(Greenbrier, 8/5/60)
Por ambos laterales unos cordones de seguridad se juntaban ante la tribuna. Eran los piquetes pro Jack y pro transportistas; todos ellos, tipos duros.
La calle principal estaba cerrada a los coches. La multitud que asistiría al mitin ocupaba tres manzanas: seis mil personas al menos, apretadas hombro con hombro.
La multitud murmuraba y parloteaba. Los carteles oscilaban a tres metros del suelo.
Jack se dispuso a hablar primero. Humphrey perdió el sorteo con una moneda amañada y hablaría después. La imagen de Jack arrasó a Hubert por tres a uno. A eso se redujo, en pocas palabras, la campaña de Virginia Oeste.
Los tipos del sindicato chillaron por sus megáfonos y unos blancos incultos llegados de alguna zona rural enarbolaban una pancarta con un dibujo de Jack con colmillos y mitra papal.
Kemper se tapó los oídos; el rugido de la multitud era doloroso. Unas piedras hicieron trizas la pancarta; Kemper había pagado a unos chicos para que se agazaparan y las arrojaran.
Así aparecería Jack. La acústica deficiente y las invectivas de Hoffa harían inaudible su discurso.
No se perdería gran cosa, porque la gente seguiría viéndolo. Cuando apareciese Humphrey, la multitud se dispersaría; en varias selectas tabernas del centro de la ciudad había barra libre. El licor lo ponía Kemper; un antiguo colega había robado un camión de Schenley's y le había vendido el contenido.
La calle estaba abarrotada. Las aceras también. Peter Lawford repartía pasadores de corbata a un grupo de monjas.
Kemper se mezcló con la multitud y observó la tribuna. A pocos metros de ella observó unas caras que no le gustaron: Lenny Sands y un prototipo de mafioso.
Este hizo un rápido gesto hacia Lenny con el pulgar levantado. Lenny le respondió con los dos pulgares.
Lenny no estaba entre el personal de campaña. No tenía ningún deber oficial allí.
El mafioso se dirigió hacia la derecha. Lenny se abrió camino hacia la izquierda y se escabulló por un callejón jalonado de cubos de basura.
Kemper lo siguió. Codos y rodillas frenaron su avance. Un grupo de estudiantes de instituto lo empujó hacia la acera y vio a Lenny en mitad del callejón, hablando con dos agentes de uniforme.
El griterío de la multitud se calmó. Kemper se agachó tras un cubo de basura y pegó el oído a la conversación.
Lenny agitaba un fajo de billetes. Un policía cogió varios de ellos.
–Por doscientos más -dijo su compañero-, podemos detener el autobús de Humphrey y traer a algunos muchachos para que lo abucheen.
–Hacedlo -asintió Lenny-. Y esto es cosa del señor G., estrictamente; no lo comentéis con nadie de la campaña.
Los policías cogieron todo el fajo y se escabulleron por una puerta del callejón. Lenny apoyó la espalda en la pared y encendió un cigarrillo.
Kemper se acercó a él.
–¿Y bien?-murmuró Lenny con su pose de joven rebelde.
–Y bien, háblame del asunto.
–¿Qué hay que hablar?
–Ayúdame a rellenar las zonas en blanco.
–¿Qué hay que rellenar? Los dos somos gente de Kennedy. Lenny sabía maniobrar. Lenny podía ser más frío que el tipo más helado del planeta.
–Giancana también puso dinero en Wisconsin, ¿me equivoco? No podrías haber obtenido los resultados que conseguiste con lo que te dio Bobby.
Lenny se encogió de hombros.
–Sam y Hesh Ryskind -murmuró.
–¿Quién les dijo que lo hicieran?¿Tú?
–Mis consejos no son tan valorados. Eso ya lo sabes.
–Canta, Lenny. No me vengas con evasivas o empezaré a irritarme. Lenny aplastó el cigarrillo contra la pared.
–Sinatra fanfarroneaba de su influencia con Jack. Decía que, como Presidente, Jack no sería el mismo que había dirigido el comité McClellan… ¿Entiendes a qué me refiero?
–¿Y Giancana compró todo el paquete?
–No. Creo que tú le prestaste una buena ayuda a Frank. Todo el mundo está muy impresionado con lo que has estado haciendo en el tema cubano y muchos se han dicho que, si Jack te cae bien, no puede ser tan malo.
Kemper sonrió.
–No quiero que Bobby y Jack se enteren de esto -dijo luego.
–Nadie quiere que se enteren.
–¿Hasta el momento de cobrarse la deuda?
–Sam no cree en recordatorios frívolos. Y, por si estás pensando en recordarme algo a mí, ya te lo digo ahora: no he encontrado pistas sobre los libros del fondo de pensiones.
Kemper escuchó ruido de pasos y vio camioneros a izquierda y a derecha, en ambos extremos del callejón, blandiendo cadenas.
Tenían la vista fija en Lenny. El pequeño Lenny. Lenny, el judío, el adulador partidario de Kennedy…
Lenny no los vio. El muy necio estaba concentrado en su actuación de tipo duro y enterado.
–Estaremos en contacto -dijo Kemper.
–Te veré en la sinagoga -respondió Lenny.
Kemper desapareció por la puerta que daba al callejón y la cerró tras él con doble vuelta de llave. Oyó alaridos, tintineo de cadenas y golpes. La clásica presa doble de los matones del sindicato.
Lenny no soltó un grito. Kemper cronometró la duración de la paliza en un minuto y seis segundos.
(Chicago, 10/5/60)
El trabajo estaba sumiendo a Littell en la esquizofrenia. Ward tenía que dar satisfacción al FBI y también a su conciencia.
Chick Leahy detestaba a Mal Chamales. El Comité de Actividades Antiamericanas había relacionado a Mal con dieciséis grupos criptocomunistas.
El mentor de Leahy en el FBI era el anterior jefe de Agentes Especiales de Chicago, Guy Banister. Y Banister también detestaba a Mal. La ficha de éste en la brigada Antirrojos llenaba ocho hojas.
A Littell, Chamales le caía bien. Con frecuencia tomaban café juntos. Mal había cumplido condena del 46 al 48 en Lewisburg; Banister había montado un expediente por sedición y había convencido a la Oficina del Fiscal General para que presentara una acusación formal.
Leahy lo llamó por la mañana.
–Quiero vigilancia estrecha sobre Mal Chamales, Ward. Quiero que vayas a todas las reuniones a las que acuda y que le pilles haciendo comentarios incendiarios que podamos utilizar contra él.
Littell llamó a Chamales y le previno.
–Esta tarde hablaré a un grupo del PST. Finjamos que no nos conocemos.
Littell mezcló un whisky de centeno con soda. Eran las seis menos veinte; tenía tiempo de trabajar hasta la hora de los noticiarios nacionales.
Rellenó el informe con detalles inútiles y omitió el alegato de Mal contra el FBI. Lo cerró con comentarios no comprometedores.
«El discurso del sujeto ante el Partido Socialista del Trabajo fue tibio y abundó en los tópicos nebulosos de un izquierdista profeso, pero no fue de naturaleza sediciosa. Sus comentarios durante el turno de ruegos y preguntas no fueron incendiarios ni provocadores en modo alguno.»
Mal llamó al señor Hoover «fascista de muñeca floja con botas de agua y pantalones tiroleses de color espliego». ¿Podía considerarse eso un comentario incendiario? En modo alguno.
Littell conectó el televisor. John Kennedy llenó la pantalla. Acababa de ganar las primarias de Virginia Oeste.
Sonó el timbre de la puerta. Littell pulsó el interruptor de apertura y sacó unas monedas para el mensajero de A P.
Quien se presentó fue Lenny Sands. Tenía la cara llena de rasguños, contusiones y suturas. Una tablilla y un vendaje le sostenían la nariz en su sitio.
A Lenny le flaquearon las piernas. Con una mueca, hizo un gesto despectivo a la imagen del televisor.
–¡Hola, Jack, espléndido pedazo de asado de cordero irlandés! Littell se puso en pie. Lenny se agarró de una estantería y reafirmó los pies.
–¡Ward, tienes un aspecto magnífico! ¡Esos pantalones a rayas de J.C. Penney's y esa camisa blanca barata son tan tuyos…!
Kennedy hablaba de derechos civiles. Littell pulsó el botón de apagado en mitad de una frase.
Lenny dijo adiós con la mano.
–Hasta luego, Jack; serías mi cuñado en el mejor de los mundos si a mí me gustaran las chicas y si tú tuvieras el valor necesario para revelar a mi querida amiga Laura que ese soberbio ejemplo de crueldad, ese Boyd, la ha expulsado de mi vida.
Littell dio un paso hacia él.
–Lenny…
–No te acerques un solo jodido paso más ni intentes tocarme, ni trates de mitigar tu patético sentimiento de culpabilidad, ni perturbes en nada mi espléndido colocón de
percodan
. Si lo haces, no te descubriré la pista sobre los libros del fondo de pensiones del sindicato que he sabido desde el primer momento, triste caricatura de policía.
Littell se agarró de una silla. Sus dedos se clavaron en la tapicería y empezó a balancearse sobre los pies como estaba haciendo Lenny.
La estantería osciló. Lenny se mecía adelante y atrás sobre los talones, drogado y beodo.
–Jules Schiffrin guarda los libros en algún lugar de Lake Geneva. Tiene una finca allí y guarda los libros en alguna caja fuerte o en cajas del depósito de seguridad de algún banco de los alrededores. Lo sé porque hice una actuación allí y oí unos comentarios entre Jules y Johnny Rosselli. No me pidas más detalles porque no los tengo y concentrarme me da dolor de cabeza.
El brazo sobre el que se apoyaba le resbaló, y la silla cayó. Littell trastabilló y tropezó con la mesa del televisor.
–¿Por qué me cuentas esto?
–Porque tú eres una pizca mejor que el señor Bestia y que el señor Boyd y para mí que Boyd sólo quiere la información como posible fuente de beneficios. Y, además, porque me he llevado una paliza por hacer un trabajo para el señor Sam…
–Lenny…
–… y el señor Sam dijo que haría que un hombre poderoso pidiera perdón por lo sucedido, pero yo le dije que no hiciera tal cosa, por favor…
–Lenny…
–… y Jules Schiffrin estaba con él y hablaban de alguien llamado «Joe el irlandés», un tipo de los años veinte, y cómo habían hecho que aquellas extras de la película se arrastraran…
–Lenny, vamos…
–… y todo resultaba tan horrible que me tomé unas cuantas pastillas más y aquí estoy. Y, si tengo suerte, mañana por la mañana no recordaré nada de esto.
Littell se acercó más. Lenny soltó bofetones y arañazos y golpes y patadas para mantenerlo a distancia.
La estantería cayó. Lenny trastabilló y ganó la puerta.
Los libros de leyes se precipitaron al suelo. El cristal de una fotografía enmarcada de Helen Agee se hizo añicos.
Littell condujo hasta Lake Geneva. Llegó a medianoche y se alojó en un motel junto a la interestatal. Pagó en metálico, por adelantado, y se registró bajo nombre falso.
En el listín telefónico de la habitación constaba el número de Jules Schiffrin. La dirección venía con la anotación «Servicio Gratuito Rural». Littell estudió un mapa de la zona y la situó: una propiedad forestal próxima al lago.
Se acercó en el coche y aparcó junto al camino. Los prismáticos lo acercaron a la casa.
Vio una mansión de piedra en una finca de cuatro hectáreas por lo menos. Los árboles circundaban la propiedad. No había tapias ni vallas.
Ni farolas. Desde el camino hasta la puerta había doscientos metros. Todas las ventanas a la vista contaban con instalación de alarma.
No vio garita de vigilancia, ni verja. Probablemente, la policía estatal de Wisconsin se ocupaba de vigilar la casa de forma esporádica.
Lenny había dicho: «Caja fuerte o cajas de un depósito de seguridad.» Había dicho: «El señor Boyd»/«información»/«fuente de beneficios.» Lenny estaba drogado, pero lúcido. El comentario sobre Boyd era fácil de interpretar.
Kemper andaba tras las pistas sobre el fondo de pensiones por su cuenta y riesgo.
Littell volvió al motel. Buscó en las páginas amarillas y encontró una lista de los nueve bancos locales.
Una conducta discreta disimularía su falta de autorización. Kemper Boyd siempre insistía en la audacia y la discreción.
Kemper extorsionaba a Lenny por su cuenta. La revelación no le sorprendió en absoluto.
Durmió hasta las diez. Estudió un plano y vio que podía llegar a pie a todos los bancos.
Los cuatro primeros directores colaboraron. Sus respuestas fueron directas: el señor Schiffrin no tenía cuenta con ellos. Los dos directores siguientes movieron la cabeza en gesto de negativa. Sus respuestas también fueron directas: en sus instalaciones no había cámaras para cajas de seguridad.
El séptimo de los directores de sucursal pidió ver un oficio del banco. Littell no se perdió gran cosa: el nombre de Schiffrin pasó ante aquel hombre sin que diera el menor indicio de reconocerlo.
Los bancos números ocho y nueve tampoco disponían de cajas de seguridad.
Había varias ciudades importantes en las cercanías. Y un par de decenas de poblaciones menores en un radio de ciento cincuenta kilómetros. Dar con la caja del depósito de seguridad era pura ilusión.
«Caja fuerte», en cambio, significaba que estaba situada en alguna parte. Las compañías de alarmas para cajas fuertes conservaba diagramas de la colocación… y no los facilitaban sin una causa legal justificativa.
Lenny apuntaba a una caja fuerte colocada en algún lugar concreto. Quizás había visto la o las cajas con sus propios ojos.
Pero Lenny estaba demasiado enardecido como para acercarse a él en aquellos momentos.
Pero…
Probablemente, Jack Ruby conocería a Schiffrin. Y Jack era sobornable y acomodaticio.
Littell encontró un teléfono público. Una telefonista lo conectó con Dallas. Jack Ruby descolgó al tercer timbrazo.
–Aquí el club Carousel, donde su dinero para diversiones le…
–Soy yo, Jack. Tu amigo de Chicago.
–Mierda… no me merezco este disgusto…
Su voz sonaba enmarañada, aturullada y quejumbrosa por la dispepsia.
–¿Qué trato tienes con Jules Schiffrin, Jack?
–Superficial. Conozco a Jules superficialmente como mucho. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
–Quiero que vueles a Wisconsin y te dejes caer por ese lugar de Lake Geneva con cualquier pretexto. Tengo que conocer la distribución interior de la casa y te daré los ahorros de toda mi vida si lo haces.
–Una mierda. Tienes envidia de que yo no…
–Cuatro mil dólares, Jack.
–Mierda. Tienes envidia de que yo no…
Los gañidos de los perros impidieron que Ruby terminara la frase.