Amanecer contigo (11 page)

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Authors: Linda Howard

Tags: #Romántico

Blake no se parecía a ningún hombre que hubiera conocido. Era capaz de amar; era al mismo tiempo un alegre temerario y un duro hombre de negocios. Pero, sobre todo, la necesitaba. Otros pacientes la habían necesitado, pero sólo como terapeuta. Blake la necesitaba a ella, a la mujer que era, porque sólo su empeño le había permitido ayudarlo con sus conocimientos y sus habilidades aprendidas. No recordaba que nadie la hubiera necesitado nunca a ella.

Lo abrazó con fuerza, asombrada por el calor que sentía crecer lentamente dentro de sí y que iba derritiendo poco a poco el dolor helado que la había dominado durante tanto tiempo. Quería seguir llorando, porque aquella nueva libertad para tocar y ser tocada la asustaba y al mismo tiempo la llenaba de ilusión. Le acarició el pelo, hundió los dedos entre sus ondas sedosas, y Blake dejó por fin de llorar y permaneció dulcemente apoyado en ella.

Levantó la cabeza para mirarla. No le avergonzaban las lágrimas que humedecían su cara y brillaban en sus ojos azules. Frotó muy suavemente su mejilla contra la de Dione, una caricia sutil que mezcló su dicha y su llanto.

Luego la besó.

Fue un beso largo e indeciso, una caricia suave que tanteaba sin imponerse, una delicada libación de sus labios sin ansia ni agresividad. Ella temblaba entre sus brazos; levantó mecánicamente las manos para empujarle si traspasaba los límites, todavía vedados, de la intimidad que era capaz de soportar. Pero Blake no intentó ahondar el beso. Levantó la cabeza y acercó la nariz a la suya, frotándola suavemente.

Al cabo de un momento, se echó un poco hacia atrás y dejó que su mirada vagase por el rostro de Dione con cierta curiosidad. Ella no podía apartar la mirada de sus ojos. Vio cómo se dilataban sus pupilas hasta que casi se tragaron el azul de sus iris. ¿Qué estaba pensando? ¿A qué respondía aquel súbito destello de desesperación que la sobresaltó, la sombra que cruzó su cara? Los ojos de Blake se demoraron sobre sus labios suaves y carnosos, que temblaban aún, y luego, lentamente, se alzaron para salir al encuentro de su mirada. Se miraron el uno al otro, tan cerca que Dione se vio reflejada en sus ojos y supo que Blake se veía a sí mismo en los suyos.

—Tus ojos son como oro fundido —musitó él—. Ojos de gato. ¿Brillan en la oscuridad? Uno podría perderse en ellos —añadió con voz repentinamente áspera.

Dione tragó saliva; el corazón parecía ir subiéndosele a la garganta. Tenía todavía las manos posadas sobre sus hombros, y bajo el calor de su carne sentía la flexión de los músculos mientras se mantenía erguido sobre los codos, el peso del cuerpo todavía apoyado en ella de cintura para abajo. Se estremeció, algo alarmada por su postura. Estaba, sin embargo, tan perpleja por la íntima emoción que aleteaba entre ellos que no podía apartarse.

—Eres lo más bonito que he visto nunca —murmuró Blake—. Tan exótica como Salomé, tan grácil como un gato, tan sencilla como el viento… y tan misteriosa… ¿Qué pasa tras esos ojos de gato? ¿Qué estás pensando?

Ella no pudo contestar; movió la cabeza de un lado a otro, aturdida, mientras las lágrimas hacían brillar de nuevo sus ojos. Blake exhaló un suspiro y volvió a besarla, esta vez abriéndole los labios para penetrar lentamente su boca con la lengua y dándole tiempo para que decidiera si aceptaba su caricia. Dione temblaba en sus brazos, temerosa de dejarse tentar por sus tiernos besos, y pese a todo presa de un terrible anhelo. Movió la lengua, insegura, y tocó la de él; la apartó y volvió a por otra tímida caricia. Luego, por fin, se demoró allí. Blake sabía maravillosamente. Él ahondó el beso, exploró sus dientes, la tersura de su boca. Dione permanecía quieta bajo él, ajena al ímpetu creciente de su pasión, hasta que de pronto sus besos se volvieron duros y exigentes y su boca comenzó a pedir más de lo que ella podía darle. Entonces recordó bruscamente y con aterradora claridad cómo había sido con Scott. El negro foso de sus pesadillas se abrió ante ella, amenazante. Se retorció bajo Blake, pero él no advirtió la súbita crispación de su cuerpo. La asió con la rudeza del deseo, y el último hilo del que pendía la serenidad de Dione se quebró. Apartó la boca con un áspero grito.

—¡No! —chilló. El miedo repentino le dio fuerzas. Lo apartó con toda la fuerza de sus brazos y piernas y Blake rodó por el suelo y se golpeó con la silla de ruedas, que salió despedida hasta el otro lado de la habitación. Blake se incorporó hasta quedar sentado y clavó en ella una mirada furiosa y mordaz.

—No hace falta que grites —le espetó con amargura—. Está claro que no va a pasar nada.

—Puedes apostar a que sí —replicó ella a su vez y, levantándose a trompicones, se enderezó la blusa y los pantalones cortos, que se le habían retorcido de algún modo—. Soy fisioterapeuta, no una… una chica para todo.

—Tu integridad profesional está a salvo —masculló él—. De mí, en cualquier caso. Tal vez quieras probar con Richard si tus besos dan resultado, aunque te advierto que ahora mismo le funcionan todos los miembros y puede que a él no te sea tan fácil quitártelo de encima.

Era evidente que estaba dolido en su orgullo porque hubiera podido apartarlo tan fácilmente. Ni siquiera se había fijado en la expresión atemorizada que por un momento se había apoderado de su rostro. Dione dio gracias por ello en silencio; luego fue a buscar la silla parsimoniosamente y la puso junto a él.

—Deja de compadecerte —dijo en tono cortante—. Tenemos cosas que hacer.

—Claro, señora —bufó él—. Lo que tú digas. Tú eres la terapeuta.

El resto del día se esforzó tanto que, por la tarde, Dione tuvo que enfadarse con él para que parase. Nunca le había visto tan malhumorado, tan taciturno y sombrío. Ni siquiera Serena fue capaz de mimarlo esa noche durante la cena, y él se excusó poco después, alegando que estaba cansando para irse a la cama. Serena levantó las cejas, pero no protestó.

Richard se puso en pie y dijo:

—Vamos al despacho un momento, Blake. Necesito hablar contigo de unos asuntos. No te entretendré mucho tiempo.

Blake asintió ligeramente con la cabeza, y ambos salieron de la habitación.

El silencio se hizo entre Dione y Serena, que nunca habían tenido gran cosa que decirse la una a la otra. Serena parecía absorta pensando en la sandalia blanca de tiras que colgaba de los dedos de uno de sus pies.

Sin levantar la mirada, preguntó con aire despreocupado:

—¿Qué le pasa a Blake esta noche? Está de un humor de perros.

Dione se encogió de hombros. No pensaba decirle a Serena que se habían besado, ni explicarle el motivo del mal humor de Blake. En lugar de hacerlo, le contó la buena noticia que Blake, por alguna razón, se había callado.

—Hoy se ha puesto de pie. No sé por qué está de tan mal humor. Debería estar eufórico.

Los ojos de Serena se iluminaron y su bello rostro refulgió.

—¿Se ha levantado? —exclamó y, dejando caer la sandalia al suelo, se sentó más erguida—.¿Se ha levantado de verdad?

—Sujetó el peso del cuerpo sobre las piernas, sí, y las sentía —explicó Dione.

—¡Pero eso es maravilloso! ¿Por qué no me lo ha dicho?

Dione volvió a encogerse de hombros.

Serena hizo una mueca triste.

—Ya sé. Crees que le agobio demasiado. Es cierto, lo admito. Yo… lamento cómo me porté cuando llegaste. No creía que fueras capaz de ayudarle, y no quería que se hiciera ilusiones para sufrir después un desengaño. Pero, aunque no vuelva a caminar, soy consciente de que la terapia le está sentando bien. Ha ganado peso. Vuelve a parecer sano.

Sorprendida por la disculpa, Dione no supo qué decir, más allá de la respuesta convencional.

—No tiene importancia.

—Sí, sí que la tiene. Richard apenas me habla, y no puedo reprochárselo. Llevo dos años tratándole como al hombre invisible. Desde el accidente de Blake. Dios sabrá cómo ha podido tener tanta paciencia. Pero ahora no consigo acercarme a él, y es culpa mía. Aun así, respecto a Blake soy irracional. Es mi ancla, mi asidero.

—Puede que Richard pretenda ese honor —murmuró Dione, aunque en realidad no quería enzarzarse en una discusión acerca de los problemas conyugales de Serena. No había olvidado que Serena creía que Richard quizá tuviera una amante, ella misma quizá, y no le parecía sensato mezclarse en sus cosas. Sentía una enorme simpatía por Richard, y Serena se había portado muy bien después de su desastrosa presentación, pero aun así no se sentía a gusto hablando de Richard como si lo conociera mucho mejor de lo que en realidad lo conocía.

—¡Oh, sé que es así! El problema es que Blake puso el listón muy alto. Fue el hermano mayor ideal —suspiró—. Era fuerte, cariñoso, comprensivo… Cuando mi madre murió, se convirtió en una roca. A veces creo que, si le pasara algo, yo moriría en el acto.

—Eso no sería muy considerado —comentó Dione, y Serena la miró con dureza antes de echarse a reír.

—No, ¿verdad? Tenía celos de ti —prosiguió al ver que Dione no daba muestras de retomar el hilo de la conversación—. He estado con Blake casi constantemente desde el accidente. Luego tú prácticamente me prohibiste venir, menos cuando decidías que era buen momento. ¡Estaba lívida! Y casi desde el principio Blake se volcó en la terapia, y no me presta atención ni siquiera cuando estoy con él. Estaba tan cerca de ti, era tan evidente que estaba fascinado por ti… Tú has conseguido que haga cosas en las que con los otros terapeutas ni siquiera pensaba.

Dione se removió, incómoda, temiendo que Serena empezara a hablarle de Richard. No parecía tener modo de impedirlo, de manera que decidió defender su postura.

—Sabía que te sentías así. Lo lamentaba, pero no podía hacer nada al respecto. Blake era lo primero. Tú estabas interfiriendo, y no podía permitirlo.

Serena enarcó sus cejas negras con un gesto tan parecido al de Blake que Dione se quedó mirándola, asombrada por su parecido.

—Tenías toda la razón —dijo Serena con firmeza—. Hiciste lo que tenías que hacer. Tardé unas dos semanas en empezar a ver cambios en Blake, y entonces tuve que admitir que estaba molesta por mí misma, no por él. Si de veras quería a Blake, tenía que dejar de comportarme como una mocosa malcriada. Lo siento, Dione. Me gustaría de veras que fuéramos amigas.

Dione quedó sorprendida de nuevo. Se preguntó fugazmente si tras la disculpa de Serena había algún motivo ulterior, pero decidió tomarse en serio sus palabras. A fin de cuentas, ella estaba allí de paso; así pues, nada de lo que Serena dijera podía afectarla mucho tiempo. Las amistades de por vida no se cruzaban en su camino porque no dejaba que nadie se acercara demasiado a ella. Ni siquiera Blake, por cercanos que estuvieran en ese momento y por más que creyera conocerle y él supiera acerca de ella. Cuando todo aquello acabara, ella se iría y casi con toda probabilidad no volvería a verlo. No tenía por costumbre mantenerse en contacto con sus antiguos pacientes, aunque a veces recibía alguna tarjeta por Navidad.

—Si quieres —le dijo a Serena con calma—. Pero no era necesario que te disculparas.

—Lo era para mí —insistió Serena, y quizá fuera así. Era la hermana de Blake, y se parecía mucho a él. Blake tampoco eludía las cuestiones desagradables.

Dione estaba cansada tras el impacto emocional de aquel día, y no se asomó a ver a Blake antes de acostarse. Él estaba de tan mal humor que seguramente se había quedado despierto, esperando por si asomaba la cabeza para arrancársela de un mordisco. Fuera lo que fuese lo que le molestaba, Dione se ocuparía de ello por la mañana. Se sumió en un sueño profundo que no perturbó ningún sueño. Cuando la despertó con sobresalto una voz que gritaba su nombre, tuvo la sensación de que aquel sonido se había repetido varias veces antes de penetrar su sueño. Se levantó a duras penas al oírlo otra vez.

—¡Dione!

Era Blake, y por su voz ronca y crispada parecía tener dolores. Ella corrió a su cuarto y se acercó a la cama. Se estaba retorciendo, intentando sentarse. ¿Qué le ocurría?

—Dime qué te pasa —dijo con insistencia y apoyó las manos en sus hombros desnudos para echarle hacia atrás.

—Calambres —gruñó él.

¡Claro! ¡Debería haberlo imaginado! Se había esforzado demasiado, y ahora estaba pagando el precio. Dione pasó las manos por sus piernas hasta encontrar los músculos contraídos. Sin decir palabra se subió a la cama y comenzó a masajearle las piernas. Sus dedos fuertes trabajaban con eficiencia. Primero consiguió relajar una de sus piernas; luego, la otra. Blake suspiró, aliviado.

Ella siguió masajeándole los gemelos, consciente de que podía volver a tener calambres. Sentía bajo los dedos el calor de su cuerpo, la piel que el vello de las piernas hacía más áspera. Le subió las perneras del pijama por encima de las rodillas y siguió masajeando. Quizás él volviera a dormirse bajo su suave contacto.

Él se sentó de pronto y le apartó las manos.

—Ya basta —dijo en tono cortante—. No sé por qué te gusta tanto toquetear a tullidos, pero vete a jugar con las piernas de otro. Inténtalo con Richard. Seguro que te servirá mejor que yo.

Dione se quedó boquiabierta de estupor. ¿Cómo se atrevía a decir algo así? Se había levantado el camisón al subirse a la cama para tener más libertad de movimientos, y se lo bajó de pronto para taparse las piernas.

—Te merecerías una bofetada —dijo con la voz trémula por la ira—. Maldita sea, ¿qué te pasa? Sabes que no me veo con Richard, y me pone enferma que me lo eches en cara. Has sido tú quien me ha llamado, ¿recuerdas? No he entrado aquí a aprovecharme de ti.

—Te costaría hacerlo —replicó él con sorna.

—Estás muy seguro de ti mismo desde que te sientes más fuerte, ¿eh? —dijo ella sarcásticamente. La ponía doblemente furiosa que se comportara así después de lo que había ocurrido entre ellos ese día. La había besado. Naturalmente, ignoraba que era el único hombre que la había tocado desde los dieciocho años, hacía doce años, pero aun así… Aquello era tan injusto que se puso de rodillas sobre la cama y se inclinó hacia él mientras le señalaba con el dedo.

—Escúchame, maldito gruñón. Me he esforzado mucho por ayudarte y tú no has dejado de ponerme obstáculos. No sé qué te pasa ni me importa, pero no pienso dejar que interfiera en tu terapia. Si creo que tus piernas necesitan un masaje, te lo daré aunque tenga que atarte primero. ¿Lo entiendes o eres demasiado duro de mollera?

—¿Quién te has creído que eres? ¿Dios? —bramó él. Su cara se había ensombrecido tanto que Dione podía verla a pesar de que por las ventanas entraba una luz muy tenue—. ¿Qué sabes tú sobre lo que quiero o lo que necesito? Sólo piensas en tu maldita rehabilitación. Hay otras cosas que necesito, y si no puedo… Se detuvo y volvió la cabeza.

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