Más alcohol borraba la valentía. Moverse significaría sacrificar vidas. Su valor era simple debilidad estirada hasta proporciones grandiosas.
Vio a John Kennedy cuando anunció su candidatura a la Presidencia. La sala de juntas del Senado estaba abarrotada de seguidores suyos.
Las cámaras recogieron una manifestación en el exterior. Unos transportistas entonaban: «¡Eh, eh, oh, oh, Kennedy dice sindicato no!»
Un reportero informaba comentando las imágenes.
«Un gran jurado de Florida tiene bajo estricta investigación al presidente del sindicato de Transportistas, James R. Hoffa, sospechoso de fraude inmobiliario en relación con el proyecto de urbanización del sindicato en Sun Valley.»
Una toma recogía a Hoffa riéndose en Sun Valley.
Littell superpuso sus palabras.
Pete, mata unos cuantos hombres por mi cuenta, ¿quieres?
Padre, maldito seas por tu debilidad.
(Tampa, 1/2/60)
–Estoy desesperado -confesó Jack Ruby-. Sal D'Onofrio, ese conocido indigente, me debía una respetable cantidad cuando murió, y Hacienda está apretándome lo que no suena por unos comprobantes de pago que no tengo. Tengo deudas en el club, Sam ya me ha dicho que no y sabes lo amigo que soy de la causa cubana. Un amigo y yo llevamos chicas para entretener a los muchachos de Blessington; eso fue estrictamente voluntario por mi parte, y no tiene nada que ver con lo que acabo de pedirte.
Santo Junior no se movió de su escritorio. Ruby estaba de pie delante de él. Tres rollizos pastores alemanes bajaron del sofá.
Pete observó cómo se rebajaba Ruby. El despacho apestaba; Santo dejaba que los perros usaran libremente el mobiliario.
–Estoy desesperado -repitió Jack Ruby-. Heme aquí ante ti como un suplicante ante su pontífice local.
–No -replicó Trafficante-. Me trajiste algunas chicas cuando estaba encerrado en La Habana, pero eso no vale diez de los grandes. Puedo darte mil de mi bolsillo, pero nada más.
Ruby alargó la mano. Santo lo untó con billetes de cien de un grueso fajo. Pete se puso en pie y abrió la puerta. Ruby salió acariciando el dinero. Santo roció de colonia el lugar donde había permanecido gimoteante.
–Se dice que ese hombre tiene gustos sexuales extraños. Podría contagiarte enfermedades que dejarían rojo de vergüenza al cáncer. Bien, dame alguna buena noticia, porque no me gusta empezar el día con mendigos.
–Los beneficios han subido un dos por ciento en diciembre y enero -dijo Pete-. Creo que Wilfredo Delsol estuvo bien en lo de su primo, y no creo que delatase al grupo bajo ninguna circunstancia. Nadie nos roba un dólar, y creo que lo de Obregón ha sido un buen escarmiento para todos.
–Pero alguien anda jodiendo, o no habrías venido a verme.
–Fulo está chuleando a algunas putas. Las tiene trabajando por dosis de cinco dólares y barras de caramelo. Entrega todo el dinero, pero aun así creo que es mal asunto.
–Haz que lo deje -indicó Trafficante.
Pete se sentó en el borde del sofá. Rey Tut lanzó un gruñido.
–Lockhart y sus compinches del Klan han construido un club social cerca del camino al campamento y ahora hablan de linchar negros. Además, Lockhart es amigo de J.D., ese policía de Dallas que trajo aquí a Ruby. Chuck Rogers quiere subir a J.D. en el avión y soltar unos panfletos radicales. Habla de bombardeos de saturación sobre el sur de Florida.
–¡Haz que olviden esas tonterías! – Trafficante descargó un manotazo sobre el secante de la mesa.
–Lo haré.
–No deberías haberme consultado esto.
–Kemper cree que toda la disciplina debe partir de aquí. Quiere que los hombres crean que nosotros somos trabajadores y no directivos.
–Kemper es muy sutil.
Pete acarició a Rey Faruk y a Rey Arturo. El jodido Rey Tut lo miró con malos ojos.
–Sutileza, la tiene toda.
–Castro ha convertido mis casinos en pocilgas. Deja que las cabras se caguen en unas alfombras que escogió mi mujer.
–Pagará -le aseguró Pete.
Condujo de vuelta a Miami. La central de taxis estaba abarrotada de holgazanes: Lockhart, Fulo y todo el condenado grupo de elite.
Faltaba Chuck Rogers, quien volaba en su aparato para soltar sus bombas de agitación.
Pete echó el cierre al local e impuso La Ley. Él la llamó Declaración de No Independencia del Grupo y Nueva Ley de No Derechos del KKK.
Nada de proxenetismo. Nada de robos. Nada de estafas. Nada de allanamientos. Nada de extorsiones. Nada de atracos.
Nada de linchamientos. Nada de agresiones a negros. Nada de bombardeo de iglesias. Nada de agitación racial contra los cubanos.
Los mandatos concretos del Klan de Blessington eran: amar a todos los cubanos, dejarlos en paz, joder a cualquiera que busque las cosquillas a nuestros nuevos hermanos cubanos.
Lockhart calificó de casi genocidas estos mandatos. Pete hizo chasquear los nudillos. Lockhart cerró la boca.
La reunión finalizó. Jack Ruby se presentó a suplicar un transporte; se le había roto el carburador y necesitaba llevar a sus chicas a Blessington.
Pete accedió. Las chicas llevaban pantalones cortos ajustados y camisetas de tirantes con el ombligo al aire; las cosas podrían haber sido peores.
Ruby montó en la cabina. J.D. Tippit y las chicas viajaron en la caja del camión. Se estaban formando nubes de lluvia; si descargaba una tormenta, las viajeras andaban listas.
Pete tomó carreteras de dos carriles en dirección al sur y conectó la radio para mantener callado a Ruby. Chuck apareció de la nada y los sobrevoló con una pasada a ras de árboles.
Las chicas aplaudieron. Chuck dejó caer un paquete de latas de cerveza y J.D. lo cogió. Desde el avión llovieron panfletos; Pete cogió uno en el aire. «Seis razones por las que Jesucristo estaba a favor del Klan», leyó. La razón número uno marcaba el tono del contenido: «porque los comunistas llenaron de flúor el mar Rojo».
Ruby contempló la escena. Tippit y las chicas apuraban las cervezas. Chuck se apartó de su plan de vuelo y bombardeó con papeles una iglesia de negros.
La señal de la radio se desvaneció. Ruby empezó a lamentarse.
–Santo no tiene la mejor memoria del mundo, desde luego. Santo me larga una décima parte de lo que le pido porque le fallan nueve décimas partes de la memoria. Santo no comprende las dificultades que pasé para llevarle esas chicas a La Habana. Seguro que el Barbas se lo estaba haciendo pasar mal, pero él no tenía encima a un federal chiflado de Chicago chupándole la sangre…
–¿Qué federal de Chicago es ése?-saltó Pete al oírlo.
–No sé cómo se llama. Sólo lo he visto una vez en carne y hueso, gracias a Alá.
–Descríbelo.
–Algo más de metro ochenta y unos cuarenta y seis o cuarenta y siete años. Gafas, cabello gris poco abundante y, en mi considerada opinión, amante de la botella, porque la única vez que lo vi el aliento le apestaba a whisky.
La carretera descendía. Pete pisó de pronto el freno y casi detuvo el camión.
–Dime cómo te chupaba la sangre.
–¿Por qué? Dame una buena razón por la que habría de compartir contigo este ultraje.
–Te daré mil dólares si me cuentas el asunto. Si la historia me gusta, te daré cuatro más.
Ruby contó con los dedos, de uno hasta cinco, media docena de veces.
Pete tableteó con las yemas de los dedos sobre el volante. El tableteo marcaba 1-2-3-4-5.
Ruby contó en silencio, moviendo sólo los labios: 1-2-3-4-5, 1-2-3-4-5.
Pete enseñó cinco dedos extendidos. Ruby los contó en voz alta. – ¿Cinco mil si te gusta?
–Exacto, Jack. Y mil si no me gusta.
–Corro un riesgo tremendo contándotelo…
–Entonces, no lo hagas.
Ruby acarició la medalla con la estrella de David que llevaba al cuello. Pete extendió una mano abierta sobre el salpicadero. Ruby besó la medalla y exhaló un profundo suspiro.
–En mayo pasado, ese jodido federal viene a verme a Dallas. Me suelta todas las amenazas imaginables y yo me las creo, porque veo que es un gentil fanático y chiflado que no tiene nada que perder. El tipo sabe que me he dedicado a los préstamos en Dallas y en Chicago y está al corriente de que envío a Sam Giancana a alguna gente que busca préstamos de cantidades grandes. Es eso lo que trae de cabeza al federal. Quiere seguir el rastro del dinero que presta bajo mano el fondo de pensiones del sindicato del Transporte.
Era Littell en su estado más puro: descarado y estúpido.
–Hace que lo llame una vez por semana a un teléfono público de Chicago. Me da unos cuantos dólares cuando le digo que estoy sin blanca. Él me obliga a hablarle de ese tipo del cine que conozco, Sid Kabikoff, que está interesado en ver a cierto prestamista, Sal D'Onofrio, el cual va a ponerlo en contacto con Momo para negociar un préstamo del fondo de pensiones. Ignoro qué sucedió después, pero leo en los periódicos de Chicago que los dos, Kabikoff y D'Onofrio, han aparecido asesinados, presuntamente «torturados», y que los casos están sin resolver. No soy ningún Einstein pero, en Chicago, «tortura» es sinónimo de Sam G. Y también estoy seguro de que Sam ignora que yo estuve involucrado; de lo contrario, ya me habría visitado. Y tampoco es preciso ser un Einstein para deducir que el federal chiflado estaba en el origen de todo este disparate.
Littell estaba operando fuera de la ley. Littell era el mejor amigo de Boyd. Lenny Sands trabajaba con Littell y con D'Onofrio. Ruby se quitó un pelo de perro de una pernera.
–¿Te parece que la historia vale los cinco mil? Vio borrosa la carretera.
Pete estuvo a punto de arrollar a un caimán.
–¿Te ha vuelto a llamar el federal desde que Dal y Kabikoff aparecieron muertos?
–No, gracias a Alá. ¿Qué hay de mis cinco…?
–Los tendrás. Y te pagaré tres mil más si el tipo vuelve a llamarte y me lo cuentas. Y si terminas por ayudarme con él, te daré otros cinco mil.
Ruby parecía al borde de una apoplejía.
–¿Por qué?-preguntó-. ¿Por qué coño te interesa hasta el punto de ofrecerme toda esa pasta?
Pete se limitó a sonreír.
–Que todo esto quede entre nosotros dos, ¿de acuerdo?
–Si quieres secreto, tendrás secreto. Soy uno de esos tipos reservados que saben mantener la boca cerrada.
Pete sacó su mágnum y condujo con las rodillas. Ruby sonrió: jo, o, ¿qué significa eso? Pete abrió el tambor, sacó cinco balas, lo cerró de nuevo y lo hizo girar.
Ruby continuó sonriendo: jo, jo, ¡muchacho, eres demasiado! Pete le apuntó a la cabeza y disparó. La ley de las probabilidades, cinco contra una, se cumplió: el percutor fue a dar en una cámara vacía. Ruby se quedó pálido como una túnica del Klan.
–Pregunta por ahí -murmuró Pete-. A ver qué te cuenta de mí la gente.
Llegaron a Blessington al atardecer. Ruby y Tippit prepararon su espectáculo de bailarinas.
Pete llamó al aeropuerto de Midway y se hizo pasar por agente de policía. Un empleado confirmó la historia de Ruby: un tal Ward J. Littell había efectuado un vuelo de ida y vuelta a Dallas el 18 de mayo. Colgó y llamó al hotel Eden Roc. La chica de la centralita le o que Kemper Boyd «pasaba el día fuera». Pete le dejó un mensaje: «Esta noche, a las diez, en el salón Luau. Urgente.»
Boyd se lo tomó con calma.
–Sé que Ward andaba detrás del fondo de pensiones -indicó, como si el asunto no mereciera más comentarios.
Pete exhaló unos aros de humo. El tono de Boyd lo molestaba; no había recorrido ciento veinte kilómetros para asistir a una jodida exhibición de displicencia.
–No parece que te importe.
–Estoy un poco harto de Littell, pero no creo que haya nada de que preocuparse. ¿Tienes pensado divulgar tu fuente?
–No. Mi fuente no conoce la identidad de Littell y lo tengo bastante asustado.
Una lámpara tiki iluminaba la mesa. Boyd entraba y salía de la zona iluminada por aquel pequeño y extraño resplandor.
–No veo en qué te afecta este asunto, Pete.
–Afecta a Jimmy Hoffa. Está vinculado con nosotros en el tema cubano y, además, Jimmy es el jodido fondo de pensiones en persona. Boyd tamborileó con los dedos sobre la mesa.
–Littell está concentrado en la relación entre la mafia de Chicago y el fondo de pensiones. Eso no afecta a nuestro trabajo cubano y no creo que Hoffa se merezca que lo avisemos. Y no quiero que comentes el tema con Lenny Sands. No está al corriente de nada y no es preciso que le crees preocupaciones.
Era Boyd en estado puro: el eterno recurso a la «necesidad de conocer».
–No se merece que lo avisemos, pero que quede clara una cosa: Jimmy me contrató para eliminar a Anton Gretzler y no quiero que Littell me fría por ello. Ya me tiene identificado como autor del trabajo, y está loco por anunciarlo públicamente, tanto si le gusta al señor Hoover como si no.
Boyd agitó la varilla del martini.
–También liquidaste a Roland Kirpaski, ¿no?
–No. A ése se lo cargó Jimmy en persona.
Boyd soltó un silbido… de lo más improvisado.
Pete lo miró cara a cara.
–Le das demasiada cancha a Littell. Le haces concesiones que no deberías, joder.
–Mira, Pete, los dos hemos perdido hermanos. Dejémoslo así. No añadió nada más. A veces, Boyd hablaba en aquellos términos tan misteriosos. Pete se echó hacia atrás en su asiento.
–¿Tienes bien vigilado a Littell?¿Lo tienes sujeto de una correa lo bastante firme?
–No he tenido contacto con él desde hace meses. He querido distanciarme de él y del señor Hoover.
–¿Por qué?
–Por mero instinto.
–¿Instinto de supervivencia?
–De pertenencia, más bien. Uno se distancia de cierta gente y se siente próxima a los que tiene alrededor.
–¿Como los Kennedy?
–Sí.
–Apenas te he visto desde que Jack entró en la carrera -asintió Pete con una carcajada.
–Y no volverás a verme hasta después de las elecciones. Stanton sabe que no puedo andar repartiendo mi tiempo.
–Debería saberlo. Él te contrató para que te acercases a los Kennedy.
–Y no lo lamentará.
–Yo tampoco. Así podré dirigir el grupo de elite yo solo.
–¿Podrás encargarte de todo?-dijo Kemper.
–Eso es como preguntar si un negro sabe bailar.
–Está bien, no he dicho nada.
Pete tomó un sorbo de su jarra. La cerveza había perdido la espuma porque había olvidado que la había pedido.
–Has dicho «elecciones» como si pensaras que el trabajo se prolongará hasta noviembre.
–Tengo una razonable confianza en que así sea. Jack está por delante en New Hampshire y en Wisconsin y creo que, si pasamos con bien la prueba de Virginia Oeste, llegará hasta el final.
–Entonces, espero que sea anticastrista -apuntó Pete.
–Lo es. No es tan hablador como Richard Nixon, pero en cambio éste es un cazarrojos desde antiguo.
–Jack, Presidente. ¡Dios Santo!
Boyd hizo una señal a un camarero. Enseguida llegó a la mesa otro martini.
–Es una cuestión de seducción, Pete. Jack llevará al país hasta un rincón para envolverlo con su encanto, como hace con las mujeres. Cuando el país vea que se trata de elegir entre Jack y Dick Nixon, ese viejo estirado, ¿con quién crees que preferirá meterse entre las sábanas?
–¡Viva la causa! – Pete levantó su cerveza-. ¡Viva Jack «Espalda Jodida»!