(Miami, 4/2/59)
La embarcación se retrasaba.
Los agentes del cuerpo de Aduanas llenaban el muelle. El ministerio de Salud Pública había instalado una tienda de campaña en el aparcamiento situado detrás.
Los refugiados serían sometidos a análisis de sangre y a exámenes por rayos X. Los afectados de enfermedades contagiosas serían enviados a un hospital del estado en las afueras de Pensacola.
Stanton repasó la lista de pasajeros.
–Nos la ha filtrado uno de nuestros contactos en la isla. Todos los deportados son varones.
Las olas batían los pilones. Guy Banister les arrojó la colilla del cigarrillo.
–Lo cual significa que son maleantes. Bajo la calificación de «indeseables políticos», Castro se está librando de meros delincuentes comunes.
El muelle estaba flanqueado de puestos de interrogatorio. Tras ellos se habían desplegado tiradores de la Patrulla de Fronteras con órdenes de disparar a matar al primer asomo de problemas.
Kemper estaba en primera línea del muelle. Las olas rompían con fuerza y la espuma le salpicó las perneras de los pantalones.
Su misión concreta era entrevistarse con Teófilo Páez, ex jefe de seguridad de la United Fruit Company. Un informe de la CIA se refería a la United Fruit en los siguientes términos: «Es la empresa norteamericana más antigua, más grande y más provechosa de Cuba, y la que proporciona más puestos de trabajo a obreros cubanos no especializados o semiespecializados. Desde hace muchos años, es un bastión del anticomunismo cubano. Los agentes de seguridad cubanos al servicio de la compañía han efectuado una eficaz labor de reclutamiento de jóvenes anticomunistas dispuestos a infiltrarse en los grupos de obreros izquierdistas y en las instituciones educativas de Cuba.»
Banister y Stanton contemplaron el perfil de los rascacielos de la ciudad. Kemper avanzó un paso y dejó que la brisa le agitara los cabellos.
Llevaba diez días como agente contratado: dos reuniones en Langley y aquello. También llevaba diez días con Laura Hughes: el puente aéreo de La Guardia facilitaba las citas.
Laura se sentía con derecho. Laura se volvía loca cuando la acariciaba. Laura hacía comentarios ingeniosos y tocaba Chopin con brío.
Laura era una Kennedy. Contaba historias de los Kennedy con gran entusiasmo. Kemper ocultó tales historias al señor Hoover.
Era casi una especie de lealtad. Resultaba casi conmovedor… y lo comprometía ante el señor Hoover.
Kemper necesitaba a Hoover. Continuaba enviándole informes por teléfono, pero se ceñía a lo relacionado con el comité McClellan.
Tomó una suite en el hotel St. Regis, no lejos del apartamento de Laura. El alquiler mensual era brutal.
Manhattan se le metía a uno en la sangre. Sus tres pagas sumaban cincuenta y nueve mil dólares al año, en absoluto suficientes para mantener el nivel de vida que deseaba.
Bobby lo mantenía ocupado con el aburrido papeleo del comité. Jack había insinuado que la familia quizá tuviera un trabajo para él cuando se cerrara el comité. Muy probablemente, el empleo que le ofrecieran sería el de jefe de seguridad de la campaña.
A Jack le gustaba tenerlo a su lado. Bobby seguía sintiendo una vaga desconfianza hacia él.
Bobby no estaba accesible, y Ward Littell lo supo.
Hablaba con Ward dos veces por semana. Ward insistía en hablar demasiado de su nuevo soplón, un prestamista y corredor de apuestas llamado Sal D'Onofrio.
Ward, cauto, decía que tenía acogotado a Sal el Loco. También habló, irritado, de que Lenny Sands trabajaba ahora para Pete Bondurant.
Ward estaba furioso; sabía que esto último era cosa de Kemper.
Ward le enviaba informes confidenciales. Kemper los corregía para eliminar las ilegalidades cometidas por Littell y los enviaba a Bobby Kennedy. Bobby sólo conocía a Littell como «el Fantasma». Bobby rezaba por él y admiraba su valor.
Por fortuna, tal valor estaba matizado de discreción. Por fortuna, el muchacho de la camilla del depósito de cadáveres le había enseñado a Ward unas cuantas cosas.
Ward era moldeable y estaba dispuesto a escuchar. Ward era otro huérfano que había crecido en internados de jesuitas.
Ward tenía buena intuición. Y estaba seguro de que aquellos libros contables «alternativos» del fondo de pensiones existían realmente.
Lenny Sands creía que los libros eran administrados por un hombre de la mafia. Y había oído que se pagaba una comisión a quien llevaba solicitantes de préstamos que proporcionaban grandes beneficios.
Littell podía estar tras un montón de pasta. Dinero a lo grande. Era un dato que sería mejor ocultar a Bobby.
Se lo ocultó. Eliminó cualquier referencia a los fondos de los informes del Fantasma.
Pese a su entusiasmo, Littell era maleable. El gran interrogante era si podría ocultarse a Hoover su trabajo encubierto.
Una manchita oscura apareció en el agua. Banister se llevó unos prismáticos a los ojos.
–No parece gente muy recomendable. Hay una partida de dados en la parte de popa de la barcaza.
Los hombres de Aduanas ocuparon el muelle. Llevaban revólveres, porras y esposas. Stanton enseñó una foto a Kemper.
–Éste es Páez. Lo cogeremos inmediatamente, para que los de Aduanas no puedan reclamarlo.
Páez se parecía a Xavier Cugat, pero en flaco.
–Acabo de verlo -dijo Banister-. Está en proa y va lleno de heridas y magulladuras.
Stanton frunció el entrecejo.
–Castro odia a la United Fruit -murmuró-. Nuestra sección de propaganda recogió un polémico escrito suyo sobre la compañía, hace nueve meses. Fue uno de los primeros indicios de que podía ser un comunista.
Las olas coronadas de espuma ayudaron a impulsar la barcaza. Los ocupantes se agarraban y se pegaban por ser los primeros en desembarcar. Kemper quitó el seguro de su arma.
–¿Dónde vamos a concentrar a esa gente?-preguntó.
–La Agencia tiene un motel en Boynton Beach -Banister señaló hacia el norte-. Han tramado una falsa historia de fumigaciones y han expulsado a todos los residentes. Meteremos a esos tipos en las habitaciones, de seis en seis, y veremos a quién podemos utilizar.
Los refugiados lanzaban vítores y agitaban banderitas. Teo Páez estaba agazapado, como si pensara iniciar un
sprint
.
–¡Todos preparados! – gritó el jefe de Aduanas.
La barcaza tocó el muelle. Páez saltó. Kemper y Stanton lo agarraron y lo inmovilizaron. Después, lo levantaron del suelo y echaron a correr con él. Banister explicó la intromisión.
–¡Custodia de la CIA! ¡Éste es nuestro!
Los tiradores hicieron disparos de advertencia. Los refugiados se agacharon y se pusieron a cubierto. Los agentes de Aduanas pescaron la barcaza y la amarraron a los pilotes.
Kemper condujo a Páez entre la multitud. Stanton se adelantó y abrió la puerta de uno de los compartimentos para interrogatorio.
–¡Hay un muerto a bordo! – gritó una voz.
Llevaron dentro a su hombre. Banister cerró la puerta. Páez se desplomó y cubrió el suelo de besos. Al hacerlo, se le cayó de los bolsillos un puñado de habanos. Banister cogió uno y olió el envoltorio.
Stanton recuperó el aliento.
–Bienvenido a Estados Unidos, señor Páez. Hemos oído cosas muy buenas de usted y nos alegramos mucho de tenerlo aquí.
Kemper entreabrió una ventana. El muerto era retirado en una camilla, cosido a puñaladas de pies a cabeza. Los agentes de Aduanas pusieron en fila a los exiliados; cincuenta hombres, más o menos.
Banister instaló su grabadora sobre una mesa.
–¿Se ha producido una muerte en la barcaza?
–No. Ha sido una ejecución política. – Páez se derrumbó en una silla-. Sospechamos que ese tipo venía deportado para actuar como espía antiamericano. Lo interrogamos y reconoció que era cierto. Entonces, actuamos en consecuencia.
Kemper tomó asiento.
–Habla usted un inglés excelente, Teo.
–Hablo ese inglés lento y exageradamente formal de quien lo ha aprendido por sí mismo, trabajosamente. Los que lo hablan como lengua materna me dicen que a veces resulta graciosa mi manera de mutilar su idioma y de utilizar palabras inadecuadas.
Stanton también acercó una silla.
–¿Le importaría hablar con nosotros ahora? Tenemos preparado para usted un bonito apartamento y el señor Boyd lo conducirá allí dentro de poco.
–Estoy a su disposición -asintió Páez.
–Excelente. Por cierto, me llamo John Stanton y éstos son mis colegas, Kemper Boyd y Guy Banister.
Páez estrechó la mano a los tres. Banister guardó el resto de los habanos y puso en marcha la grabadora.
–¿Le traemos algo antes de empezar?
–No. Me gustaría que mi primera comida en Estados Unidos fuera un bocadillo en el Wolfie's Delicatessen de Miami Beach. Kemper sonrió. Banister se rió abiertamente.
–Teo, ¿Fidel Castro es comunista?-preguntó Stanton.
–Sí. Indudablemente -respondió Páez-. Es comunista de pensamiento y de práctica y mi antigua red de informadores estudiantiles me ha informado de que recientemente, en varias ocasiones, han llegado a La Habana, ya cerrada la noche, diversos aeroplanos que transportaban diplomáticos rusos. Mi amigo Wilfredo Olmos Delsol, que estaba en la barcaza conmigo, ha memorizado los números de los vuelos.
Banister encendió un cigarrillo.
–Che Guevara es rojo desde hace mucho.
–Sí. Y el hermano de Fidel, Raúl, es otro cerdo comunista. Además, es un hipócrita. Mi amigo Tomás Obregón dice que Raúl está vendiendo heroína confiscada a drogadictos ricos y, al mismo tiempo, babea retórica comunista.
Kemper estudió la lista de custodia.
–Tomás Obregón venía con usted en la barcaza -señaló.
–Sí.
–¿Cómo es que tenía información sobre el tráfico de heroína en Cuba?
–Porque él también estaba metido en el tráfico, señor Boyd. Mis compañeros de travesía son en su mayoría delincuentes habituales. Fidel quería librarse de ellos y los ha enviado a Estados Unidos con la esperanza de que ejerzan sus oficios en estas costas. Lo que no ha sabido ver es que el comunismo es un delito mayor que la venta de drogas, el robo o el asesinato, y que incluso los delincuentes pueden sentir el deseo patriótico de recuperar su patria.
Stanton se meció hacia atrás en la silla.
–Hemos oído que Castro se ha apoderado de los hoteles y casinos de la mafia -comentó.
–Es cierto. Fidel lo llama «nacionalización». Le ha quitado los casinos y millones de dólares a la mafia. Tomás Obregón me ha contado que el ilustre gángster norteamericano, Santo Trafficante Jr., está ahora mismo detenido en el hotel Nacional.
–Castro tiene ganas de morir, el muy gilipollas. ¡Está jodiendo a la vez al gobierno de Estados Unidos y a la mafia!
–No existe ninguna mafia, Guy. Por lo menos, es lo que dice siempre el señor Hoover.
–Kemper, hasta el mismísimo Dios puede cometer errores.
–Ya basta de ese tema -intervino Stanton-. Teo, ¿cuál es la situación de los ciudadanos norteamericanos que aún permanecen en Cuba?
Páez se rascó la cabeza y se desperezó.
–Fidel quiere parecer humano. Mima a los norteamericanos influyentes que aún siguen en la isla y sólo les permite ver las supuestas bondades que la revolución ha conseguido. Los va a soltar poco a poco para que regresen a Estados Unidos como tontos útiles para la difusión de propaganda comunista. Y, mientras tanto, Fidel ya ha quemado muchos de los campos dé caña de azúcar de mi querida United Fruit y ha torturado y matado a muchos de mis informadores estudiantes, bajo la acusación de que son espías de la «imperialista y fascista» United.
Stanton consultó el reloj.
–Guy, lleva a Teo a pasar la revisión médica -ordenó-. Teo, vaya con el señor Banister. El señor Boyd lo conducirá a Miami dentro de unos momentos.
Banister condujo a Páez al exterior. Kemper los siguió con la vista mientras se encaminaban a la dependencia de rayos X. Stanton cerró la puerta.
–Deshágase del muerto en alguna parte, Kemper. Yo interrogaré a todo el personal que lo ha visto. Y no comente nada del escondite de Guy; puede resultar explosivo.
–Algo he oído. Se rumorea que fue superintendente ayudante de la policía de Nueva Orleans durante unos diez minutos, hasta que se emborrachó y disparó su arma en un restaurante lleno de gente.
–Y también se rumorea -añadió Stanton con una gran sonrisa- que usted traficó con unos cuantos Corvettes robados, en sus tiempos.
–
Touché
. Y, ya que me ha salido eso en francés, ¿qué opina de la donación de armas de Pete Bondurant?
–Me ha impresionado. Pensamos hacer una oferta a Pete y voy a plantear el tema la próxima vez que hable con el director adjunto.
–Pete es un tipo muy indicado -dijo Kemper-. Es experto en mantener a raya a los camorristas.
–Sí que lo es. Jimmy Hoffa lo utiliza con este propósito en ese negocio de los taxis. Continúe, Kemper. Veo que le ha estado dando vueltas al asunto.
Kemper desconectó el magnetófono.
–John, descubrirá usted que un porcentaje apreciable de esos hombres de ahí fuera son psicópatas incontrolables. Puede que su idea de adoctrinarlos y prepararlos como posibles guerrilleros contra Castro no dé resultado. Si los aloja con familias de inmigrantes cubanos establecidos y les encuentra trabajo, según su plan actual, descubrirá que recuperan sus anteriores tendencias delictivas tan pronto se les pase la novedad de encontrarse en el país.
–Lo que usted dice es que deberíamos escogerlos con más cuidado.
–No; lo que digo es que debería escogerlos yo. Lo que digo es que debemos prolongar el periodo de detención en el motel de la Agencia y que debo ser yo quien tome la última decisión sobre quién reclutamos y quién no.
–¿Puedo preguntar qué le hace sentirse calificado para ello?-preguntó Stanton con una carcajada.
Kemper fue contando sus razones con los dedos:
–He trabajado nueve años como agente encubierto. Conozco a los delincuentes y me gustan. He estado infiltrado en los círculos de ladrones de coches, he detenido a los cabecillas y he trabajado con la Fiscalía General en la preparación de los juicios. Comprendo la necesidad que tienen algunos delincuentes a la hora de aceptar la autoridad. Mire, John, he estado tan cerca de algunos de esos ladrones de coches que muchos insistieron en que sólo harían una confesión delante de mí, el agente que los había traicionado y detenido.