América (53 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

Volvían a estar en Guatemala… demasiado pronto, maldita fuera.

La conversación subió de tono. Pete notó un pop-pop-pop en los oídos. Tenían cuarenta y seis minutos para organizar algo.

Pete anduvo hasta el cobertizo de Aduanas y le vino a la cabeza una brillante idea en tecnicolor: Carlos Marcello necesitará orinar.

El retrete estaba junto al mostrador de pasaportes. Pete lo inspeccionó.

Medía unos tres metros por tres. Una débil mampara cubría la ventana trasera. Desde allí, la vista abarcaba más pistas y una fila de biplanos destartalados.

Carlos era corpulento. Chuck era delgado como un palo. Él, Pete, era toda una mole.

Chuck entró y se bajó la cremallera ante el urinario.

–Ha habido un gran malentendido. Y no sé si es una noticia buena o mala.

–¿De qué hablas?

–El avión de la Patrulla de Fronteras tomará tierra dentro de diecisiete minutos. Tienen que repostar aquí y seguir vuelo a otro aeropuerto, a cien kilómetros de aquí. Es ahí donde los aduaneros del país van a encargarse de Carlos. La hora estimada de llegada que me dieron era para ese otro condenado aeropuerto…

–¿Cuánto dinero tenemos en la Piper?

–Dieciséis mil. Santo dijo que los entregáramos a Banister. Pete movió la cabeza en un gesto de negativa.

–Untaremos a los aduaneros con esa pasta. Los vamos a inundar de billetes; seguro que están dispuestos a arriesgarse. Lo único que necesitamos es un coche y un conductor ahí fuera, al otro lado de la ventana, y a ti para ayudar a Carlos a pasar por el hueco.

–Ya entiendo -dijo Chuck-. Lo empujo, ¿no es eso?

–Si no tiene que entrar a orinar, estamos bien jodidos -murmuró Pete.

A los hispanos les gustó el plan. Chuck los untó a razón de dos de los grandes por cada hombre. Dijeron que tendrían ocupados a los de la Patrulla de Fronteras mientras Carlos Marcello echase la meada más larga de la historia.

Pete aflojó la mampara de la ventana. Chuck ocultó la Piper dos hangares más allá.

Los hispanos les suministraron un Mercury del 49 para la fuga. También les proporcionaron un chófer, un marica musculoso llamado Luis.

Pete acercó el Mercury a la ventana. Chuck se puso en cuclillas sobre el asiento del retrete con un ejemplar de
Hush-Hush
de la semana anterior.

El avión de la Patrulla de Fronteras tomó tierra. Un equipo de tierra sacó las bombas de repostaje.

Los hispanos extendieron la alfombra roja. Un tipo pequeñajo la limpió con una escoba de mimbre.

Dos payasos de la Patrulla descendieron del avión.

–Dejad que salga. ¿Adónde va a fugarse, eh?-les gritó el piloto.

Carlos salió del avión dando tumbos y corrió hacia el cobertizo, patizambo, con sus calzoncillos ajustados.

Luis puso en marcha el motor del Mercury. Pete escuchó el portazo del retrete. Luego, la voz de Carlos:

–ROGERS, ¿QUÉ COÑO…?

La mampara de la ventana saltó del marco. Carlos Marcello se coló por el hueco… y se quedó con el culo al aire al hacerlo.

La carrera hasta el Hilton duró una hora. Marcello no cesó un instante de despotricar contra Bobby Kennedy. En inglés. En italiano normal. En dialecto siciliano. En el mejunje de cajún y francés de Nueva Orleans. No estuvo mal para ser un
ravioli
.

Luis hizo un alto en una tienda de ropa para caballero. Chuck calculó las medidas de Marcello y compró unas prendas para él. Carlos se vistió en el coche. Unas leves rozaduras, producto del episodio de la ventana, dejaron unas pequeñas manchas de sangre en la camisa.

El gerente del hotel fue a su encuentro en la entrada de mercancías. En un montacargas subieron rápidamente al ático. El gerente abrió la puerta. Una mirada le indicó que Stanton había intervenido.

La suite tenía tres dormitorios, tres baños y un salón recibidor forrado de máquinas tragaperras. Las medidas de la sala de estar habrían colmado las fantasías de Kemper Boyd.

El bar estaba perfectamente surtido. En la mesa había preparado un bufé de fiambres y quesos. El sobre colocado junto a la bandeja de éstos contenía veinte de los grandes y una nota:

Pete y Chuck:

Apuesto a que habéis conseguido recuperar al señor Marcello. Ocupaos bien de él. Es un valioso amigo de la causa.

JS
Marcello cogió el dinero. El gerente hizo una genuflexión. Pete le enseñó la puerta y le puso en la mano un billete de cien.

Marcello devoró unos bastoncillos de pan y unas lonchas de sala-mi. Chuck se preparó un largo Bloody Mary.

Pete midió la suite con sus pasos. Cuarenta metros de longitud. ¡Caray!

Chuck se acurrucó en un rincón con una revista racista.

–Tenía que mear, os lo aseguro -farfulló Marcello-. Cuando uno tiene que aguantarse las ganas tanto rato, coge un cabreo de aúpa. Pete abrió una cerveza y un paquete de galletas saladas. – Stanton le ha conseguido un abogado en Washington. Debería llamarlo.

–Ya he hablado con él. Tengo los mejores abogados judíos que se puede comprar con dinero y ahora también tengo a ese tipo.

–Debería llamarlo ahora y acabar con el tema de una vez.

–Llámalo tú -replicó Marcello-. Y quédate al aparato por si necesito que me traduzcas lo que dice. Los abogados hablan en una jerga que no siempre entiendo a la primera.

Pete descolgó el teléfono supletorio de la mesilla auxiliar. La telefonista del hotel marcó el número.

Marcello levantó el auricular del aparato del bar. Del otro extremo de la línea llegaron los débiles tonos de la llamada.

–¿Diga?-respondió una voz masculina.

–¿Con quién hablo?-preguntó Marcello-. ¿Es usted ese tipo con el que hablé en el Hay-Adams?

–Sí, soy Ward Littell. ¿Usted es el señor Marcello?

Pete estuvo a punto de CAGARLA…

Carlos se dejó caer en una silla.

–Sí, al habla Marcello desde Ciudad de Guatemala, Guatemala, donde no tiene ningunas ganas de estar ni un minuto más. Y ahora, si quiere que le preste atención, dígame algo malo sobre el hombre que me ha traído aquí.

Pete apretó los dientes con aire furioso y cubrió el micrófono con una mano para que no se escuchara su respiración acelerada.

–Detesto a ese hombre -profesó Littell-. En una ocasión me perjudicó y es muy poco lo que no haría para causarle problemas.

Carlos soltó entre dientes una risilla aguda, sorprendente en alguien que tenía voz de barítono.

Al otro lado de la línea, Littell carraspeó.

–Estoy especializado en papeleo sobre deportaciones. He sido agente del FBI durante casi veinte años. Soy amigo de Kemper Boyd y, aunque desconfío de su admiración por los Kennedy, estoy convencido de que su devoción a la causa cubana está por encima de ella. Boyd desea verlo a usted de nuevo junto a sus familiares, en situación de total seguridad jurídica, y yo estoy aquí para ocuparme de que así sea.

Pete sintió náuseas. BOYD, JODIDO…

Marcello cogió unos bastoncillos de pan.

–Kemper dijo que su colaboración valía diez de los grandes. Pero si consigue lo que dice, esos diez no serán más que el comienzo entre usted y yo.

–Es un honor trabajar para usted. – Littell adoptó un tono servil-. Y Kemper pide disculpas por las molestias que haya sufrido. No tuvo noticia de lo que se preparaba hasta el último momento, y no creía que pudieran llevarlo a cabo tan deprisa.

Marcello se rascó el cuello con un bastoncillo.

–Kemper siempre consigue hacer su trabajo. No tengo quejas contra él, más que no puedo esperar hasta la próxima vez que se me ponga delante esa cara tan atractiva que tiene. Y los Kennedy han dado por el culo al 49,8 % de los votantes del país, incluidos algunos buenos amigos míos, de modo que no le echo en cara esa admiración mientras con ello no me fastidie la existencia.

–Le agradará oír eso. Y usted debe saber que estoy redactando un recurso de rehabilitación temporal que será revisado por un tribunal compuesto por tres magistrados federales. Llamaré a su abogado en Nueva York y empezaremos por establecer una estrategia legal de gran amplitud.

Marcello se quitó los zapatos.

–Hágalo. Llame a mi mujer y dígale que estoy bien. Y haga lo que sea preciso para sacarme de este jodido agujero.

–Lo haré. Y le llevaré algunos documentos para que los firme. Calculo que nos encontraremos dentro de setenta y dos horas.

–Quiero irme a casa -dijo Marcello.

Pete colgó. Echaba humo por las orejas con un silbido, como el jodido Pato Donald.

Mataron el rato. El enorme alojamiento les permitió hacerlo por separado. Chuck se dedicó a mirar televisión en español. El rey Carlos puso conferencias a sus siervos. Pete fantaseó con noventa y nueve maneras de matar a Ward Littell. John Stanton llamó. Pete lo deleitó con la historia de la fuga por el retrete. Stanton dijo que la Agencia cubriría el gasto de los sobornos a los aduaneros.

Pete le contó que Boyd le había conseguido un letrado a Carlos. Stanton lo corroboró y dijo haber oído que era un abogado muy bueno. A Pete casi se le escapó: «Ahora no puedo matarlo.»

BOYD, JODIDO CABRÓN!
Stanton aseguró que ya se había cerrado el trato: por diez de los grandes, Carlos tendría un visado temporal. El ministro de Asuntos Exteriores guatemalteco estaba dispuesto a declarar públicamente lo siguiente:

Que el señor Marcello había nacido, efectivamente, en Guatemala y que su certificado de nacimiento era legítimo.

Que el fiscal general Kennedy cometía un error y que los orígenes del señor Marcello no eran en modo alguno ambiguos.

Que el señor Marcello había emigrado a Estados Unidos de forma legal. Por desgracia, el ministerio no disponía de registros que corroboraran este extremo, pero correspondía al señor Kennedy aportar pruebas que demostrasen lo contrario.

Stanton señaló que el ministro detestaba a Jack K.

Según Stanton, Jack se había acostado con la esposa del individuo y con sus dos hijas.

–Jack también se tiró a mi antigua novia- apuntó Pete.

–Joder! ¿Y a pesar de ello lo ayudaste a ganar las elecciones?-masculló Stanton. Luego añadió-: Haz que Chuck unte al ministro. Y, por cierto, Jack sigue persiguiendo todas las faldas que se le ponen a tiro.

Pete colgó y miró por la ventana. La ciudad de Guatemala a media luz: un absoluto nido de miseria.

Todos se retiraron a dormir pronto. Pete despertó temprano; una pesadilla lo había dejado enroscado bajo la sábana, respirando dificultosamente.

Chuck había salido para llevar a cabo la propuesta de soborno. Carlos iba por su segundo habano.

Pete abrió las cortinas del salón y observó un gran revuelo en la calle.

Vio una hilera de camiones en el bordillo. Vio hombres con cámaras. Vio haces de cables que penetraban en el vestíbulo.

Vio gente que señalaba hacia arriba.

Vio una gran cámara de cine que apuntaba directamente hacia ellos.

–Nos han localizado -dijo Pete.

Carlos dejó caer el habano sobre los fríjoles con picadillo y corrió a la ventana.

–La Agencia tiene un campamento a una hora de aquí -apuntó Pete-. Si podemos dar con Chuck y coger la avioneta, conseguiremos llegar.

Carlos miró hacia abajo y vio el tumulto. Cogió el carrito del desayuno, lo arrojó por la ventana y contempló cómo impactaba con el suelo dieciocho plantas más abajo.

66

(Territorio guatemalteco, 8/4/61)

El calor reverberaba en el asfalto. Un calor como el de un horno. Kemper debería haberle advertido de que llevara ropa ligera.

De lo que sí le había advertido era de que Bondurant estaría allí. Pete había conseguido sacar a Marcello de la ciudad de Guatemala tres días antes y había acordado con la Agencia que ésta le proporcionaría alojamiento.

Kemper había añadido una posdata: Pete sabía que los libros del fondo estaban en su poder.

Littell descendió del avión algo mareado. Su vuelo de enlace desde Houston era un transporte de la Segunda Guerra Mundial.

El movimiento de la hélice incrementaba el calor. El campamento era grande y polvoriento; varios edificios se alzaban en un claro de arcilla roja de la jungla.

Un Jeep se detuvo derrapando. El conductor le saludó.

–¿Señor Littell?

–Sí.

–Yo lo llevaré, señor. Sus amigos lo esperan.

Littell subió al vehículo. El espejo retrovisor recogió su nuevo rostro marcado.

Se había tomado tres tragos en Houston. Unos tragos en horas diurnas que le ayudaran a estar a la altura de aquella ocasión especial.

El chófer arrancó. Pasaron junto a efectivos militares que marchaban en formación cerrada, las voces rítmicas que marcaban el paso se superponían a las pisadas.

Entraron en una zona de barracones dispuestos en un cuadrilátero. El conductor se detuvo ante una pequeña cabaña de planchas onduladas con el techo semicilíndrico. Littell cogió su maletín y entró, tieso como una vara.

En el interior había aire acondicionado. Bondurant y Carlos Marcello se encontraban junto a una mesa de billar.

Pete guiñó un ojo. Littell le devolvió el guiño y todo su rostro se contorsionó. Pete hizo crujir los nudillos en aquel viejo gesto intimidatorio tan característico en él.

–¿A qué vienen esos guiños, par de maricones?-preguntó Marcello.

Littell dejó el maletín en el suelo. Los cierres chirriaron, a punto de saltar. Con las prisas, lo había llenado de papeles casi hasta reventar.

–¿Qué tal está, señor Marcello?

–Estoy perdiendo dinero. Pete y mis amigos de la Agencia me tratan mejor cada día, de modo que cada día termino donando más dinero para la causa. Calculo que la factura de este hotel me cuesta veinticinco de los grandes cada día.

Pete afinó con la tiza un taco de billar. Marcello se metió las manos en los bolsillos.

Kemper se lo había advertido, pensó Littell. Aquel hombre no estrechaba la mano de nadie.

–Hace unas horas he hablado con sus abogados de Nueva York. Quieren saber si necesita algo.

Marcello sonrió.

–Necesito dar un beso en la mejilla a mi esposa y echarle un polvo a mi novia. Necesito comer un pato Rochambeau en Galatoire's. ¡Y aquí no puedo hacer nada de eso!

Bondurant arrastró la mesa hacia sí. Littell levantó el maletín y bloqueó el desplazamiento de la mesa.

Marcelo soltó una risilla.

–Empiezo a detectar viejas rencillas en este encuentro -murmuró. Pete encendió un cigarrillo. El humo que expulsó dio de lleno en la cara de Littell.

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