Amanecer contigo (14 page)

Read Amanecer contigo Online

Authors: Linda Howard

Tags: #Romántico

Serena contemplaba todo esto en asombrado silencio, y le ofrecía su opinión cada vez que Dione se la pedía, que era a menudo. Dione no podía decidir si una prenda era sexy sin ser vulgar, así que confiaba en el buen gusto de Serena. Fue ésta quien eligió los biquinis, uno de un rosa delicado y el otro de un azul vibrante. Los dos brillaban como joyas sobre el cuerpo bronceado de Dione.

—¿Sabes? —dijo Serena mientras la veía elegir un body muy ceñido que, desde lejos, daba la sensación de que no llevaba nada encima—, esto parece una ofensiva en toda regla.

Dione estaba para entonces un poco eufórica y aturdida, y se limitó a mirar a Serena inexpresivamente.

—Casi me da pena Blake por ser el blanco de semejante artillería —continuó la otra, riéndose un poco—. Casi, aunque no mucho. Con lo que te estás esforzando, Dione, creo que obtendrás una rendición incondicional. ¿Estás enamorada de Blake?

Aquello llamó la atención de Dione con la fuerza de un gancho en la mandíbula. ¿Enamorada? ¡Claro que no! Eso era imposible. Blake era su paciente; enamorarse de él iba contra su ética profesional. Y no sólo eso, ¿cómo iba a estar enamorada de él? ¿Acaso no veía Serena que era totalmente absurdo?, se preguntó distraídamente. Había reconstruido a Blake casi literalmente, le había moldeado hasta convertirlo de una piltrafa en un hombre fuerte y saludable; no podía permitir que se diera por vencido ahora, no podía dejar que su esfuerzo y su sudor se malgastaran.

Pero de pronto, al ver a través de los ojos de Serena el montón de ropa que había comprado en un solo día, se dio cuenta de que era un esfuerzo inútil. ¿Cómo podía haber imaginado que sería capaz de atraer físicamente a Blake Remington? No sólo no sabía cómo hacerlo, sino que probablemente se pondría histérica si lo conseguía.

Se dejó caer en una silla, arrugando el body sobre el regazo.

—Es absurdo —masculló—. No funcionará.

Serena miró el body.

—Si es humano, funcionará.

—Todo este vestuario es inútil si los actores no saben interpretar —dijo Dione, disgustada—. No sé cómo seducir a nadie, y menos aún a un hombre que ha salido con tantas mujeres como Blake.

Los ojos de Serena se agrandaron.

—¿Lo dices en serio? Con tu físico, no tienes que seducir a nadie. Lo único que tienes que hacer es quedarte quieta y dejar que se te acerque.

—Gracias por los ánimos, pero no es tan fácil —repuso Dione, incapaz de contarle toda la historia—. A algunos hombres les gusta mi físico, pero sé que Blake siempre las ha preferido rubias. No soy su tipo en absoluto.

—No entiendo cómo puedes preocuparte porque no eres rubia después de mirarte al espejo —dijo Serena con impaciencia—. Eres… voluptuosa. Es la única palabra que se me ocurre para describir tu aspecto. Si aún no ha intentado ligar contigo es porque no le has dado pie. Esas ropas lo harán por ti. Luego, deja que las cosas sucedan de manera natural.

¡Si ella supiera!, pensó Dione mientras pagaba el body y un frasco de perfume que la vendedora le había jurado que volvería loco de deseo a su marido.

No quería que Blake se volviera loco de deseo; sólo quería que se excitara. ¡Qué gran dilema! La vida estaba llena de pequeñas ironías, pero aquélla no le parecía muy divertida.

Blake no estaba a la vista cuando volvieron a casa, y Dione se alegró de ello. No quería que supiera cuántas cosas había comprado.

Ángela las ayudó en silencio a llevar los paquetes a su cuarto y, cuando Dione le preguntó por Blake, sonrió tímidamente y murmuró:

—En el gimnasio —después salió a toda prisa.

Serena soltó una risilla cuando Ángela se hubo marchado.

—Es todo un personaje, ¿verdad? Creo que Blake eligió a todo el servicio por lo mucho que hablaban, o mejor dicho por lo que no hablaban —antes de que Dione pudiera decir nada, Serena cambió de tema—. ¿Te importa que me quede a cenar? Sé que seguramente quieres empezar tu campaña, pero Richard me dijo esta mañana que llegaría tarde a casa, y no tengo nada que hacer.

Lejos de estar ansiosa por empezar su «campaña», Dione estaba asustada, y le pidió de buena gana que se quedara. Como solía cenar con ellos, Blake podía pensar que pasaba algo raro si dejaba de ir de repente.

Mientras Serena se iba al cuarto de estar a pasar el rato, Dione bajó a la piscina y entró en el gimnasio. Se detuvo bruscamente. Blake estaba en las barras, sosteniéndose con las manos, y Alberta, de rodillas, le movía los píes. Por su aspecto, parecía que había estado haciendo aquello desde que ella se marchara con Serena esa mañana, y la pobre Alberta también estaba agotada. Blake llevaba sólo unos pantalones de gimnasia azules muy cortos, y se había atado la camiseta alrededor de la frente para impedir que el sudor se le metiera en los ojos. Chorreaba literalmente mientras se esforzaba, intentando obligar a sus músculos a cumplir su cometido.

Dione sabía que tenía que estar sufriendo; se notaba en cómo apretaba la mandíbula y en que tenía los labios blancos. El hecho de que hubiera reclamado la ayuda de Alberta en lugar de esperar a que ella volviera decía mucho acerca de su determinación, pero Dione temía que se hubiera excedido. La noche anterior había pagado sus excesos con terribles calambres, y ella tenía la sensación de que esa noche volvería a pasar lo mismo.

—Hora de meterse en la bañera —dijo tranquilamente, intentando no parecer ansiosa.

Alberta levantó la cabeza, aliviada, y se levantó trabajosamente.

Blake, por su parte, sacudió la cabeza.

—Aún no —masculló—. Otra media hora.

Dione le hizo una seña a Alberta, que salió de la habitación sin hacer ruido. Tomó una toalla del montón que siempre tenía a mano, se acercó a él y le secó la cara, los hombros y el pecho.

—No te esfuerces demasiado —le aconsejó—. Aún no. En esta fase, puede ser más perjudicial que beneficioso. Vamos, a la bañera. Dales un descanso a tus músculos.

Él se apoyó contra las barras, jadeando, y Dione le acercó rápidamente la silla. Blake se dejó caer en ella. Estaba mucho más fuerte y ya casi nunca necesitaba su ayuda para moverse por la casa. Ella encendió la bañera de hidromasaje y al darse la vuelta descubrió que él le había estado mirando el trasero mientras estaba inclinada. Preguntándose cuánto dejaba al descubierto su vestido, se puso colorada. Blake le lanzó una sonrisita maliciosa, luego agarró la polea, se colocó sobre la bañera y descendió suavemente hasta el agua. Suspiró, aliviado, cuando el agua borboteante comenzó a aliviar sus músculos cansados y rígidos.

—No esperaba que pasaras fuera todo el día —dijo, y cerró los ojos cansinamente.

—Sólo voy de compras una vez al año —mintió ella sin sonrojo—. Cuando salgo de compras, es una carrera de resistencia.

Él sonrió con los ojos cerrados.

—¿Quién ha ganado, Serena o tú? —preguntó.

—Creo que Serena —rezongó ella mientras estiraba sus músculos tensos—. Comprando se ejercitan unos músculos completamente distintos a los que se ejercitan levantando pesas.

Él abrió un ojo el ancho de una rendija y la miró.

—¿Por qué no te unes a mí? —preguntó—. Como dice el viejo refrán, «Métete, que el agua está buena».

Era una idea tentadora. Dione miró el agua y sacudió la cabeza con pesar al recordar las muchas cosas que tenía que hacer. No tenía tiempo para relajarse en una bañera de hidromasaje.

—Esta noche, no. Por cierto —añadió, cambiando de tema—, ¿cómo convenciste a Alberta para que te ayudara con los ejercicios?

—Con una mezcla de encanto y coerción —contestó él con una pequeña sonrisa. Su mirada se deslizó por el corpiño de su vestido; luego cerró los ojos de nuevo y se entregó al placer del baño.

Dione recorrió la habitación poniendo todo en orden y preparándose para el masaje que le daría cuando saliera de la bañera, pero se movía como un autómata. Su conversación había sido despreocupada, incluso trivial, pero Dione percibía un estado de ánimo completamente distinto bajo sus palabras. Blake la estaba mirando, la veía como mujer, no como fisioterapeuta. Ella estaba al mismo tiempo asustada y eufórica por su éxito, porque esperaba tardar mucho más en llamar su atención. La intensidad con que la miraba mandaba mensajes que no era capaz de interpretar. Como terapeuta, sabía de manera instintiva qué necesitaba su paciente; como mujer, estaba completamente a oscuras. Ni siquiera estaba del todo segura de que Blake no la mirara con desdén.

—Está bien, ya es suficiente —dijo él con voz ronca, interrumpiendo sus cavilaciones—. Espero que Alberta no me guarde rencor, porque tengo hambre. ¿Crees que me dará de comer?

—Serena y yo te daremos nuestras sobras —contestó ella generosamente, y Blake la miró divertido.

Unos minutos después yacía boca abajo sobre la mesa, con una toalla alrededor de las caderas, suspirando de contento mientras los dedos fuertes de Dione obraban su magia. Apoyó la barbilla en los brazos doblados con una expresión entre ausente y ensimismada. Parecía concentrado en sus planes.

—¿Cuánto tardaré en volver a andar? —preguntó.

Ella siguió masajeándole las piernas mientras se pensaba la respuesta.

—¿Te refieres a dar los primeros pasos o a caminar sin ayuda?

—A los primeros pasos.

—Calculo que un mes y medio, más o menos, pero sólo es una conjetura —le advirtió—. No te lo tomes al pie de la letra. Podrían ser cuatro o cinco semanas, o dos meses. En realidad depende de lo bien que haya planeado la rehabilitación. Si te esfuerzas demasiado y te haces daño, tardarás más.

—¿Cuándo remitirá el dolor?

—Cuando tus músculos se acostumbren a tu peso y a la mecánica del movimiento. ¿Todavía tienes las piernas entumecidas?

—No —contestó él con un gruñido—. Ahora lo noto cuando me tocas. Pero después de los calambres de anoche, no sé si prefiero sentirlas o no.

—Es el precio que hay que pagar —contestó ella con suavidad, y le dio una palmada en el trasero—. Date la vuelta.

—Me gusta ese vestido —dijo Blake cuando estuvo tumbado de espaldas y pudo mirarla.

Dione siguió moviendo los dedos al mismo ritmo regular sin levantar la mirada. Al ver que no decía nada, él insistió—.

—Tienes unas piernas fantásticas. Te veo todos los días casi sin ropa, y no me he dado cuenta de lo bonitas que tienes las piernas hasta que te has puesto un vestido.

Ella levantó una ceja. Aquella afirmación constataba por sí sola que Blake no se había fijado en ella como mujer. Dione le dio a medias la espalda y comenzó a masajear su gemelo derecho con la esperanza de que la enérgica fricción evitara los calambres. Cuando notó el cálido contacto de su mano sobre su muslo desnudo, bajo el vestido, dejó escapar un gritito sofocado y se enderezó.

—¡Blake! —exclamó, y empujó frenéticamente su mano intentando sacarla de debajo del vestido—. ¡Para! ¿Qué estás haciendo?

—Tú estás jugando con mis piernas —contestó él con calma—. Y yo me estoy tomando la revancha.

Él tenía la mano entre sus piernas y el pulgar en la parte exterior de su muslo. Dione dio un respingo al sentir que su mano empezaba a deslizarse hacia arriba y cerró instintivamente las piernas, estaba muy colorada.

—Me gusta —dijo él con voz ronca y los ojos brillantes—. Tus piernas son tan suaves y tan fuertes… ¿Sabes qué parecen? Parecen satén fresco.

Ella se giró, intentando desasirse, y para su consternación Blake subió los dedos un poco más. Ella respiró hondo y contuvo el aliento; se quedó muy quieta, con los ojos como platos y una mirada de alarma mientras intentaba sofocar el arrebato de ansiedad que notaba en el estómago. El corazón le brincaba, ebrio, en el pecho.

—Suéltame, por favor —musitó con la esperanza de que el temblor de su voz no se notara tanto si hablaba bajito.

—Está bien —dijo Blake con una sonrisita en los labios. Justo cuando ella empezaba a respirar aliviada, añadió—: Si me das un beso.

A ella empezó a palpitarle tan fuerte el corazón que se llevó la mano al pecho para ver si lo calmaba.

—¿Sólo… sólo un beso?

Él miró fijamente sus labios.

—No sé —respondió arrastrando las palabras—. Puede que sí, puede que no. Depende de lo que nos guste. Por el amor de Dios, Di, ya nos hemos besado antes. No vas a violar ningún voto sagrado liándote con un paciente. Un beso no es lo que yo llamaría un lío.

A pesar de que ella intentaba mantener las piernas juntas para atrapar su mano, Blake se las ingenió para subirla un poco más.

—Sólo es un beso —añadió, tendiéndole la mano izquierda—. No seas tímida.

Dione no era tímida, estaba aterrorizada, pero aun así podía aferrarse a la idea de que Blake no era Scott. Eso bastó para darle el valor que necesitaba para inclinarse y besarlo en los labios tan suavemente, con tanta delicadeza, como un roce del aire. Se echó hacia atrás y se quedó mirándolo. Él seguía con la mano sobre su pierna.

—Me lo has prometido —le recordó ella.

—Eso no ha sido un beso —contestó. Su mirada era intensa, vigilante—. Lo que quiero es un beso de verdad, no un beso de niño. Hace mucho tiempo que no estoy con una mujer. Necesito sentir tu lengua.

Ella se apoyó débilmente contra la mesa. «No puedo hacerlo», se dijo frenéticamente, y luego se envaró al formarse una idea en su cerebro. Claro que podía; podía afrontarlo todo. Ya había superado lo peor que podía pasarle. Aquello era sólo un beso, nada más…

Aunque su boca suave y generosa temblaba, le dio el beso íntimo que él deseaba, y le sorprendió notar que Blake empezaba a temblar. Él apartó la mano de su pierna y la rodeó con los brazos sin apretarla, de modo que su cálida cercanía no la asustó. El vello de su pecho hacía cosquillas a Dione por encima de la tela del vestido y el leve olor almizclado de Blake llenaba sus pulmones. Cobró conciencia del calor de su piel, del leve juego de su lengua sobre la suya. Tenía los ojos abiertos pero los cerró lentamente, y se perdió en un mar de sensaciones. La luz era sólo un fulgor rojizo contra sus párpados. Sentía cada vez con mayor intensidad sus caricias y su olor a medida que se concentraba.

Eso era lo que quería, se recordó vagamente. No había pensado que disfrutaría, pero la excitación que empezaba a correr por sus venas llevaba consigo un calor que sólo podía ser de placer.

—Dios, qué bien hueles —jadeó Blake y, separando su boca, frotó el suave hueco de su garganta con la nariz—. ¿Qué perfume llevas?

Ella recordó, aturdida, todos los perfumes que había probado.

Other books

The Darkest Walk of Crime by Malcolm Archibald
Amazon Slave by Lisette Ashton
Black Onyx by Victor Methos
Dark Alchemy by Laura Bickle
Trout and Me by Susan Shreve
Teach Me To Ride by Leigh, Rachel
Money & Murder by David Bishop