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Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (170 page)

Al alba del día llegaron don Grumedán y Giontes, y cuando la reina los vio preguntóles si sabían algo del rey su señor. Don Grumedán les dijo:

—No sabemos más de cuanto nos dijeron a Giontes y a mí en la casa donde estábamos cazando cómo mucha gente lo buscaba, y pensando hallar aquí alguna nueva, acordamos de no ir antes a otra parte, pero pues que no la hallamos, meternos hemos luego en su demanda.

—Don Grumedán —dijo la reina—, yo no puedo sosegar ni hallo descanso ni remedio ni puedo pensar qué haya sido esto, y si aquí quedase de gran congoja seria muerta, y por esto acuérdome de ir con vos, porque si buena nueva viniere allá más aína, que acá las habré, y si al contrario, no dejaré hasta la muerte de tomar el trabajo que con razón tomar debo.

Luego mandó que le trajesen un palafrén, y tomando consigo a don Grumedán y a don Giontes y una dueña, mujer de Brandoibás, se fue por la floresta lo más presto que pudo y anduvo por ella tres días, que siempre albergaba el despoblado en los cuales si por don Grumedán no fuera no comiera solo un bocado, mas él, con gran fuerza, hacía que algo comiese.

Todas las noches dormía vestida debajo de los árboles, que aunque algunas aldeas pequeñas hallaba no quería entrar en ellas, diciendo que su gran congoja no lo consentía.

Pues en cabo de estos días acaeció que entre las muchas gentes que por la floresta encontraron halló al rey Arbán de Norgales que venía muy triste y muy fatigado y su caballo tan laso y cansado que ya no le podía traer. Cuando la reina lo vio díjole:

—Buen sobrino, ¿qué nuevas traéis del rey, mi señor?

A él le vinieron las lágrimas a los ojos y dijo:

—Señora, no otras ningunas más de las que sabía cuando de vuestra presencia me partí, y creed, señora, que tantos somos en su demanda y con tanto trabajo y afición le hemos buscado, que sería imposible si de esta parte de la mar estuviese no le hallar, pero yo entiendo que si algún engaño recibió que no fue para lo dejar en su reino, y ciertamente, señora, siempre me pesó de este apartamiento suyo con tanta esquiveza y mal recaudo de su persona, porque los príncipes grandes señores que a muchos han de gobernar y mandar, no pueden usar de ello tan justamente y con tanta clemencia que no sean de ellas más temidos, y de este tal temor faltando el amor luego viene el aborrecimiento, y por esta causa debe poner tal recaudo en sus personas que los menores no se atrevan a su grandeza, que muchas veces los tales dan ocasión de recordar a otros lo que no tenían pensado y a Dios plega por la su merced de le poner en parte donde le vea y le diga eso y otras muchas cosas en el cual yo tengo esperanza que el lo hará y vos, señora, así lo tened. Cuando la reina esto oyó salió de todo su sentido y amortecida cayó del palafrén ayuso. Don Grumedán se derribó de su caballo lo más presto que pudo y tomóla en sus brazos; así la tuvo por una gran pieza que más por muerte que por viva la juzgaba, y cuando acordó dijo muy dolorosamente con gran abundancia de lágrimas:

—Engañosa y espantable fortuna, esperanza de los miserables, cruel enemiga de los prosperados, trastornadora de las mundanales cosas, ¿de qué me puedo loar de ti?, que si en los tiempos pasados me hiciste señora de muchos reinos, obedecida y acatada de muchas gentes y sobre todo junta al matrimonio de tan poderoso y virtuoso rey, en un solo momento a él me quitando lo llevaste y robaste todo, que si a él perdiendo los bienes mundanos me dejas, no causa ni esperanza de recobrar descanso ni placer, mas de muy mayor dolor y amargura me serán ocasión, porque si de mí preciados eran y en algo tenidos, no era salvo por aquél que los mandaba y defendía. Por cierto con mucha más causa te pudiera agradecer así como una de estas simples mujeres sin fama, sin pompa, me dejaras, porque yo olvidando los flacos y livianos males míos así como ella, por los ásperos y crueles ajenos derramara mis lágrimas. Mas porque me quejare de ti pues que los engañados y fuertes mudanzas tuyas, derribando los que ensalzaste son tan manifiestos a todos que no de ti más de sí mismos, en ti confiando se deben quejar.

Así estaba esta noble reina haciendo su duelo en la tierra sentada, y su amo don Grumedán los hinojos hincados teniéndole las manos con palabras muy dulces la consolando, como aquel en quien toda virtud y discreción moraba, con aquella piedad y amor que en la cuna lo hiciera; mas consuelo no era menester, que ella se amortecía tantas veces que sin ningún sentido y casi muerta quedaba, que era causa de gran dolor a los que la veían, y cuando algún tanto su espíritu algunas fuerzas fue cobrando, dijo a don Grumedán:

—¡Oh, mi fiel y verdadero amigo!, yo te ruego que así como estas tus manos en los mis primeros días fueron causa de los crecer que ahora en los postrimeros en ellas mismas reciba la mi suerte.

Don Grumedán, viendo ser su respuesta excusada según su disposición, calló que no dijo nada. Antes acordó que sería bueno de la llevar a algún poblado donde se procurase algún remedio. Así lo hicieron, que él y aquellos caballeros que allí estaban la pusieron en su palafrén, y don Grumedán en las ancas, teniéndola abrazada, la llevaron a unas casas de monteros del rey que en la floresta para la guardar vivían, y luego enviaron por camas y otros atavíos donde descansase, pero ella nunca quiso estar sino en la más pobre cama que allí se halló. Así estuvo algunos días sin saber dónde ir ni sé que de sí hiciese, y cuando don Grumedán más reposada la vio díjole:

—Noble y poderosa reina, ¿dónde es huida vuestra gran discreción en el tiempo que más menester la hubisteis? Que tan fuera de consejo la muerte procuráis y demandáis, no teniendo en la memoria fenecer con ellas todas las mundanales cosas, ¿y qué remedio era para aquel vuestro tanto amado marido ser vuestra ánima de esas carnes salida? ¿Por ventura compráis con ello su salud o ponéis remedio a sus males? Antes, por cierto, es todo al contrario de lo que los cuerdos deben hacer, que el corazón y discreción para semejantes afrentas fueran establecidos y dotados de aquel muy Alto Señor, y más con grande esfuerzo y diligencia que con sobradas lágrimas a las fortunas de los amigos se han de socorrer. Pues si aparejo a esto que digo se os ofrece, quiero que como yo lo conozco lo sepáis. Bien sabéis, señora, que demás de los caballeros y muchos vasallos que en vuestros señoríos viven, que con gran afición y amor seguirán y cumplirán vuestros mandamientos, de la sangre de vuestra real casa, pende hoy casi toda la cristiandad, así en esfuerzo como en grandes imperios y señoríos, sobre todo como el cielo sobre la tierra, pues, ¿quién duda que esto sabiendo esta gran fatiga no quieran como vos misma ver en el remedio de ella? Y si el rey vuestro marido en estas partes está, nosotros que suyos somos daremos el remedio, y si por ventura a la mar lo pasaron, ¿ven qué tierra tan áspera ni qué gente tan brava podría resistir que habido no sea? Así que, mi buena señora, dejando aparte las cosas que más daño que pro traen, tomando nueva consuelo y consejo, sigamos aquéllas que a la salud y remedio de este negocio aprovechar puedan.

Pues oído por la reina esto que don Grumedán dijo, así como de muerte a vida la tornó, y conociendo que en todo verdad decía, dejando las lágrimas y grandes querellas, acordó de enviar un mensajero a Amadís, que más a la mano estaba, confiando en su buena fortuna, que así como, en las otras cosas, en ésta pondría remedio, y luego mandó a Brandoibás que lo más apresuradamente que él pudiese buscase a Amadís y le diese una carta suya que decía así:

Carta de la Reina Brisena a Amadís:

—Si en los tiempos pasados, bienaventurado caballero, esta real casa por vuestro gran esfuerzo fue defendida y amparada, en estos presentes constreñida más que lo nunca fue con mucha afición y aflicción os llama, y si los grandes beneficios de vos recibidos no agradecieron como vuestra gran virtud lo merecía, contentaos pues aquel justo juez en todo poderoso en defecto nuestro lo quiso pagar ensalzando vuestras cosas hasta el cielo y las nuestras abatiendo debajo de la tierra, sabréis, mi muy amado hijo y verdadero amigo, que así como el relámpago en la oscura noche redobla la vista de los ojos en que hiere y súbitamente se partiendo en mayor tenebregura y oscuridad que antes los deja, así teniendo yo ante los míos la real persona del rey Lisuarte, mi marido y mi señor, que era la luz y lumbre de ellos y de todos mis sentidos, siéndome en un momento arrebatado los dejó en tanta amargura y abundancia de lágrimas que muy presto con la muerte perecer esperan, y porque el caso es tan doloroso que las fuerzas ni el juicio podrían bastar a lo escribir, remitiéndome al mensajero doy fin en ésta y en mi triste vida si el remedio de él presto no viere.

Acabada la carta mandó a Brandoibás que él por extenso le contase aquellas malaventuradas nuevas, el cual fue luego partido con aquella voluntad, que muy fiel criado como él lo era lo debía hacer.

Pues esto hecho con aquellos caballeros se puso luego en el camino de Londres, porque aquella ciudad era la cabeza de todo el reino, y allí mejor que en otra parte si algún movimiento hubiese se hallaría, pero no fue así, antes extendiéndose las nuevas a todas partes, la alteración de las gentes fue de tal manera que grandes y pequeños, hombres y mujeres desampararon los lugares, y como si fuera de sentido estuviesen, andaban dando voces por los campos, llorando y llamando al rey su señor, en tanto número de gente que las florestas y montañas todas de ellas eran llenas, y muchas de las dueñas y doncellas de gran guisa, descabelladas, haciendo grandes llantos por aquél que en su defensa y socorro siempre hallaron. ¡Oh, cómo se deberían tener los reyes por bienaventurados si sus vasallos con tanto amor y tan gran dolor se sintiesen de sus pérdidas y fatigas, y cuándo asimismo lo serian los súbditos que con mucha causa lo pudiesen y debiesen hacer, siendo sus reyes tales para ellos como lo era este noble rey para los suyos! Pero mal pecado los tiempos de ahora mucho al contrario son de los pasados, según el poco amor y menos verdad que en las gentes contra sus reyes se halla, y esto debe causar la constelación del mundo ser más envejecida, que perdida la mayor parte de la virtud no puede llevar el fruto que debía, así como la cansada tierra, que ni el mundo labrar ni la escogida simiente pueden defender los cardos y las espinas con las otras hierbas de poco provecho que en ella nacen. Pues roguemos a Aquel Señor poderoso que ponga en ello remedio, y si a nosotros, como indignos, oír no le place, que oiga a aquéllos que aun dentro en las fraguas sin de ellas haber salido se hallan, que los haga nacer con tanto encendimiento de caridad y amor como en aquestos pasados había, y los reyes que, apartadas sus iras y sus pasiones, con justa mano y piados los traten y sostengan. Pues tornando al propósito, cuenta la historia que estas nuevas volaron muy presto a todas partes por aquéllos que grandes tratos en la Gran Bretaña tenían, los cuales todo lo más del tiempo por la mar navegaron, así que muy presto fue sabido en aquellas tierras donde don Cuadragante, señor de Sansueña, y don Bruneo, rey de Arabia, y los otros señores sus amigos estaban, los cuales, considerando la gran parte que de esto a Amadís tocaba en reparar la pérdida del rey o del reino si en él algunos escándalos se levantasen, acordaron, pues ya en aquellas conquistas no había que hacer, y todo estaba señoreado, de se ir juntos como estaban a la Ínsula Firme por se hallar con Amadís y seguir lo que él mandase, pues con este acuerdo, dejando don Bruneo en su reino a Branfil, su hermano, y don Cuadragante a Landín, su sobrino, que poco antes era allí llegado con gente del rey Cildadán en su señorío de Sansueña, llevando la más gente que pudieron y dejando con ellos lo que necesario habían para guardar aquellas tierras. Se metieron en sus fustas por la mar, y el gigante Balán con ellos, que de todos muy amado y preciado era. Tanto anduvieron y con tan próspero viento, que a los doce días que de allí partieron llegaron al puerto de la Ínsula Firme. Cuando Balán vio la gran sierpe que allí Urganda había dejado, como la historia os lo ha dicho, mucho fue maravillado de cosa tan extraña, y mucho más lo fuera si no le contaran la causa de ella aquéllos que con él venían.

Al tiempo que estos señores allí arribaron, Amadís estaba con su señora Oriana, que de ella no se osaba partir, que como Brandoibás llegase de parte de la reina Brisena con la carta que ya oísteis y Oriana supiese lo de su padre, fue su dolor y tristeza tan sobrada, que en muy poco estuvo de perder la vida, y como le dijeron la venida de aquella flota en que aquellos señores venían, rogó a Grasandor que los recibiese y les dijese la causa por qué a ellos no podía salir. Grasandor así lo hizo, que en su caballo llegó al puerto y halló que ya salían de la gran mar.

El rey de Sobradisa, don Galaor, y el rey de Arabia, don Bruneo, y don Cuadragante, señor de Sansueña, y el gigante Balán, y don Galvanes, y Angriote de Estravaus, y Gavarte de Val Temeroso, y Agrajes, y Palomir, y otros muchos caballeros de gran prez en armas que sería enojo contarlos.

Grasandor les dijo de la forma que Amadís estaba y que se aposentasen y descansasen esa noche, y que otro día saldría para ellos a dar orden en aquel caso que ya a ellos manifiesto sería. Todos lo tuvieron por bien que así se hiciese y luego subieron al castillo y se aposentaron en sus posadas, y Agrajes y su tío don Galvanes llevaron consigo a Balán por le hacer toda la honra que ellos pudiesen.

Pasada, pues, aquella noche, habiendo oído misa, fuéronse todos a la huerta donde Amadís estaba, y como él lo supo, dejando a su señora con más sosiego y a su prima Mabilia y Melicia, su hermana, y Grasinda con ella, salió de la torre y vínose para ellos. Cuando juntos los vio hechos reyes y grandes señores, escapados de tantas afrentas y peligros como habían pasado con tanta salud, aunque en el continente tristeza mostrase por lo del rey Lisuarte, en su corazón sintió tan gran alegría mucho más que si para él solo todo aquello se hubiera ganado, y fuelos abrazar, y todos a él, mas al que él más amor mostró fue a Balán el Gigante, que a éste abrazó muchas veces, honrándole con mucha cortesía.

Pues estando así juntos, el rey don Galaor, como aquél que en tanto grado la pérdida del rey Lisuarte sintiese, como la del rey Perión, su padre, les dijo que sin poner dilación de ningún tiempo se debía tomar acuerdo de lo que hacer debían en lo del rey Lisuarte, porque él, si Amadís lo otorgase, luego quería entrar en aquella demanda sin holgar ni haber reposo día ni noche hasta perder la vida o salvar la suya si vivo fuese. Amadís le dijo:

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