Amanecer contigo (15 page)

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Authors: Linda Howard

Tags: #Romántico

—Una mezcla de todo —reconoció, algo confusa.

Él se echó a reír y giró la cabeza para apoderarse de nuevo de su boca. Esta vez el beso fue más profundo, más duro, pero ella no protestó. Lo besó con tanto ímpetu como él, y por fin Blake se dejó caer sobre la mesa, jadeando.

—Te estás aprovechando de un hombre hambriento —gruñó, y ella soltó una carcajada.

—Espero que Alberta no te dé de comer —le dijo, y se dio la vuelta para ocultar el rubor que seguía tiñendo sus mejillas.

Se puso a trastear, ocupándose de algunos detalles insignificantes, pero cuando se dio la vuelta Blake no le estaba prestando atención.

Compuso una expresión suave y le ayudó a vestirse, a pesar de que sentía en él una determinación que la inquietaba. Aquella impresión la acompañó insidiosa, durante toda la cena, mientras Serena entretenía a Blake haciéndole un relato completamente ficticio de su excursión por la ciudad.

¿Qué estaba tramando Blake? Ella se había desvivido por trazar un plan, se había tomado ridículas molestias para ponerlo en marcha, pero por alguna razón seguía sintiendo que era él quien estaba conspirando, no ella.

Capítulo 7

—Dione, ¿puedo hablar contigo? En privado, por favor—. Richard tenía el semblante crispado por la tensión, y Dione lo miró con extrañeza, preguntándose a qué se debía la amargura que reflejaba su rostro. Miró más allá de él, hacia la puerta del despacho, y él le leyó el pensamiento.

—Está jugando al ajedrez con Blake —dijo trabajosamente y, metiéndose las manos en los bolsillos, se acercó a las puertas que daban al patio.

Dione vaciló sólo un momento y luego lo siguió. No quería que se hablara de ellos, pero por otra parte sabía que Richard no intentaría ligar con ella, y odiaba sentirse culpable por ser amable con él. Serena seguía esforzándose por ser amiga suya, y Dione había descubierto que aquella joven le caía muy bien. Era como Blake, poseía su misma franqueza, su disposición a afrontar desafíos. A veces Dione tenía la inquietante impresión de que Serena podía controlarla mejor bajo el disfraz de su amistad, pero parecía cada vez más que aquella idea procedía de su propia desconfianza y no de un acto premeditado de Serena.

—¿Las cosas no van bien? —le preguntó a Richard con calma.

Él soltó una risa amarga y se frotó la nuca.

—Ya sabes que no. No sé por qué —dijo cansinamente—. Lo he intentado, pero tengo la impresión de que nunca me querrá como quiere a Blake, que nunca seré para ella tan importante como él, y eso hace que casi me ponga enfermo tocarla.

Dione eligió sus palabras con sumo cuidado, escogiéndolas como flores silvestres.

—Es lógico que estés algo resentido. Yo veo estas cosas constantemente, Richard. Un accidente así sacude a todas las personas relacionadas con el paciente. Si el que resulta herido es un niño, puede producir rencores entre los padres, y entre los otros hijos. En circunstancias como éstas, una sola persona se lleva la parte del león en cuanto a las atenciones se refiere, y a los demás no les gusta.

Richard curvó hacia arriba una comisura de su boca severa.

—Haces que parezca tan mezquino y egoísta… —dijo.

—No es eso. Es una reacción humana —su voz estaba cargada de afecto y compasión, y él paseó la mirada sobre su tierno rostro—. Las cosas mejorarán —le aseguró.

—¿Tan pronto como para salvar mi matrimonio? —preguntó él con esfuerzo—. A veces casi la odio, y es muy extraño, porque la odio por no quererme como yo la quiero a ella.

—¿Por qué le echas a ella toda la culpa? —dijo Dione—. ¿Por qué no diriges parte de ese resentimiento contra Blake? ¿Por qué no le odias a él por acaparar su atención?

Él se echó a reír.

—Porque no estoy enamorado de él —contestó—. No me importa a quién le preste atención…, a menos que te haga daño a ti.

Ella se estremeció, asombrada, y abrió los ojos como platos. En la penumbra del crepúsculo relucían como oro viejo, tan profundos e insondables como los de un gato.

—¿Cómo podría hacerme daño? —preguntó con voz ronca.

—Haciendo que te enamores de él —Richard era demasiado astuto; podía resumir una situación de un plumazo—. He notado que has cambiado en estas dos últimas semanas. Antes eras muy bella, bien lo sabe Dios, pero ahora eres arrebatadora. Resplandeces. Esa ropa nueva, tu mirada, hasta tu forma de caminar…, todo ha cambiado. Él te necesita ahora, por eso no piensa en nadie más. Pero ¿qué pasará después? Cuando vuelva a caminar, ¿seguirá mirándote como si tuviera los ojos pegados a ti?

—He tenido otros pacientes que se enamoraron de mí —respondió ella.

—No lo dudo, pero ¿te habías enamorado tú antes de un paciente? —preguntó implacablemente.

—No estoy enamorada de él. —Dione se sintió en la obligación de negarlo, de alejar de ella aquella idea. No podía estar enamorada de Blake.

—Reconozco los síntomas —dijo Richard.

A pesar de que resultaba embarazoso hablar de Serena, Dione lo prefería infinitamente a hablar de Blake, y reaccionó con cierta brusquedad.

—No he construido ningún castillo de arena —le aseguró, cerrando los puños para no temblar—. Cuando Blake pueda caminar, pasaré a otro trabajo. Lo sé. Lo he sabido desde el principio. Siempre establezco una relación personal con mis pacientes —añadió, riendo un poco. Era sólo eso, la atención normal que le prestaba a un paciente.

Richard movió la cabeza de un lado a otro, divertido.

—Ves con mucha claridad a los demás —dijo—, pero contigo misma estás ciega.

El viejo pánico, familiar en la forma pero extraño en su esencia, le contrajo el estómago. Ciega. Esa palabra, la palabra que Richard había usado. No, pensó dolorosamente. No estaba ciega, pero se empeñaba en no ver. Había levantado un muro entre sí misma y todo lo que la amenazaba; sabía que estaba allí, pero mientras no tuviera que mirarlo, podía olvidarse de él. Blake la había forzado en dos ocasiones a afrontar el pasado que había dejado tras ella, sin darse cuenta del suplicio que le había costado en términos de dolor. Ahora Richard, aunque utilizaba su fría mente analítica en lugar del instinto visceral de Blake, intentaba hacer lo mismo.

—No estoy ciega —susurró—. Sé quién soy, y lo que soy. Conozco mis limitaciones. Las aprendí de la manera más cruel.

—Te equivocas —dijo él con expresión pensativa—. Sólo conoces las limitaciones que te han marcado los demás.

Aquella idea era tan cierta, tenía tanto empuje, que Dione casi tuvo que alejarse de un salto de ella; la apartó instintivamente, se irguió y procuró organizar sus fuerzas.

—Creía que querías hablarme de Serena —le recordó con calma para hacerle comprender que no estaba dispuesta a seguir hablando de sí misma.

—Sí, pero pensándolo mejor prefiero no molestar con eso. Ya tienes muchas cosas en la cabeza. Al final, Serena y yo arreglaremos solos nuestras diferencias, así que es absurdo pedirle consejo a otros.

Regresaron juntos a la casa y entraron en el despacho. Serena estaba sentada de espaldas a ellos, pero adivinaron por su postura la expresión de su cara. Odiaba perder, y vertía todas sus energías en ganar a Blake. Aunque jugaba bien al ajedrez, Blake jugaba mejor. Solía volverse loca de alegría cuando lograba vencerle.

Blake levantó la vista cuando entraron y una expresión dura y decidida cubrió su cara como una máscara. Sus ojos azules se achicaron.

Más tarde, esa noche, cuando Dione se asomó a su cuarto para desearle buenas noches, él dijo con voz firme:

—Di, el matrimonio de Serena pende de un hilo. Te lo advierto: no hagas nada por romper ese hilo. Mi hermana quiere a Richard. Perderlo la mataría.

—Yo no soy una mujer de la calle, ni voy por ahí destrozando hogares —replicó ella, ofendida. La rabia coloreó sus mejillas mientras lo miraba fijamente. Blake había dejado encendida la lámpara; era evidente que estaba esperando que entrara a decirle buenas noches, como hacía siempre, para demostrarle lo enfadado que estaba. El asombro y el dolor se mezclaron con la furia hasta hacerla temblar por dentro. ¿Cómo podía pensar siquiera…?—. No soy como mi madre —le espetó de pronto con voz crispada, y dando media vuelta cerró la puerta tras ella y corrió a su cuarto a pesar de que oyó que Blake la llamaba.

Estaba dolida y furiosa, pero aun así sus años de autodisciplina le permitieron dormir sin soñar.

Horas después, cuando despertó, justo antes de que sonara el despertador, se sentía mejor. Entonces frunció el ceño. Tenía la impresión de que su subconsciente podía oír el eco de su nombre. Se sentó y ladeó la cabeza al tiempo que aguzaba el oído.

—¡Di! ¡Maldita sea!

Llevaba semanas oyendo aquel deje de su voz cuando la llamaba, y comprendió al instante que estaba sufriendo. Corrió a su habitación sin ponerse la bata.

Encendió la luz. Blake estaba sentado en la cama, frotándose el gemelo izquierdo. Tenía la cara contraída en una mueca de dolor.

—El pie —dijo con los dientes apretados. Dione agarró su pie y obligó a los dedos a recuperar su posición, hundiendo los pulgares en la planta y aplicándole un masaje. Él se recostó en la almohada. Respiraba con ansia, y su pecho subía y bajaba rápidamente.

—No pasa nada —murmuró ella, y deslizó las manos hasta su gemelo. Se concentró en su pierna, ajena a la mirada fija de Blake. Al cabo de unos minutos le estiró la pierna, le dio unas palmaditas en el tobillo y le tapó con la sábana.

—Ya está —dijo con una sonrisa al tiempo que levantaba la mirada, pero su sonrisa se disipó cuando se topó con sus ojos. Aquellos ojos azul oscuro eran tan bravos y atrayentes como el mar, y Dione se sintió desfallecer al hallarse frente a su mirada. Entreabrió los labios suaves. Los ojos de Blake se deslizaron lentamente hacia abajo, y ella cobró de pronto conciencia de que sus pechos se apretaban contra la tela casi transparente del camisón. Un palpito en los pezones le hizo temer que se hubieran endurecido, pero no se atrevió a mirar hacia abajo para confirmarlo. Sus camisones nuevos no ocultaban gran cosa; sencillamente, las velaban.

De pronto no pudo soportar la fuerza de su mirada y apartó los ojos, dejando caer las densas pestañas para ocultar sus pensamientos. El cuerpo de Blake quedaba en su campo de visión, y bruscamente sus ojos se dilataron. Estuvo a punto de proferir un gemido, pero se refrenó en el último segundo.

Olvidó lo mucho que dejaba entrever su camisón y se levantó repentinamente. Había logrado su propósito, pero no se sentía envanecida por ello; se sentía perpleja, tenía la boca seca y la sangre le corría a toda velocidad por las venas.

Tragó saliva y su voz sonó demasiado ronca como para parecer despreocupada cuando dijo:

—Creía que habías dicho que eras impotente.

Pasó un momento antes de que Blake comprendiera lo que había dicho. Parecía tan perplejo como ella. Después de un instante bajó la mirada. Apretó la mandíbula y soltó un exabrupto.

Un rubor ardiente cubrió de golpe la cara de Dione. Era ridículo quedarse allí pasmada, pero no podía moverse. Estaba fascinada, pensó, completamente aturdida por su propia reacción o, mejor dicho, por su falta de ella. Tan fascinada como ante una cobra, y ése era un símil freudiano como no había otro.

—Debo de ser adivino —musitó él con voz ronca—. Estaba pensando que ese camisoncito que llevas excitaría hasta a un muerto.

Dione ni siquiera podía sonreír. De pronto, sin embargo, se sintió capaz de moverse y salió de la habitación todo lo rápido que pudo sin echar a correr.

Seguía notando aquella inquietante sequedad en la boca mientras se vestía con su ropa vieja, en lugar de ponerse la que acababa de comprar. Ya no había necesidad de vestirse seductoramente; Blake había superado aquel escollo, y ella sabía que no debía jugar con fuego.

El único problema era, pensó a medida que pasaban los días, que Blake no parecía notar que había vuelto a usar su ropa vieja y sus recatados camisones. No decía nada, pero cuando estaban juntos Dione notaba en todo momento el fuego de su mirada clavado en ella. Durante la rehabilitación le tocaba constantemente, y poco a poco se acostumbró a que le acariciara la pierna mientras ella le daba un masaje, o la frecuencia con la que sus cuerpos se frotaban cuando estaban nadando.

Él pudo sostenerse en pie mucho antes de lo que esperaba, usando las manos. Se tambaleaba un momento, pero sus piernas aguantaban y enseguida recuperaba el equilibrio. Decidido a dejar de depender de la silla de ruedas, se esforzaba más que cualquier paciente que Dione hubiera tenido antes. Cada noche pagaba su empeño con dolorosos calambres, pero no aflojaba el ritmo que él mismo se marcaba. Dione ya no organizaba su terapia; Blake establecía sus propias exigencias. Lo único que ella podía hacer era intentar impedir que se hiciera daño, y aliviar sus músculos al final de cada ejercicio con masajes y sesiones en la bañera de hidromasaje.

A veces se le ponía un nudo en la garganta cuando lo veía esforzarse a tope, con los dientes apretados y los tendones del cuello tensos por el esfuerzo. Aquello acabaría pronto, y ella pasaría a otro paciente. Blake era ya un hombre enteramente distinto al que ella había conocido cinco meses atrás. Estaba duro como una roca, moreno del color de la teca, y los músculos moldeaban su cuerpo fibroso. Había recuperado su peso normal y posiblemente había ganado algún kilo, pero era todo musculatura. Estaba tan en forma como un atleta profesional. Dione no podía analizar las emociones que se apoderaban de ella cuando lo observaba. Orgullo, por supuesto; incluso cierta avidez posesiva. Pero había también algo más, algo que la hacía sentir languidez y calor. Al mismo tiempo se sentía más viva que nunca. Observaba a Blake y le dejaba tocarla, y se sentía más cerca de él de lo que jamás hubiera creído posible. Conocía a aquel hombre, conocía su orgullo feroz, la osadía que le hacía burlarse del peligro y aceptar con regocijo cualquier desafío. Conocía su inteligencia incisiva y veloz, sus estallidos de cólera, su ternura. Conocía su sabor, la fuerza de su boca, el tacto de su pelo y de su piel bajo sus dedos titubeantes.

Blake se estaba convirtiendo en parte de su ser hasta el punto de que, cuando se permitía pensar en ello, la asustaba. No podía permitir que aquello pasara. Él la necesitaba cada vez menos, y un día no muy lejano regresaría a su trabajo y ella se marcharía. Por primera vez, la idea de mudarse le resultaba penosa. Adoraba la enorme y fresca hacienda, las suaves baldosas del suelo, la serena extensión de las paredes blancas. Los largos días de verano que había pasado con él en la piscina, las risas que habían compartido, las horas de trabajo, hasta el sudor y las lágrimas, habían forjado un vínculo que la unía a Blake de un modo que le parecía casi insoportable.

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