a un miembro de mi tribu.

—Te compensaremos por ello.

—Ustedes todo lo arreglan con dinero, y en ocasiones con el dinero no basta. Esto no es lo que acordamos.

—¡Me tiene sin cuidado lo que acordamos! —señaló Nick Montana en tono desabrido—. Tenemos órdenes de llevarnos a este hombre por las buenas o por las malas, y nos lo vamos a llevar te guste o no. Dentro de media hora un avión aterrizará en esa explanada y nos iremos. Si quieres venir con nosotros ganarás más dinero que en toda tu vida y es posible que dentro de un par de semanas estés de vuelta con tu amigo.

—¿Y si no quiero ir?

—Te pagaremos lo convenido y te quedaras aquí...

—Lo cierto es que un poco de razón tiene —intervino Marlon Kowalsky, que hasta ese momento había preferido mantenerse al margen de la discusión—. Ese no fue el trato.

—El trato fue que nos condujera hasta Alí Bahar —replicó su compatriota—. Ni tú ni yo le explicamos qué pensábamos hacer con él ni teníamos por qué contarle nada. Por su parte ha cumplido y le pagaremos lo que nos pida. El resto no le incumbe.

Salam-Salam observó a los dos hombres, agitó negativamente la cabeza y se puso en pie con gesto cansino.

—¡De acuerdo! —dijo—. Veo que están decididos y como me consta que van armados no puedo hacer nada para impedir semejante atropello. Pero como no tengo intención de ser cómplice de un secuestro, me marcho.

Marlon Kowalsky extrajo del bolsillo de su cazadora una abultada cartera para comenzar a contar billetes, pero el khertzan lo rechazó con un gesto abiertamente despectivo al tiempo que señalaba:

—No quiero su dinero. No quiero saber nada más de este asunto. Por mí pueden irse al infierno y que Alá les confunda.

Dio media vuelta y se alejó con paso firme, desierto adelante, sin volver ni una sola vez el rostro y seguido por la inquieta y en cierto modo desconcertada mirada de los dos hombres.

Al poco, Marlon Kowalsky señaló meditabundo:

—Este asunto no me gusta nada. Nada de nada. Todo eso de que están en juego los intereses de la nación y se trata de alto secreto me suena a uno de los tantos camelos de Morrison.

—A mí tampoco me gusta —fue la agria respuesta de su compañero de fatigas—. Pero lo cierto es que la mayoría de los asuntos en que nos metemos nunca me han gustado. Nos limitamos a cumplir órdenes, nos pagan por ello, y los dos sabemos que el día que aceptamos convertirnos en «centinelas de la patria» era para limitarnos a obedecer y mantener la boca cerrada. —Golpeó con afecto el brazo de su compañero—. ¡No te preocupes! —añadió guiñándole un ojo—. Al mochuelo no le va a pasar nada.

—Yo no estoy tan seguro —replicó el otro con manifiesto pesimismo—. Nunca me he fiado de Colillas Morrison.

—Mal asunto cuando los subordinados no confían en sus jefes.

—Mal asunto, en efecto, pero tú y yo sabemos que si Morrison fuera digno del puesto que ocupa, muchas de las cosas que han ocurrido en nuestro país, empezando por la catástrofe de las Torres Gemelas, podrían haberse evitado.

—A mi modo de ver, exageras. Aquello fue una locura que nadie hubiera podido evitar ni aun disponiendo de los datos de que disponía el jefe.

—Tal vez. Pero le conozco bien y dudo que cuando haya conseguido lo que pretende permita que ese pobre infeliz vuelva a su casa.

2. Tumbado en un camastro

Tumbado en un camastro en la parte posterior de un Hércules casi vacío, Alí Bahar dormía plácidamente observado por un preocupado Marlon Kowalsky, que comentó sin volverse hacia el gordo, que al fin había dejado de sudar a chorros:

—Te advertí que nos habíamos pasado con la dosis. Ese infeliz está como un jodido tronco...

—Mejor que duerma hasta que lleguemos —le hizo notar un malhumorado Nick Montana—. ¡Cualquiera sabe lo que sería capaz de hacer un tipo tan bestia si se despierta a tres mil metros de altitud! Ni ha visto nunca un avión, ni esto es lo que se esperaba.

—Nada es nunca lo que esperamos —puntualizó el otro—. Entré en la Agencia convencido de que iba a hacer grandes cosas por mi país, y lo cierto es que no he hecho más que marranadas. A mí todo este plan se me antoja un disparate que no va a proporcionarnos más que problemas.

—Obedecemos órdenes.

—De un retrasado mental.

—Haré como que no he oído eso, pero te ruego que no lo repitas —masculló el grandullón secándose instintivamente el ahora inexistente sudor con un arrugado pañuelo—. Al convertirnos en «centinelas de la patria» juramos obedecer ciegamente a nuestros jefes dando la vida por ellos si así nos lo exigían. Y yo estoy dispuesto a cumplir ese juramento cueste lo que cueste, esté de acuerdo o no con las órdenes.

—¿Y nunca te cuestionas si lo que te obligan a hacer está bien o mal, es justo o injusto?

Other books

The Chinese Alchemist by Lyn Hamilton
Guardian by Catherine Mann
Coming Clean: A Memoir by Miller, Kimberly Rae
It's in His Touch by Shelly Alexander
Country Boy 2 by Karrington, Blake
Two Christmases by Anne Brooke
The Silence of the Wave by Gianrico Carofiglio
Bridgeworlds: Deep Flux by Randy Blackwell
Protecting Her Child by Debby Giusti