Has llevado a cabo todas las simulaciones bajo disfraz.
En la vivienda hay instaladas dos cajas fuertes de plancha de acero. Pesan cuarenta y cinco kilos cada una. Tienes localizada su situación exacta.
Comprobaciones finales:
La nueva habitación en el motel a las afueras de Beloit, alquilada sin novedad.
El artículo sobre la colección de arte de Schiffrin, recortado para dejarlo en la escena del crimen.
Littell hizo una profunda inspiración y tomó tres tragos rápidos. Los nervios se estremecieron y se calmaron. Casi.
Contempló su rostro en el espejo del baño. Una última mirada para darse valor…
Las nubes bajas ocultaban la luna. Littell llegó en el coche hasta el lugar, a casi un kilómetro de la casa.
Eran las 11.47. Tenía dos horas y trece minutos para llevar a cabo el trabajo.
Un coche patrulla de la policía del Estado pasó cerca de él en dirección este. Llegaba puntual: el control de perímetro habitual de las 11.45.
Littell volvió a la calzada. La tierra compacta se agarraba a sus neumáticos. Conectó las luces y se deslizó ladera abajo.
Cuando la pendiente se suavizó, hizo patinar las ruedas traseras para eliminar las marcas.
Unos árboles salpicaban el claro; desde el camino no se podía ver el coche.
Apagó las luces y cogió la bolsa de lona. Vio las luces de la casa colina arriba, hacia el oeste; un débil resplandor que le guiaba y que debía evitar.
Avanzó hacia allí. Los montones de hojas disimulaban sus huellas. El resplandor se expandía cada pocos segundos.
Llegó al camino contiguo a la cochera abierta. El Eldorado Brougham de Schiffrin no estaba.
Corrió hasta la ventana de la biblioteca y se agachó. Una lámpara en el interior le proporcionó una luz difusa con la que trabajar.
Sacó las herramientas y unió dos cables a la rejilla de un desagüe mediante cinta adhesiva. Un tubo de neón exterior se encendió con un parpadeo. Vio el cable de la alarma que recorría la ventana… montado entre dos gruesos cristales.
Calculó la circunferencia.
Cortó tiras de cinta magnética suficientes.
Las adhirió al cristal exterior hasta cubrir el círculo por completo. Le dolían las piernas. Un sudor frío le provocaba escozor en los cortes del afeitado.
Colocó un imán sobre la cinta y, con el cortavidrios, trazó un círculo en la zona cubierta por la cinta.
El cristal era muy grueso. Necesitó ambas manos y todo su peso para marcar un surco en él.
No se dispararon las alarmas. No se encendieron los focos. Continuó trazando el círculo en el cristal. No ululó ninguna sirena ni escuchó ruidos de zafarrancho general.
Le ardían los brazos. El filo de la hoja del cortavidrios se desgastó. El sudor se le heló en la piel y lo hizo tiritar.
El cristal exterior cedió. Metió las mangas dentro de los guantes y empujó con más fuerza
VEINTINUEVE MINUTOS
TRANSCURRIDOS.
La presión del codo quebró el cristal interior. A patadas, Littell despejó el marco de cristales para abrirse paso.
Se coló en el interior. El paso era estrecho y las puntas de cristal cortaron su ropa hasta alcanzar la piel.
La biblioteca tenía las paredes forradas de madera de roble y estaba amueblada con sillas de cuero verde. En las paredes laterales había obras de arte: un Matisse, un Cézanne, un Van Gogh.
Las lámparas de pie le proporcionaron luz; apenas la suficiente para trabajar.
Dispuso las herramientas.
Localizó las cajas fuertes: colocadas tras los paneles de la pared, con tres palmos de separación.
Cubrió cada centímetro del hueco de la pared con una pantalla acústica triple y la aseguró firmemente con clavos y martillo; clavos de cinco peniques en el roble perfectamente barnizado.
Marcó con un aspa las secciones que cubrían las cajas. Se puso las gafas y se colocó los tapones en los oídos. Cargó la escopeta y accionó el gatillo.
Un disparo, dos… Enormes explosiones contenidas. Tres disparos, cuatro… Pedazos de relleno y de madera noble desintegrados.
Littell volvió a cargar y disparó, cargó y disparó, cargó y disparó.
Las astillas le rasgaron el rostro. El humo del cañón le produjo náuseas. La visibilidad era nula: la masa de restos se estrelló contra sus gafas.
Littell volvió a cargar y a disparar, a cargar y a disparar, a cargar y a disparar… Cuarenta y tantos cartuchos echaron abajo la pared y las vigas del fondo del techo.
La madera y el yeso se desmoronaron. El mobiliario del segundo piso cayó y se hizo astillas. Dos cajas fuertes cayeron entre los escombros.
Littell se abrió paso entre ellos rogando a Dios que le permitiese respirar.
Vomitó astillas y whisky. Escupió humo de pólvora y flemas negras. Excavó entre montones de madera y arrastró las cajas hasta su bolsa de lona.
TRANSCURRIDOS.
La biblioteca estaba reventada hasta el salón. Cuarenta y tantas explosiones habían hecho caer las obras de arte. El Cézanne estaba intacto. El Matisse tenía ligeros daños en el marco. El Van Gogh era un hueco desgarrado por las postas.
Littell dejó el recorte de periódico.
Se cargó la bolsa a la espalda mediante tiras de cortina.
Cogió los cuadros y salió por la puerta principal.
El aire puro lo embriagó. Aspiró una bocanada y escapó.
Se deslizó sobre las hojas y avanzó de árbol en árbol. Nada le sentó mejor que poder aliviar la vejiga. Trastabilló, dobló la espalda… casi cien kilos de acero lo hicieron deslizarse a plomo pendiente abajo.
Cayó. Su cuerpo se había hecho de goma; era incapaz de ponerse en pie o de levantar la bolsa.
Se arrastró y la arrastró el resto del camino. Cargó el coche y avanzó dando bandazos hasta la carretera de acceso, jadeando pesadamente en todo momento.
Observó su rostro en el espejo retrovisor. El calificativo «heroico» le vino a la cabeza de inmediato.
Tomó carreteras locales en dirección norte/noroeste hasta encontrar el punto que había seleccionado previamente para la detonación: un claro del bosque en las cercanías de Prairie du Chien.
Iluminó el claro con tres grandes linternas. Quemó los cuadros y esparció las cenizas.
Juntó los cabos de seis cartuchos de dinamita y los adosó a la cerradura de las cajas. Tendió cien metros de mecha y prendió una cerilla.
Las cajas reventaron. Las puertas salieron despedidas hasta la espesura. Una ventolera dispersó montones de billetes chamuscados. Littell avanzó entre ellos. La explosión había destruido cien mil dólares, por lo menos.
Descubrió tres grandes libros contables envueltos en plástico. Intactos.
Enterró los restos de billetes y arrojó los pedazos de caja fuerte en un canal de desagüe próximo al claro. Volvió al coche y se dirigió a su nuevo motel. Respetó las limitaciones de velocidad durante todo el trayecto.
Tres libros. Doscientas páginas cada uno. Columnas de anotaciones en cada página, repartidas en el estilo habitual de los libros de contabilidad.
De izquierda a derecha, se sucedían las series de cifras desorbitadas.
Littell dejó los libros sobre la cama. Un primer pálpito le dijo que las cantidades excedían cualquier posible balance de cuotas mensuales o anuales del fondo de pensiones.
Los dos libros encuadernados en marrón estaban cifrados. Las listas de números y letras de la columna más a la izquierda se correspondían aproximadamente, en cantidad de dígitos, a nombres y apellidos.
Así, «AH795/WZ458YX =» podía ser un nombre de cinco letras y un apellido de siete.
Quizás.
El tercer libro, encuadernado en negro, no estaba en clave. Contenía cuentas financieras igualmente largas y pormenorizadas, con una lista de dos y de tres letras en la última columna por la izquierda.
Las letras podían corresponder a iniciales de prestamistas o de tomadores de préstamos.
El libro negro estaba subdividido en columnas verticales, encabezadas con palabras reales: «% préstamo» y «# transferencia».
Littell dejó a un lado el libro negro y volvió a los marrones. Una segunda corazonada le dijo que no resultaría fácil descubrir las claves de éstos. Siguió los símbolos de los nombres y cifras y observó las sumas acumuladas en las líneas horizontales. Las cantidades, limpiamente dobladas, le indicaron el interés exigido por el fondo de pensiones: un usurero cincuenta por ciento.
Distinguió series de letras repetidas, en incrementos de cuatro a seis letras; muy probablemente, era un simple código cifrado. El 1 para la A, el 2 para el B…; algo le decía que era así de sencillo.
Adjudicó letras a las cifras y EXTRAPOLÓ:
Las irregularidades en los préstamos del fondo de pensiones se remontaban hasta treinta años atrás. Las letras y los números ascendían de izquierda a derecha… hasta llegar a principios de 1960.
La cuantía media de los préstamos era de 1,6 millones de dólares. Con los intereses, 2,4 millones. El préstamo más pequeño era de 425.000 dólares. El mayor, de 8,6 millones.
Los números crecían de izquierda a derecha. En las últimas columnas por la derecha había multiplicaciones y divisiones, cálculos de porcentajes.
Littell EXTRAPOLÓ.
Los cálculos eran beneficios de las inversiones en préstamos, anotados con los intereses cobrados.
La tensión a que sometía la vista le obligó a hacer una pausa. Tres tragos rápidos le devolvieron las fuerzas.
Hizo una breve reflexión.
Busca el dinero negro que ha financiado el proyecto Sun Valley de Hoffa
, se dijo.
Punteó las columnas con un lápiz y relacionó los datos: de mediados del 56 a mediados del 57 y diez símbolos que correspondieran a «Jimmy Hoffa».
Encontró 1,2 y 1,8; hipotéticamente, los tres millones «fantasmas» de Bobby Kennedy. Descubrió cinco, seis y cinco símbolos en una columna que se cruzaba perfectamente con los apuntes.
Cinco, seis y cinco. James Riddle Hoffa.
Hoffa se tomaba a risa las acusaciones sobre el asunto Sun Valley y tenía razones para ello: sus trampas legales quedaban muy bien disimuladas.
Littell hojeó los libros y observó algunas cifras totales. La fila de pequeños ceros se hacía interminable. El opulento fondo de pensiones manejaba miles de millones.
La visión empezó a hacérsele borrosa, pero lo corrigió mediante el uso de una lupa. Con ella, repasó los libros sucintamente. Una serie de números idénticos se repetía una y otra vez en bloques de cuatro cifras.
[1408], una y otra vez.
Littell estudió las páginas de los libros marrones, una por una, y encontró veintiuna veces el número 1408, incluidas dos junto a las partidas de los «tres millones fantasmas». Una suma rápida le dio un total aproximado: cuarenta y nueve millones de dólares en préstamos dados o tomados. El señor 1408 tenía el riñón bien cubierto en ambos sentidos.
Comprobó la columna inicial del libro negro. Estaba en orden alfabético y escrita en mayúsculas con la limpia letra de Jules Schiffrin. Eran las nueve de la mañana. Tenía cinco horas para estudiar los datos. El encabezamiento «% préstamo» le llamó a atención. Vio «B-E» en toda la gráfica; el código de cifras y letras quedaba descifrado en un veinticinco por ciento.
Littell EXTRAPOLÓ:
Las iniciales identificaban a prestadores del fondo de pensiones, cuyos préstamos se habían reembolsado a unos intereses altos, pero no brutales.
Estudió la columna de «# transferencia». La lista era estrictamente uniforme: iniciales y dos dígitos, nada más.
Littell EXTRAPOLÓ:
Las iniciales eran identificaciones de cuentas bancarias: dinero reembolsado a los mafiosos, una vez blanqueado y limpiado. Todas estas iniciales reflejaban el nombre del banco y la sucursal. Littell copió las letras en un bloc de notas.
BOABH = Bank of America, sucursal Beverly Hills. HSALMB Home Savings and Loan, sucursal Miami Beach.
Encajaba.
Podía formar nombres de bancos conocidos con todos los bloques de letras.
Saltó columnas en busca del 1408. Allí estaba, junto al dinero: JPK, SR / SFNB / 811512404.
SFN significaba Security-First National. La B podía corresponder a la sucursal de Buffalo, Boston u otra ciudad cuyo nombre empezara por esa letra.
SR era, probablemente, una referencia a un «Senior». ¿Por qué se había añadido aquel detalle al nombre?
Inmediatamente encima de JPK, SR vio la anotación JPK [1693] BOAD. Aquel hombre era un tacaño; apenas había prestado al fondo unos míseros 6,4 millones.
El SR se había añadido, simplemente, para distinguir al prestador de alguien con las mismas iniciales.
JPK, SR [1408] SFNB/811512404. Un prestamista asquerosamente rico…
Alto.
Alto ahí.
B = Sucursal de Boston.
Agosto del 59; Sid Kabikoff, hablando con Sal el Loco: «Conocí a Jules hace mucho tiempo (…) cuando él VENDÍA DROGA y UTILIZABA LOS BENEFICIOS para financiar películas de la RKO en la época en que ésta era propiedad de JOE KENNEDY.»
Alto. Haz la llamada. Hazte pasar por un pez gordo del FBI y confírmalo o refútalo
.
Littell marcó el cero. El sudor que lo bañaba goteó sobre el teléfono. Una telefonista atendió la llamada.
–¿Qué número desea, por favor?
–El del banco Security-First National en Boston, Massachusetts.
–Un momento, señor. Buscaré el número y le pondré en comunicación.
Littell esperó. Le subió la adrenalina y se sintió mareado y sediento.
Atendió la llamada un hombre.
–Security-First National, ¿diga?
–Soy el agente especial Johnson, del FBI. Querría hablar con su jefe, si es tan amable.
–Espere, por favor. Le paso la comunicación.
Littell escuchó chasquidos de conexiones.
–Soy el señor Carmody -dijo una voz-. ¿En qué puedo servirlo?
–Al habla el agente especial Johnson, del FBI. Tengo un número de cuenta de su sucursal y necesito saber a quién pertenece.
–¿Es una petición oficial? Verá, es domingo y estoy aquí supervisando el inventario mensual…
–Sí, es una petición oficial. Puedo conseguir la autorización formal, pero preferiría no molestarlo con una visita en persona… -Entiendo. Bien… Supongo que…
Littell insistió con firmeza.
–El número de la cuenta es 811512404.
El señor Carmody exhaló un suspiro.
–Bien, ejem, el código 404 señala cuentas que disponen de caja en el depósito de seguridad, de modo que si está interesado en las cifras de balance, me temo que…
–¿Cuántas cajas de seguridad tienen alquiladas a ese número de cuenta?
–Bien, esa cuenta me resulta muy conocida, debido a su volumen. Verá…
–¿Cuántas cajas?
–En estos momentos, toda una bóveda de noventa.
–¿Se puede trasladar valores directamente a esa bóveda desde el exterior del banco?
–Desde luego. Y pueden ser colocados en las cajas sin ser examinados, a través de una tercera parte con acceso a la contraseña del titular de la cuenta.
Noventa cajas de botín. Millones de dólares en EFECTIVO, lavados por la mafia.
–¿A quién pertenece ese número de cuenta?
–Bueno…
–¿Le llevo la autorización?
–Bueno, yo…
–¿El titular de la cuenta es Joseph P. Kennedy, Senior?-Littell hizo la pregunta casi a gritos.
–Pues… En fin, sí.
–¿El padre del senador?
–Sí, el padre del…
El teléfono le resbaló de la mano. Littell lo envió al otro extremo de la habitación de un puntapié.
El libro negro. El señor 1408, prestamista millonario.
Volvió a estudiar los números y lo confirmó. Comprobó tres veces cada cifra hasta que la visión se le hizo borrosa.
Sí: Joe Kennedy había dejado al fondo de pensiones el dinero para iniciar el proyecto Sun Valley. Sí: el fondo de pensiones había prestado ese dinero a James Riddle Hoffa.
Sun Valley constituía un delito de fraude inmobiliario. Sun Valley también había provocado dos muertes, llevadas a cabo por Pete Bondurant: las de Anton Gretzler y de Roland Kirpaski.
Littell siguió la pista de los 1408 en el papel. Vio continuas comas y ningún apunte de retirada de capitales invertidos.
Joe sólo recuperaba de la cuenta los intereses. Los capitales los mantenía activos en el fondo de pensiones.
Creciendo.
Lavados, escondidos, disimulados, protegidos de impuestos y canalizados: distribuidos entre matones sindicales, vendedores de droga, usureros y criminales dictadores fascistas
Los libros de criptografía contenían detalles sobre cómo hacerlo. Podía descifrar el código y saber dónde había ido el dinero exactamente
.
Será mi secreto, Bobby. Nunca permitiré que odies a tu padre. Littell se excedió de su límite en ocho copas. Perdió el sentido gritando números.