Le había contado al señor Hoover que Anton Gretzler y Roland Kirpaski estaban muertos, pero su situación de «presuntamente fallecidos» no había desmoralizado a Bobby Kennedy. Bobby estaba decidido a perseguir a Hoffa, al sindicato de camioneros y a la mafia mucho más allá de la fecha límite de actuación del comité McClellan. A partir de ese momento, las unidades contra el hampa de la policía metropolitana y los investigadores del gran jurado, armados con las pruebas recogidas por el comité, pasarían a ser la punta de lanza de la operación «Atrapar a Hoffa». Bobby pronto estaría ocupado en la preparación del lanzamiento de la campaña de Jack para las elecciones de 1960, pero Jimmy Hoffa seguiría siendo su objetivo personal.
Hoover exigía datos concretos sobre las investigaciones y Kemper le había revelado que Bobby se proponía seguir la pista de los tres millones de dólares «fantasmales» con los que se había financiado el proyecto urbanístico de Hoffa en Sun Valley. Bobby estaba convencido de que Hoffa se apropiaba de fondos y de que la urbanización misma constituía un fraude inmobiliario. Su intuición le decía que debían de existir unos libros de contabilidad paralela, quizá codificados, del fondo de pensiones del sindicato de Transportistas de los estados del Medio Oeste; unos libros en los que se detallasen decenas de millones de dólares en valores ocultos, empleados en préstamos a altísimo interés, adjudicados a gángsters y a hombres de negocios deshonestos. Corría el vago rumor de que un jefe mafioso de Chicago, ya retirado, gestionaba los fondos. Bobby tenía el convencimiento personal de que las cuentas del fondo de pensiones eran su baza más viable en la operación «Atrapar a Hoffa».
Ahora, Kemper gozaba de dos sueldos. Tenía que llevar a cabo dos tareas contrapuestas e incompatibles. Y tenía a John Stanton insinuándole ofertas… si los planes de la CIA para Cuba se estabilizaban. Esto último le proporcionaría un tercer sueldo. Le proporcionaría suficientes ingresos como para mantener una segunda residencia.
Peter Lawford tenía arrinconado a Leonard Bernstein. El alcalde Wagner charlaba con María Callas.
Un camarero volvió a llenar la jarra de Kemper. Joe Kennedy se acercó con un hombre ya mayor.
–Kemper, le presento a Jules Schiffrin. Jules, Kemper Boyd. Ustedes dos deberían charlar. Los dos son un par de bribones desde hace… ni se sabe cuánto.
Se estrecharon la mano. Joe los dejó a solas y fue a comentarle algo a Bennett Cerf.
–¿Cómo está usted, señor Schiffrin?
–Bien, gracias. Verá, yo sé por qué Joe me ha calificado de bribón pero ¿y a usted? Me parece demasiado joven.
–Tengo un año más que Jack Kennedy.
–Y yo tengo cuatro menos que Joe, de modo que sigue habiendo una diferencia. ¿Es ésa su ocupación, la de bribón?
–Soy agente del FBI retirado. En la actualidad, trabajo para el comité McClellan.
–¿Es un ex agente?¿Y ha conseguido el retiro tan joven?
–Estaba harto de robos de coches consentidos por el FBI -explicó Kemper con un guiño.
Schiffrin imitó el gesto.
–Harto y aburrido. Debía de ser un trabajo horrible, si le permitió comprar unos trajes de lana virgen tan magníficos como el que lleva puesto. Yo debería tener uno así.
–¿A qué se dedica usted?-preguntó Kemper con una sonrisa.
–Diga mejor a qué me dedicaba. Pues bien, lo que hacía era trabajar de financiero y de consultor laboral. Son eufemismos, por si se lo está preguntando. Lo que NO hacía era tener montones de hijos adorables de los que disfrutar en mi vejez. Quien tiene hijos encantadores es Joe. Mírelos.
–¿Es usted de Chicago?-preguntó Kemper.
–¿Cómo lo ha sabido?-Schiffrin puso cara de asombro.
–He estudiado los acentos regionales. Se me da bastante bien.
–«Bastante bien» es decir poco. Y ese deje suyo, ¿es de Alabama?
–De Tennessee.
–¡Aaah! El estado de los Voluntarios. Es una lástima que mi amigo Heshie no haya venido. Es un ladrón nacido en Detroit que ha vivido muchos años en el sudoeste. Tiene un acento que le desconcertaría, se lo aseguro.
Bobby hizo su entrada en el vestíbulo. Schiffrin lo vio y puso los ojos en blanco.
–Ahí está su jefe. Disculpe mi franqueza, pero ¿no le resulta un poco remilgado?
–Sí, a su modo.
–Ahora es usted quien emplea eufemismos. Recuerdo que, una vez, Joe y yo charlábamos de cómo habíamos jodido a Howard Hughes en un negocio, hace treinta años. Bobby protestó de que usáramos la palabra «jodido» porque sus hijos estaban en la habitación de al lado. Ni siquiera podían oírnos, pero…
Bobby hizo una señal. Kemper captó el gesto y asintió.
–Discúlpeme, señor Schiffrin.
–Vaya. Su jefe lo llama. Joe ha tenido nueve hijos; si sólo le ha salido un pájaro como Bobby, no está del todo mal.
Kemper se acercó a Boby K. y éste lo condujo directamente al guardarropía. Los abrigos de pieles y las capas los rozaron mientras hablaban.
–Su hermano ha dicho que quería verme.
–Sí. Necesito que coteje unos informes de pruebas judiciales y que redacte un sumario de todo lo que ha hecho el comité. Así podremos enviar un informe normalizado a todos los grandes jurados que se encargarán de las investigaciones cuando termine nuestra actuación. Sé que el papeleo no es lo suyo, pero es imprescindible que se ocupe de ello.
–Empezaré mañana por la mañana.
–Bien.
Kemper carraspeó.
–Bob, quería hablarle de un asunto…
–¿De qué se trata?
–Tengo un buen amigo… Es un agente de la oficina de Chicago.
Todavía no puedo decirle el nombre, pero es un hombre muy inteligente y muy capaz.
Bobby se sacudió la nieve de las hombreras del abrigo. – Kemper, no se vaya por las ramas. Comprendo que está acostumbrado a tratar con los demás a su manera, pero haga el favor de ir al grano.
–La cuestión es que mi amigo ha sido apartado del Programa Contra la Delincuencia Organizada contra su voluntad. Ya no soporta al señor Hoover ni su política de «no existe ninguna mafia» y quiere hacerle llegar a usted, a través de mí, las averiguaciones de la brigada antimafia. Mi amigo comprende los riesgos que eso entraña y está dispuesto a asumirlos. Y, por si sirve de algo, añadiré que es un ex seminarista jesuita.
Bobby colgó el abrigo.
–¿Podemos fiarnos de él?-preguntó.
–Por completo.
–¿No podría ser un infiltrado de Hoover?
–Difícilmente -respondió Kemper con una carcajada.
Bobby le dirigió una de aquellas miradas con las que intimidaba a los testigos.
–Está bien. Pero quiero que le diga a ese hombre que no haga nada ilegal. No quiero tener por ahí a un fanático que monte escuchas clandestinas y Dios sabe qué más porque crea que cuenta con mi respaldo para ello.
–Se lo diré. Y bien, ¿qué aspectos son los que…?
–Dígale que me interesa la posibilidad de que existan los libros secretos del fondo de pensiones. De ser así, es probable que los administre la mafia de Chicago. Dígale que investigue esta sospecha y que, mientras se ocupa de ello, vea si descubre alguna información en general sobre Hoffa.
Los invitados desfilaron ante el guardarropía. Una mujer arrastraba por el suelo su abrigo de visón. Dean Acheson estuvo a punto de tropezar con él.
Bobby torció el gesto. Kemper observó que su mirada se desenfocaba.
–¿Qué sucede?
–No es nada.
–¿Se le ofrece algo más?
–No, nada. Ahora, si me disculpa…
Kemper sonrió y volvió a la fiesta. El salón, para entonces, ya se había llenado. Desplazarse era dificultoso.
La mujer del abrigo de visón hacía que muchas cabezas se volvieran. Hizo que un camarero acariciara la prenda e insistió en que Leonard Bernstein se la probara. Después atravesó la multitud a paso de mambo y le quitó a Joe Kennedy la copa que tenía en la mano.
Joe le entregó una cajita envuelta en papel de regalo. La mujer la guardó en el bolso sin abrirla y tres de las hermanas Kennedy se retiraron con aire enfadado.
Peter Lawford se la comía con los ojos. Bennett Cerf pasó junto a ella y echó una mirada furtiva a su escote. Vladimir Horowitz la invitó por gestos a acercarse al piano.
Kemper bajó en un ascensor privado hasta el vestíbulo del hotel.
Descolgó un teléfono y pidió conferencia con Chicago a la encargada de la centralita.
La telefonista le dio línea. Helen contestó a la segunda señal.
–¿Diga?
–Soy yo, encanto. Ése del que estabas tan enamorada.
–¡Kemper! ¿De dónde has sacado ese acento sureño tan almibarado?
–Estoy ocupado en un asunto.
–Pues yo también estoy ocupada con las clases de Derecho y buscando un apartamento, ¡y es tan difícil!
–Todo lo bueno es difícil. Pregúntaselo a tu novio, ese tipo maduro, y verás cómo te lo explica.
Helen bajó la voz y susurró:
–Últimamente, Ward está bastante taciturno y poco comunicativo. ¿Quieres probar si…?
Littell se puso al teléfono.
–Hola, Kemper.
Helen le mandó unos besos y colgó su auricular.
–Hola, chico -dijo Kemper.
–Hola, tú. Lamento ser tan brusco, pero ¿has…?
–Sí.
–¿Y?
–Y Bobby ha dicho que sí. Ha dicho que quiere que trabajes para nosotros en secreto. Quiere que sigas esa pista que nos proporcionó Roland Kirpaski e intentes averiguar si existen de verdad unos libros de contabilidad secreta del fondo de pensiones, en los que se ocultan incontables millones de dólares.
–Bien. Eso está… muy bien.
–Bobby ha insistido en lo que te dije -Kemper bajó el tono de voz-. No corras riesgos innecesarios. Recuérdalo bien. Bobby es más escrupuloso que yo en cuanto a saltarse la legalidad, así que limítate a tener mucho cuidado y recuerda a quién debes estar atento.
–Tendré cuidado. Puede que tenga a un miembro de la mafia comprometido en un homicidio y creo que quizá pueda convertirlo en un informador.
La mujer del abrigo de visón cruzó el vestíbulo. Un montón de botones corrió a abrirle la puerta.
–Ward, tengo que colgar.
–Que Dios te bendiga por esto, Kemper. Y dile al señor Kennedy que no lo decepcionaré.
Kemper colgó y salió al exterior. En la calle 76, el viento bramaba y volcaba los cubos de basura situados en los bordillos.
La mujer del abrigo de visón estaba bajo la marquesina de la entrada del hotel. Estaba quitando el envoltorio del regalo de Joe Kennedy.
Kemper se detuvo a pocos pasos de ella. El regalo era un broche de diamantes colocado en el interior de un fajo de billetes de mil dólares.
Un vagabundo borrachín se acercó con paso inseguro. La mujer le dio el broche. El viento agitó el fajo de billetes; como mínimo, había cincuenta.
El vagabundo soltó una risilla y contempló el broche. Kemper se echó a reír en voz alta.
Un taxi se detuvo ante el hotel. La mujer del visón se inclinó hacia la ventanilla.
–Al 881 de la Quinta Avenida -dijo.
Kemper le abrió la puerta del coche.
–Esos Kennedy… Qué vulgares son, ¿verdad?-murmuró ella.
Tenía unos ojos de un verde translúcido, unos ojos como para caerse muerto.
(Chicago, 6/1/59)
De un tirón saltó el cerrojo. Littell sacó la ganzúa y cerró la puerta tras él.
Los faros de los coches iluminaban las ventanas al pasar. La salita de la entrada estaba llena de antigüedades y pequeños objetos de art decó.
Sus ojos se habituaron a la penumbra. Entraba suficiente luz del exterior y no necesitó correr el riesgo de encender las lámparas.
El apartamento de Lenny Sands estaba limpio y ordenado, aunque a aquellas alturas del invierno se notaba poco ventilado.
Habían pasado ya cinco días de la muerte de Tony «el Picahielos», y el caso seguía sin resolverse. Los periódicos y la televisión omitían un detalle: que Iannone había muerto a las puertas de un local de citas de maricas. Court Meade decía que era una imposición de Giancana: no quería que Tony apareciera desacreditado como homosexual y él mismo se negaba a creerlo. Meade mencionó algunos comentarios alarmantes oídos en el puesto de escucha: «Sam tiene gente apretándole las tuercas a los maricas para averiguar algo»; «Mo ha dicho que hará castrar al que mató a Tony».
Giancana no podía aceptar un hecho evidente. Para él, Tony había entrado en el local por equivocación.
Littell sacó la linterna y la cámara de fotos. El programa de trabajo de Lenny en los últimos tiempos incluía la recogida de la recaudación de las máquinas tragaperras hasta pasada la medianoche. Eran las nueve y veinte. Tenía tiempo de sobra.
Lenny guardaba la agenda de direcciones bajo el teléfono del salón. Littell la hojeó y anotó algunos nombres prometedores.
Lenny, el ecléctico, conocía a Rock Hudson y a Carlos Marcello. Lenny, el hombre de Hollywood, conocía a Gail Russell y a Johnnie Ray. Lenny, el hampón, conocía a Giancana, a Butch Montrose y a Rocco Malvaso.
Allí había algo raro: los números y direcciones de los gángsters de la agenda no eran los que constaban en las listas del Programa contra la Delincuencia Organizada.
Littell continuó pasando hojas. Algunos nombres le sorprendieron mucho.
Senador John Kennedy, Hyannis Port, Massachusetts; Spike Knode, 114 Gardenia, Mobile, Alabama; Laura Hughes, 881 Quinta Avenida, Nueva York; Paul Bogaards, 1489 Fountain, Milwaukee.
Fotografió la agenda por orden alfabético. Con la linterna de bolsillo entre los dientes, tomó una foto por página. Disparó treinta y dos veces hasta la M.
Le dolían las piernas de tenerlas flexionadas para trabajar. Y la linterna no hacía sino resbalarle de la boca.
Oyó el ruido de una llave en la cerradura. Oyó crujir la puerta… CON NOVENTA MINUTOS DE ADELAN…
Littell se aplastó contra la pared, junto a la puerta. Repasó mentalmente todos los movimientos de judo que Kemper le había enseñado.
Lenny Sands entró en el apartamento. Littell lo agarró por detrás y le tapó la boca con una mano. «Hunde el pulgar en la carótida del sospechoso y llévalo al suelo en posición supina», recordó.
Lo hizo como el mismísimo Kemper. Lenny quedó tendido boca abajo sin la menor resistencia. Littell retiró la mano con que lo amordazaba y cerró la puerta de un puntapié.
Lenny no chilló ni gritó. Tenía la cara metida en un pliegue de una alfombra muy gastada.