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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

–Se me ha ocurrido que Alabama está bastante cerca de Florida.

–Siempre has sido muy rápido.

–¿Y el Fiscal General sabe que tienes dos empleos?

–No. Pero es verdad que tengo cierta cobertura para mis visitas a Florida.

–Déjame adivinar. El señor Hoover te proporciona la excusa y, por mucho que declare aborrecerlo, Bobby no haría jamás nada que pudiera molestar al señor Hoover.

Kemper despidió a un camarero.

–Ahí asoman tus sentimientos, Ward.

–No, yo no odio al señor Hoover. No se puede odiar a alguien que siempre actúa como se espera de él.

–Pero Bobby…

–Tú sabes cómo me arriesgué por él -susurró Littell-. Y sabes lo que conseguí a cambio. Y lo que no puedo soportar es que los Kennedy pretendan ser mejores.

–Tú tienes los libros -dijo Kemper. Se remangó los puños de la camisa y dejó a la vista un Rolex de oro macizo.

Littell señaló la Casa Blanca.

–Sí, es verdad -reconoció-. Y están protegidos por bombas trampa de una docena de maneras diferentes. Envié notas con instrucciones por si me sucedía algo a una docena de abogados; cuando lo hice estaba borracho y ni siquiera recuerdo todos los nombres.

Kemper juntó las manos.

–Con declaraciones sobre mi infiltración entre los Kennedy para remitirlas al Departamento de Justicia en caso de que mueras o desaparezcas prolongadamente, ¿no es eso?

–No. Con declaraciones sobre tu infiltración y también otras sobre malversaciones financieras relacionadas con la mafia, que han resultado astronómicamente lucrativas para Joseph P. Kennedy, para ser enviadas a las brigadas contra el hampa de las Policías municipales a lo largo y ancho del país. Y a todos los miembros republicanos de la Cámara de Representantes y del Senado.

–Bravo -dijo Kemper.

–Gracias -murmuró Littell.

Un camarero depositó un teléfono en la mesa. Kemper colocó una carpeta junto a él.

–¿Estás sin blanca, Ward?

–Casi.

–No has tenido una sola palabra de rencor respecto a mi reciente conducta.

–No serviría de mucho.

–¿Qué opinión te merece ahora la delincuencia organizada?

–Mis opiniones actuales son bastante caritativas.

Kemper señaló la carpeta.

–Eso es un expediente del Servicio de Inmigración. Y tú eres el mejor abogado en casos de deportación de todo el bendito país.

Los puños de la camisa de Littell estaban sucios y gastados. Kemper llevaba gemelos de oro macizo en los suyos.

–Diez mil dólares para empezar, Ward. Estoy seguro de que puedo conseguírtelos.

–¿A cambio de qué?¿De entregarte los libros?

–Olvida los libros. Lo único que te pido es que no los entregues a nadie más.

–Kemper, ¿de qué diablos hablas?

–Tu cliente será Carlos Marcello. Y es Bobby Kennedy quien pretende deportarlo.

Sonó el teléfono. Littell dejó caer la cucharilla.

–Ése es Carlos -dijo Kemper-. Muéstrate zalamero, Ward. El tipo espera un poco de adulación.

DOCUMENTO ANEXO: 2/4/61.

Transcripción literal de una llamada telefónica al FBI.

Marcada: «Transcripción solicitada por el Director. Reservado exclusivamente al Director.»

Hablan el Director J. Edgar Hoover y el Fiscal General, Robert F. Kennedy.

RFK: Al habla Bob Kennedy, señor Hoover. Desearía disponer de unos minutos de su tiempo.

JEH: Desde luego.

RFK: Hay algunos asuntos de protocolo que deseo tratar. JEH: Sí.

RFK: Para empezar, las comunicaciones. Le envié una directiva solicitando copia de todos los informes resumen enviados por sus unidades del Programa contra la Delincuencia Organizada. Esta directiva llevaba fecha del 17 de febrero; estamos a 2 de abril y todavía no he visto un solo informe.

JEH: Estas directivas tardan en surtir efecto.

RFK: Seis semanas me parece tiempo más que suficiente. JEH: Percibe usted un retraso indebido. Yo no lo veo así.

RFK: ¿Querrá usted acelerar el cumplimiento de esa directiva?

JEH: Desde luego. ¿Y querrá usted refrescarme la memoria respecto a sus razones para cursarla?

RFK: Quiero valorar cada dato que consiga el FBI en sus investigaciones sobre la mafia y compartirlo donde sea necesario con los diversos grandes jurados regionales que espero formar.

JEH: Su actuación puede resultar imprudente. Facilitar información que sólo puede haber tenido origen en fuentes del Programa puede poner en riesgo a informantes de dicho Programa, así como descubrir servicios de vigilancia electrónica.

RFK: Toda esta información será valorada desde el punto de vista de la seguridad.

JEH: Tal valoración no debe ser confiada a personal que no pertenezca al FBI.

RFK: Discrepo rotundamente. Tendrá usted que compartir esta información, señor Hoover. La mera recogida de informaciones no hará doblar la rodilla al hampa.

JEH: El mandato del Programa contra la Delincuencia Organizada no establece que se haya de compartir la información para que los grandes jurados expidan órdenes de procesamiento.

RFK: Entonces tendremos que revisar este extremo.

JEH: Yo consideraría eso un acto irreflexivo e imprudente.

RFK: Considérelo como quiera, pero considérelo hecho. Considere el mandato del Programa suspendido por orden directa mía.

JEH: ¿Puedo recordarle un hecho muy sencillo? No se puede procesar a la mafia y ganar.

RFK: ¿Y puedo recordarle yo que durante muchos años ha negado que la mafia existiera?¿Puedo recordarle que el FBI no es más que un diente en el engranaje general del Departamento de Justicia?¿Puedo recordarle que el FBI no dicta la política del Departamento de Justicia?¿Puedo recordarle que el Presidente y yo consideramos que el noventa y nueve por ciento de los grupos de izquierdas que el FBI controla habitualmente no ofrece el menor riesgo o está prácticamente moribundo y, en comparación con la delincuencia organizada, su peligrosidad da risa?

JEH: ¿Puedo señalar que considero esta serie de invectivas inmerecida y fuera de lugar en su perspectiva histórica?

RFK: Desde luego.

JEH: ¿Hay algo de similar o menor carácter ofensivo que desee añadir?

RFK: Sí. Debe usted saber que me propongo dirigir una iniciativa legislativa para controlar las intervenciones de comunicaciones. Quiero que el Departamento de Justicia sea informado de todas y cada una de las intervenciones telefónicas realizadas por los departamentos de Policía municipales de la nación.

JEH: Muchos considerarían eso una intromisión federal indebida y una violación flagrante de los derechos estatales.

RFK: La cuestión de los derechos en cada Estado ha sido una cortina de humo para ocultar todo tipo de asuntos, desde la segregación de facto hasta las normativas más anticuadas sobre abortos.

JEH: No estoy de acuerdo.

RFK: Tomo debida nota. Y me gustaría que usted también tomara debida nota de que, a partir de esta fecha, deberá informarme de todas las operaciones de vigilancia electrónica que efectúe el FBI.

JEH: Sí.

RFK: ¿Toma debida nota?

JEH: Sí.

RFK: También quiero que llame personalmente al jefe de Agentes Especiales de Nueva Orleans y le ordene que designe cuatro agentes para proceder a la detención de Carlos Marcelo. Quiero que la detención se lleve a cabo en las próximas setenta y dos horas. Diga al jefe de Agentes Especiales que me dispongo a deportar a Marcello a Guatemala. Dígale que la Patrulla de Fronteras se pondrá en contacto con él para concertar los detalles.

JEH: Sí.

RFK: ¿Toma debida nota?

JEH: Sí.

RFK: Buenos días, señor Hoover.

JEH: Buenos días.

65

(Nueva Orleans, 4/4/61)

Llegó tarde por cuestión de segundos.

Cuatro hombres introducían a Carlos Marcello en un coche camuflado de los federales. Justo delante de su casa, con la señora Marcello en el porche, en pleno ataque de histeria.

Pete detuvo el coche al otro lado de la calle y contempló la escena. Su misión de rescate había fallado por medio minuto.

Marcello sólo llevaba calzoncillos y sandalias playeras. Tenía el aspecto de ese «Il Duce» harapiento.

Boyd la había fastidiado.

–Bobby quiere deportar a Carlos -había dicho a Pete-. Tú y Chuck id a Nueva Orleans y llevaos a Carlos antes de que pase lo que tiene que pasar. No lo llaméis para ponerlo sobre aviso; presentaos allí sin más.

Boyd había asegurado que faltaban trámites burocráticos y que tendrían tiempo suficiente. El muy jodido se había equivocado en los cálculos.

Los federales se marcharon.
Frau
Marcello se quedó en el porche retorciéndose las manos como buena esposa angustiada.

Pete siguió el vehículo de los federales envuelto por el tráfico de primeras horas de la mañana, dejando varios coches entre él y los perseguidos. Siguió con la vista la antena de los federales y se pegó al parachoques trasero de un Lincoln color púrpura.

Chuck estaba en el aeropuerto Moisant, reabasteciendo de carburante la Piper. Los federales se dirigían hacia allí.

Meterían a Carlos en un vuelo comercial o lo pondrían en manos de la Patrulla de Fronteras. De allí saldría con destino a Guatemala… y Guatemala amaba a la CIA.

El coche de los federales continuó hacia el este. Al fondo de la calle, Pete vio un puente que cruzaba el río, con taquillas de peaje y dos carriles en dirección este.

Los dos carriles estaban encajonados entre guardarraíles. Unas estrechas pasarelas para peatones ocupaban la parte externa del puente.

Ante las taquillas había colas de coches; por lo menos, veinte vehículos por carril.

Pete cambió de carril hasta colarse delante del coche de los federales y observó un angosto espacio entre la taquilla de la izquierda y el guardarraíl.

Aceleró. Un poste del guardarraíl le arrancó el espejo exterior. Sonaron las bocinas. Los tapacubos del lado izquierdo del coche saltaron rodando.

Un cobrador del peaje se volvió a mirar y derramó el café sobre una mujer mayor.

Pete se escurrió más allá de las taquillas y entró en el puente a sesenta por hora. El coche de los federales quedó muy atrás, atascado en la cola.

Apretó el acelerador hasta llegar al aeropuerto. El coche de alquiler estaba sucio, abollado y con grandes rayas en la pintura.

Lo dejó en un aparcamiento subterráneo. Dio una propina a un mozo de cuerda para que le proporcionara información del aeropuerto.

¿Vuelos comerciales a Guatemala? No hay ninguno, señor; hoy, no. ¿La oficina de la Patrulla de Fronteras? Junto al mostrador de la Trans-Texas.

Pete se acercó al lugar y acechó desde detrás de un periódico. La puerta de la oficina se abrió y se cerró.

Unos hombres llevaron adentro unos grilletes, salieron con unos documentos de vuelo y se quedaron ante la puerta.

–He oído que lo cogieron en calzoncillos -dijo uno de los tipos.

–El piloto no puede ver a los italianos, os lo aseguro -dijo otro. – La salida del vuelo es a las 8:30 -añadió un tercero.

Pete corrió al hangar donde tenían la avioneta privada. Chuck estaba sentado sobre el morro de la Piper, leyendo una publicación racista.

Pete recobró el aliento.

–Tienen a Carlos. Tenemos que llegar a Ciudad de Guatemala antes que ellos y ver qué podemos improvisar allí.

–Pero eso es ir a un país extranjero, maldita sea. Sólo habíamos previsto llevar al tipo de vuelta a Blessington. Apenas tenemos carburante para…

–Vámonos. Haremos unas llamadas y ya pensaremos algo.

Chuck obtuvo autorización para el plan de vuelo y recibió permiso para despegar. Mientras, Pete llamó a Guy Banister y explicó la situación. Guy dijo que llamaría a John Stanton e intentarían establecer un plan; Stanton tenía un aparato de onda corta en el lago Pontchartrain y podía sintonizar con la frecuencia del avión de Chuck.

Despegaron a las 8:16. Chuck se puso los auriculares y barrió las ondas buscando llamadas entre vuelos.

El avión de la Patrulla de Fronteras salió con retraso. Tenía la hora estimada de llegada a Guatemala cuarenta y seis minutos después de la suya.

Chuck voló a una altitud media-baja y no se quitó los auriculares. Pete hojeó unos folletos racistas por puro aburrimiento. Los titulares eran de impacto. El mejor de ellos decía: «KKK: Kruzada de Krucifixión de Komunistas.»

Bajo el asiento encontró una revista, mezcla de sexo y racismo, y admiró a una rubia exuberante con pendientes de esvásticas.

El Gran Pete busca una mujer. Preferiblemente, con experiencia en extorsiones, aunque no es indispensable.

Unas luces parpadearon en el tablero de instrumentos. Chuck interceptó un mensaje de un avión a tierra y lo transcribió en el diario de navegación.

Los tipos de la Patrulla de Fronteras están burlándose de Carlos. Acaban de radiar a su base que no tienen lavabo a bordo y Carlos se niega a mear en una lata. (Los agentes apuestan a que la tiene pequeña.)

Pete soltó una carcajada. Orinó en una taza y la arrojó al Golfo desde seis mil pies de altura.

El tiempo transcurrió despacio. Las náuseas fueron o vinieron. Pete se tragó una píldora contra el mareo con una cerveza tibia.

Unas luces parpadearon. Chuck dio por recibido un mensaje de Pontchartrain y lo transcribió:

Guy se ha puesto en comunicación con JS. JS ha movido los hilos y ha hablado con sus contactos en Guatemala. Tenemos autorización para tomar tierra sin comprobaciones de pasaportes y, si podemos echar mano de Carlos, tenemos que alojarlo en el Hilton de Ciudad de Guatemala bajo el nombre de José García. JS dice que KB ha dicho que hagamos que Carlos llame al abogado de Washington al OL6-4809, esta misma noche.

Pete guardó el mensaje en el bolsillo. La píldora le hizo efecto: buenas noches, dulce príncipe.

Los calambres en las piernas lo despertaron. Ante él se extendía un terreno selvático y una gran pista negra.

Chuck tomó tierra y apagó los motores. Unos hispanos extendieron literalmente una alfombra roja.

Un poco deshilachada, pero todo un detalle.

Los hispanos tenían aspecto de típicos aduladores derechistas. La Agencia ya había salvado el culo a Guatemala en una ocasión: con un golpe de estado, había desalojado del poder a un montón de rojos.

Pete saltó de la avioneta y brincó para estirar las piernas. Chuck y los hispanos hablaron en un español muy acelerado.

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