América (54 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

–Tenemos un montón de papeleo que revisar, señor Marcello -dijo Ward-. Deberemos pasar un tiempo juntos para establecer una serie de antecedentes que detallen su historial como emigrante para que el señor Wasserman pueda utilizarlos cuando presente su requerimiento de anulación de la orden de deportación. Ciertas personas muy influyentes quieren verlo repatriado y yo también trabajaré con ellas. Comprendo que este viaje inesperado debe de resultar agotador, así que Kemper Boyd y yo vamos a ocuparnos de que, dentro de unos días, Chuck Rogers lo lleve de vuelta a Luisiana para esconderlo allí.

Marcello hizo una pequeña finta rápida. El tipo era experto y rápido de pies.

–¿Qué te pasó en la cara, Ward?-preguntó Pete.

Littell abrió el maletín. Pete cogió la bola con el número 8 y la partió por la mitad con las manos desnudas.

Astillas de madera saltaron de la mesa y salieron volando.

–No estoy seguro de que me guste el aspecto que va tomando esto… -murmuró Marcello.

Littell sacó los libros del fondo. Una plegaria rápida atemperó sus nervios.

–Estoy seguro de que los dos saben que la propiedad de Jules Schiffrin en Lake Geneva fue visitada por los ladrones el pasado noviembre. Desaparecieron varios cuadros, así como unos libros de contabilidad que, según se rumorea, contenían anotaciones sobre el fondo de pensiones del sindicato de Transportistas. El ladrón fue un informador de Court Meade, un agente del Programa contra la Delincuencia Organizada con base en Chicago. El hombre entregó los libros a Meade cuando comprendió que los cuadros eran demasiado conocidos y reconocibles como para venderlos. Meade murió de un ataque cardíaco en enero y me legó esos libros. Me aseguró que no los había enseñado a nadie más y, en mi opinión, estaba esperando para vendérselos a alguien de la organización de Giancana. Tiene arrancadas algunas hojas pero, salvo esto, creo que están intactos. Los he traído porque sé de sus buenas relaciones con el señor Hoffa y los transportistas.

Marcello se quedó boquiabierto. Pete partió por la mitad un taco de billar.

En Houston, Littell había arrancado catorce hojas de los libros de contabilidad. Todas las anotaciones relacionadas con los Kennedy estaban guardadas a salvo.

Marcello le tendió la mano. Littell besó el gran anillo de diamantes, al estilo papal.

67

(Anniston, 11/4/61)

Listas de votantes e informes de impuestos de capitación. Resultados de pruebas de alfabetización y declaraciones de testigos. Cuatro paredes forradas de corchos rebosantes de papeles: represión sistemática en documentos mecanografiados, negro sobre blanco.

La habitación del hotel era pequeña y deslustrada. El motel Wigwam no era precisamente el St. Regis.

Kemper redactó una acusación de obstrucción del derecho a voto. Un examen de alfabetización y la declaración de un testigo formaban su base probatoria.

Delmar Herbert Bowen era un varón negro, nacido en 14/6/19 en Anniston, Alabama. Sabía leer y escribir y se calificaba de «gran aficionado a la lectura».

El 15/6/40, el señor Bowen intentó registrarse para votar. El encargado del registro le preguntó si sabía leer y escribir.

El señor Bowen demostró que sí sabía. El encargado le hizo entonces preguntas escogidas, relativas todas ellas a cálculo avanzado. El señor Bowen no supo responderlas y, por esa razón, se le negó el derecho al voto.

Kemper estudió la prueba de alfabetización y determinó que el funcionario de Anniston había manipulado los resultados. El hombre decía que el señor Bowen no era capaz de deletrear «perro» y «gato» y que tampoco sabía que el coito precipita el parto.

Juntó los documentos con un clip. El trabajo lo aburría. El mandato de los Kennedy para hacer que se respetasen los derechos civiles no daba suficiente juego para su gusto.

Su mandato era una muestra de la diplomacia de las cañoneras. Tomó un bocadillo en un local de comidas recalentada. En el barrio negro, por el simple gusto de hacerlo.

Un bromista lo llamó «amigo de los negros». Kemper lo molió a golpes de judo.

La noche anterior habían hecho unos disparos contra su puerta y un negro le había contado que el Klan había quemado una cruz a poca distancia de allí.

Kemper ultimó el informe sobre Bowen. Lo hizo deprisa; tenía que reunirse con John Stanton en Miami en el plazo de tres horas.

Las llamadas telefónicas le entorpecieron la mañana y retrasaron su trabajo. Bobby llamó para pedir unos datos sobre una declaración; Littell también lo hizo, para dejar caer su bomba atómica más reciente.

Ward había entregado los libros del fondo a Carlos Marcello. Pete Bondurant había sido testigo de la transacción. Al parecer, Marcello se había tragado la tortuosa historia urdida por Littell.

–Pero hice copias, Kemper -explicó Ward-. Y las declaraciones sobre tu infiltración y sobre las fechorías de Joe Kennedy siguen a buen recaudo. Y te agradeceré que aconsejes a Le Grand Pierre que no me mate.

Boyd llamó a Pete inmediatamente.

–No mates a Littell ni le cuentes a Carlos que la historia es falsa -le dijo.

–Reconóceme que tengo un poco de cerebro -fue la réplica de Pete-. Llevo tanto tiempo como tú metido en este juego.

Littell los había burlado. No era una pérdida muy grave: los libros serían siempre una posible fuente de ingresos.

Kemper engrasó su arma. Bobby sabía que la llevaba… y se reía de ello por pretencioso.

La llevó al Discurso Inaugural. Encontró a Bobby en la ruta del desfile y le dijo que había cortado con Laura definitivamente.

Encontró a Jack en una recepción en la Casa Blanca. Lo llamó «señor Presidente» por primera vez. El primer decreto presidencial de Jack fue éste: «Búscame unas chicas para esta noche, más tarde.»

Kemper se dio prisa en encontrar a las chicas, dos estudiantes de Georgetown. El presidente Jack le dijo que retuviera a las chicas para unos revolcones rápidos a última hora. Kemper las ocultó en las habitaciones de invitados de la Casa Blanca. Jack lo sorprendió bostezando y echándose agua a la cara para despejarse.

Eran las tres de la madrugada y las galas de Inauguración solían prolongarse hasta después del amanecer.

Jack sugirió tomar un estimulante. Se encaminaron al Despacho Oval y vio a un médico que preparaba unas ampollas y unas jeringas hipodérmicas.

El Presidente se subió la manga. El doctor lo pinchó. John F. Kennedy puso una expresión auténticamente orgásmica.

Kemper se subió la manga. El doctor le inyectó el fármaco. Una explosión en su interior lo disparó como un cohete.

El viaje duró veinticuatro horas.

Transcurrido ese plazo más o menos, el tiempo y el espacio adquirieron coherencia nuevamente.

El ascenso de Jack se convirtió en el suyo. Esta sencilla verdad resultaba prometedoramente clara. El tiempo y el espacio estaban obligados con un tal Kemper Cathcart Boyd. En aquel sentido, él y Jack eran indistinguibles.

Trabó conversación con una de las antiguas amantes de Jack e hizo el amor con ella en el Willard. Describió el momento a senadores y taxistas. Judy Garland le enseñó a bailar el twist.

El viaje quedó atrás y le dejó ganas de repetir, pero comprendió que con ello sólo convertiría en vulgar aquel gran momento.

Sonó el teléfono. Kemper terminó de cerrar la bolsa con el equipaje para un viaje corto y descolgó.

–Aquí Boyd.

–Kemper, soy Bob. Tengo al Presidente aquí, conmigo.

–¿Quiere que le repita esas últimas informaciones que he traído?

–No. Te necesitamos para que nos ayudes en una especie de fallo en las comunicaciones.

–¿Respecto a qué tema?

–Cuba: Comprendo que sólo estás al corriente de ciertos recientes acontecimientos de manera informal, pero aun así pienso que eres el hombre más adecuado para esto.

–¿Para qué?¿De qué estamos hablando?

Bobby resopló, exasperado.

–¡De ese proyecto de invasión por parte de los exiliados! – exclamó-. No sé si has oído algo de eso o no. Richard Bissell acaba de pasar por mi despacho y me ha dicho que la CIA está en ascuas y que sus cubanos se muestran más que impacientes. Ya tienen escogido el punto clave para el desembarco. Un lugar llamado Playa Girón, o Bahía de Cochinos.

Esto era una novedad. Stanton no le había contado que en Langley habían decidido ya el emplazamiento.

–No veo cómo puedo ayudar -respondió con fingido desconcierto-. Ya sabe que no conozco a nadie en la CIA.

–Bobby ignoraba que el asunto estuviera tan adelantado, Kemper. – Jack se había puesto al teléfono-. Allen Dulles nos habló del tema antes de la toma de posesión, pero no hemos vuelto a tratarlo desde entonces. Entre mis consejeros hay división de opiniones sobre esta condenada cuestión.

Kemper se colocó la sobaquera.

–Lo que necesitamos es una valoración independiente de la preparación de los exiliados -dijo Bobby al otro lado de la línea.

–Claro -respondió Kemper con una carcajada-. Porque si la invasión fracasa y se sabe que la Casa Blanca ha respaldado a los presuntos «rebeldes», los Kennedy quedarán expuestos a la censura de la opinión mundial.

–Lo has expuesto con mucha claridad -dijo Bobby.

–Y precisión -añadió Jack-. Debería haber confiado el tema a Bobby hace varias semanas, pero está tan ocupado persiguiendo gángsters… Kemper…

–¿Sí, señor Presidente?

–Estoy dudando si marcar una fecha, y Bissell me está presionando para que lo haga. Sé que has hecho todo ese trabajo anticastrista para el señor Hoover y que por tanto estás un poco al corriente, al menos…

–Estoy un poco al corriente de lo que sucede en Cuba. Sí. Por lo menos, desde el punto de vista de un grupo procastrista.

Bobby hizo chasquear el látigo.

–Cuba siempre ha sido una especie de fijación para ti, así que ve a

Florida y saca algo positivo de ello. Visita los campos de entrenamiento de la CIA y date una vuelta por Miami. Llámanos y dinos si crees que la operación tiene alguna posibilidad de éxito. Y hazlo deprisa, maldita sea.

–Saldré ahora mismo. Tendré un informe dentro de cuarenta y ocho horas.

John casi se muere de risa. Kemper estuvo a punto de llamar a un cardiólogo.

Estaban en la terraza privada de Stanton. Langley le había permitido subir de categoría y alojarse en el Fontainebleau; vivir en una suite de hotel era contagioso.

En Collins Avenue soplaba la brisa. A Kemper le dolía la garganta y repitió la conversación telefónica imitando el deje bostoniano de Jack.

–John…

Stanton recobró el aliento.

–Lo siento -dijo-, pero nunca pensé que la indecisión presidencial pudiera ser tan divertida, joder.

–¿Qué crees que debo decirle?

–¿Qué te parece que «la invasión le garantizará la reelección»?

Kemper respondió con una carcajada.

–Me queda un poco de tiempo libre en Miami. ¿Alguna sugerencia?

–Sí, dos.

–Dime, pues. Y cuéntame por qué querías verme cuando sabías que estaba abrumado de trabajo en Alabama.

Stanton sirvió un whisky corto con agua.

–Ese trabajo sobre los derechos civiles debe de ser un fastidio.

–En realidad, no.

–El voto de los negros me parece una bendición a medias. ¿No resulta fácil manipularlos?

–Yo diría que son ligeramente menos maleables que nuestros cubanos. Y considerablemente menos inclinados a la delincuencia.

–Basta. No me hagas reír otra vez -suplicó Stanton con una sonrisa.

Kemper apoyó los pies en la barandilla.

–Creo que unas cuantas carcajadas te sentarían bien. Langley te está echando a perder. Y ya estás bebiendo a la una de la tarde.

–Eso es cierto -reconoció Stanton-. Todo el mundo, desde el señor Dulles para abajo y yo entre ellos, querría que la invasión empezara dentro de cinco minutos. Y para responder a tu pregunta inicial, quiero que pases las próximas cuarenta y ocho horas elaborando informes de inteligencia, pero que parezcan realistas, sobre la preparación de las tropas para presentarlos al Presidente, y quiero que patrulles previamente el territorio de nuestro grupo de elite con Fulo y Néstor Chasco. Miami es nuestra mejor fuente de información a ras de calle y quiero que evalúes hasta qué punto y con qué precisión se han extendido entre la comunidad cubana los rumores relativos a la invasión.

–Me pondré a ello ahora mismo. – Kemper preparó un gin tonic-. ¿Había algo más?

–Sí. La Agencia quiere establecer un «gobierno cubano en el exilio», que se alojaría en Blessington durante la invasión. Es una medida sobre todo cosmética, pero es preciso que tengamos algo parecido a un liderazgo escogido por consenso y preparado para instalarse en el poder si conseguimos echar a Castro en un plazo de, digamos, tres o cuatro días desde el inicio de la operación.

–¿Y quieres mi opinión de quién ha de ser el designado?

–Exacto. Sé que no estás muy informado sobre la política del exilio, pero se me ha ocurrido que tal vez has recogido alguna opinión entre los cubanos del grupo.

Kemper fingió que se sumía en profundas reflexiones. Un momento más. Que esperase…

–¡Oh, vamos! – Stanton levantó las manos-. No te he dicho que entraras en trance, maldita sea…

Kemper salió de su lapsus bruscamente, con los ojos brillantes y lleno de energía:

–Queremos gente de extrema derecha susceptible de trabajar con Santo y nuestros demás amigos de la Organización. Queremos un líder que sepa mantener el orden, y la mejor manera de recuperar la economía cubana es hacer que los casinos funcionen con un buen margen de beneficios. Si Cuba sigue siendo inestable o los Rojos se apoderan de ella otra vez, tenemos que estar en situación de pedir la colaboración financiera de la Organización.

Stanton entrecruzó los dedos en torno a una rodilla.

–Esperaba algo un poco más profundo de Kemper Boyd, el reformador de los derechos civiles. Y estoy seguro de que sabes que las donaciones de nuestros amigos italianos sólo significan un pequeño porcentaje frente a nuestro presupuesto legal, dotado por el gobierno.

–La solvencia de Cuba depende del turismo norteamericano -apuntó Kemper con un encogimiento de hombros-. La Organización puede ayudar a consolidar ese aspecto. La United Fruit está fuera de la isla en este momento y sólo un derechista sobornable estaría dispuesto a desnacionalizar sus propiedades.

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