La multitud silbaba y chillaba y golpeaba las mesas…
La chica de los cubitos se ocultó tras un telón. Lenny adoptó un acento de Boston y la voz de Bobby Kennedy, elevada al tono de una soprano.
–¡Y ahora escúcheme, señor Hoffa! ¡Deje de asociarse con esos hampones y con esos camioneros detestables y delate a todos sus amigos o me chivaré de usted a mi papá!
El local se agitó y se estremeció. El pataleo de hilaridad hizo temblar el suelo.
–¡Señor Hoffa, es usted un hombre desagradable y un inútil! ¡Deje de intentar que mis seis hijos se sindiquen o me chivaré de usted a mi padre y a mi hermano mayor, Jack! ¡Pórtese bien o le diré a mi padre que compre su sindicato y convierta a sus detestables camioneros en criados de nuestra hacienda familiar de Hyannis Port!
La multitud rugió. Littell se sintió mareado y agobiado de calor.
Lenny mantuvo su modo de hablar melindroso y sus demostraciones de autocomplacencia. Lenny machacó a Robert F. Kennedy, cruzado de los maricas.
–¡Señor Hoffa, ponga fin ahora mismo a este desagradable acuerdo impuesto sin negociar!
–¡Señor Hoffa, deje de gritar! ¡Me estropea el peinado!
–¡Señor Hoffa, sea BUEEENO!
Lenny hizo que a los presentes se les saltaran las lágrimas. Arrancó carcajadas desde el sótano hasta el techo.
–¡Señor Hoffa, es usted TAAAN varonil!
–¡Señor Hoffa, deje de rascarme, o me destrozará las medias!
–¡Señor Hoffa, sus camioneros son DEMASIADO atractivos! ¡Nos tienen al comité McClellan y a mí tan ALBOROTADOS!
Lenny continuó sus comentarios jocosos. Tres copas más tarde, Littell se dio cuenta de algo: el animador no ridiculizaba nunca a John Kennedy. Kemper lo denominaba «la dicotomía Bobby/Jack»: si te gustaba uno de los dos, el otro te desagradaba.
–¡Señor Hoffa, deje de confundirme con hechos!
–¡Señor Hoffa, deje de regañarme o no compartiré mis secretos de peluquería con su esposa!
El Elks Hall hervía. Las ventanas abiertas dejaban entrar aire frío del exterior. Se acabó el hielo para las bebidas y las chicas llenaron los cuencos con nieve recién caída.
Gente de las bandas iba de mesa en mesa. Littell distinguió varias caras que había visto en las fotos de las fichas.
Sam Giancana, «Mo»/«Momo»/«Mooney». Tony Iannone, «el Picahielos», subjefe de la mafia de Chicago. Dan Versace, «el Asno». Gordo Bob Paolucci. Y el propio Sal D'Onofrio, «el Loco».
Lenny concluyó el número. Las chicas bailaron un rato en el escenario y saludaron.
«¡Llévame a las estrellas, cebado con el cheque sindical! ¡Jimmy Hoffa es nuestro tigre ahora; Bobby, apenas una rata asustada! ¡¡¡O sea, que el equipo de los Camioneros es el mejor!!!»
Golpes en las mesas, palmadas, vítores, chillidos, silbidos, aullidos…
Littell escapó por una puerta trasera y se llenó los pulmones de aire fresco. El sudor se le congeló, las piernas le flojearon, pero la cena a base de whisky aguantó en su estómago.
Observó la puerta principal. Una larga hilera de gente bailando la conga serpenteaba por el salón de recepciones, camioneros y chicas del local con las manos en las caderas de quien los precedía. Sal el Loco se unió a ellos con sus zapatillas de tenis empapadas, rezumando nieve.
Littell contuvo el aliento y se encaminó despacio hacia el aparcamiento. Lenny Sands se refrescaba junto a su coche, cogiendo bolas de nieve de un montón acumulado por el viento.
Sal el Loco se acercó a él y lo abrazó. Lenny hizo una mueca y se desasió.
Littell se agachó detrás de una limusina. Sus voces llegaron hasta él. – ¿Qué puedo decir, Lenny? Has estado magnífico.
–Los públicos cómplices son fáciles, Sal. Sólo tienes que saber qué botones pulsar.
–Los públicos son públicos, Lenny. Estos camioneros son simples trabajadores, igual que mis funcionarios. Tú déjate de política y concéntrate en el tema de los italianos; te garantizo que cada vez que sueltes un comentario sobre los paisanos, tendrás en las manos toda una jauría de hienas.
–No lo sé, Sal. Es muy posible que me llegue un contrato de Las Vegas.
–Joder, Lenny, te lo estoy rogando! ¡Y mis jodidos invitados son conocidos como los mayores perdedores de casino en cautividad, maldita sea! Vamos, Lenny: cuanto más pierdan, más sacaremos.
–No sé qué decirte, Sal. Podría tener la oportunidad de ser el telonero de Tony Bennett en el Dunes.
–Lenny, te lo suplico. Te lo pido a cuatro patas como un jodido perro.
–Antes de ponerte a ladrar -respondió Lenny con una carcajada-, sube al quince por ciento.
–¿El quince?¡Joder…! ¿Ahora me vienes con regateos, encima?¡Jodido judío!
–El veinte por ciento, entonces. Sólo me asocio con antisemitas por un precio.
–Que te jodan, Lenny! Has dicho un quince.
–¡Que te jodan a ti, Sal! He cambiado de idea.
Se hizo el silencio. Littell imaginó una larga mirada intimidatoria entre ambos.
–Está bien, está bien, está bien. Que sea el jodido veinte, condenado bandolero judío.
–Me gustas, Sal. No es preciso que me estreches la mano; eres demasiado grasiento al tacto.
Las portezuelas de los coches se cerraron de golpe. Littell vio a Sal el Loco poner en marcha su Cadillac y salir a la calle dando bandazos.
Lenny conectó los faros y dejó el motor al ralentí. El humo de un cigarrillo escapaba por la ventanilla del lado del conductor.
Littell se encaminó a su coche. El de Lenny estaba aparcado dos filas más allá. Lo vería ponerse en movimiento.
Lenny se quedó donde estaba. Unos tipos borrachos pasaron tambaleándose ante sus faros y resbalaron en el hielo para caer de nalgas. Littell quitó el hielo del parabrisas. La nieve alcanzaba hasta los parachoques de los coches aparcados.
Lenny se puso en marcha, Littell le dio un minuto entero de ventaja y luego siguió sus huellas en la nieve. Conducían directamente hacia Lake Shore Drive, en dirección al norte. Littell lo alcanzó justo a la entrada de la rampa de acceso. Lenny continuó la marcha. Littell se quedó a cuatro largos de coche detrás de él.
Era una persecución a marcha lenta: neumáticos con cadenas sobre el asfalto helado, dos coches y una autovía vacía. Lenny dejó atrás los carriles de salida hacia Gold Coast. Littell se mantuvo a distancia y concentrado en las luces traseras del otro coche. Lentamente dejaron atrás la ciudad de Chicago. También Glencoe, Evanston y Wilmette.
Unos rótulos indicaban los límites de la ciudad de Winnetka. Lenny giró a la derecha y salió de la autovía en el último instante.
Littell no tenía modo de seguirlo: haría un trompo o se estrellaría contra el guardarraíl. Tomó la salida siguiente. A la una de la madrugada, Winnetka estaba tranquila y hermosa: todo eran mansiones estilo Tudor y calles recién limpias de nieve. Las recorrió metódicamente y dio con una zona de locales. Frente a una coctelería, La Cabañita de Perry, había una fila de coches aparcados.
El Packard Caribbean de Lenny estaba arrimado al bordillo. Littell aparcó y entró. Una pancarta colgada del techo le rozó la cara: «¡Bienvenido 1959!», decía en lentejuelas plateadas.
El local era acogedor frente al frío. La decoración era rústica: paredes de falsos troncos, barra de madera noble y sofás de plástico en imitación de cuero.
Toda la clientela era masculina. En la barra sólo se podía estar de pie y dos hombres ocupaban uno de los sofás, donde se acariciaban.
Littell apartó la vista. Miró directamente al frente y notó que las miradas lo taladraban. Vio unas cabinas telefónicas cerca de la salida trasera, resguardadas y seguras, y volvió sobre sus pasos.
Nadie se le acercó. Las correas de la cartuchera le habían rozado el hombro hasta dejarlo en carne viva; pasaría toda la noche sudando y con molestias.
Se sentó en la primera cabina. Entreabrió la puerta y tuvo una vista completa de la barra.
Allí estaba Lenny, bebiendo Pernod. Estaba con un hombre rubio, frotándose las piernas. Littell los observó. El rubio le deslizó una nota a Lenny y se marchó con unos pasos de baile. En la máquina de discos sonaba un encadenado de los Platters.
El local fue vaciándose por parejas, poco a poco. La del sofá se levantó, con las braguetas abiertas. El encargado de la barra anunció la última ronda.
Lenny pidió Cointreau. Se abrió la puerta principal e hizo su entrada Tony Iannone, «el Picahielos».
«Uno de los más temidos lugartenientes de Sam Giancana» empezó a dar besos en la boca al encargado de la barra. El asesino de la mafia de Chicago sospechoso de nueve muertes con mutilación estaba mordisqueándole y chupándole la oreja al camarero.
Littell se sintió mareado. Notó la boca seca. Notó que el pulso se le volvía loco.
Tony/Lenny/Lenny/Tony… ¿quién sabía quién era MARICÓN? Tony vio a Lenny. Lenny vio a Tony. Lenny echó a correr hacia la salida trasera.
Tony persiguió a Lenny. Littell se quedó paralizado. La cabina telefónica se quedó sin aire y le aspiró todo el aliento de los pulmones.
Consiguió abrir la puerta trasera del local y salió tambaleándose. El aire frío lo abofeteó. Detrás del bar se extendía un callejón. Oyó ruidos a su izquierda, en la parte de atrás del edificio contiguo.
Tony y Lenny estaban caídos sobre un montón de nieve, agarrados el uno al otro. Lenny mordía, lanzaba patadas y buscaba los ojos de Tony. Éste empuñaba dos navajas. Littell sacó su arma, pero le resbaló de las manos y cayó al suelo. Su grito de advertencia se cortó antes de ser emitido.
Lenny dio un rodillazo a Tony. Éste se volvió de costado. Lenny le arrancó un pedazo de nariz de un mordisco.
Littell resbaló en el hielo y cayó al suelo. La nieve blanda acumulada amortiguó el ruido. Había quince metros entre él y ellos: no podían verlo ni oírlo.
Tony intentó gritar. Lenny escupió la nariz y le llenó la boca de nieve. Tony soltó las navajas. Lenny las cogió.
Littell se puso de rodillas y buscó a tientas el arma, entre resbalones. Seguían sin poder verlo.
Tony escarbó en la nieve. Lenny lo acuchilló a dos manos: en los ojos, en las mejillas, en la garganta.
Littell recuperó el arma.
Lenny echó a correr.
Tony murió escupiendo nieve sanguinolenta.
La música se filtró hasta el exterior: una suave balada para acompañar la última ronda. La puerta trasera no se abrió en ningún momento. El sonido de la máquina de discos apagaba todo el…
Littell se acercó a Tony gateando. Limpió el cuerpo: reloj, cartera, llavero. Las navajas con huellas dactilares, hundidas hasta la empuñadura… «Sí, hazlo», se dijo.
Las extrajo. Se puso en pie. Echó a correr por el callejón hasta que sus pulmones dijeron basta.
(Miami, 3/1/59)
Pete se detuvo en el local de la compañía de taxis. Un mango se estrelló contra su parabrisas. La calle estaba vacía de coches atigrados y de gentuza atigrada. Gente con carteles recorría la acera, armada con bolsas de fruta demasiado madura.
Jimmy le había llamado a Los Ángeles el día anterior. «Gánate tu jodido cinco por ciento», le había dicho. «El asunto de los Kennedy se fue a pique, pero aún estás en deuda conmigo. Mis cubanos están muy revueltos desde que Castro ha tomado el poder. Ve a Miami y restablece el orden, maldita sea, y quédate tu jodido cinco por…»
¡Viva Fidel!, gritó una voz. ¡Castro, el gran puto comunista!, aulló otra. Dos puertas más allá se organizó una guerra de basura: los chicos lanzaban gruesas granadas rojas.
Pete cerró el coche con llave y corrió hacia el local. Un tipo con cara de palurdo, un blanco sureño, se ocupaba de la centralita. No había nadie más.
–¿Dónde está Fulo?-preguntó Pete.
El tipejo se puso a farfullar.
–El problema de esta empresa es que la mitad de los tipos están con Batista y la mitad son pro-Castro. No se puede esperar que esa gente se presente a trabajar cuando se está produciendo una buena reyerta, de modo que aquí estoy, yo solo.
–He preguntado dónde está Fulo.
–Ocuparse de la centralita educa mucho. He estado recibiendo llamadas para preguntarme dónde es el follón y qué deben llevar. Me gustan los cubanos, pero los veo demasiado propensos a estas desagradables exhibiciones de violencia.
El tipo, delgado como un cadáver, tenía un marcado acento tejano y la peor dentadura del mundo. Pete hizo crujir los nudillos.
–¿Por qué no me dices dónde está Fulo?-insistió.
–Salió a buscar pelea y creo que llevaba su machete. Y tú eres Pete Bondurant. Yo soy Chuck Rogers. Soy buen amigo de Jimmy y de algunos muchachos de la organización, y soy un militante activo contra la conspiración comunista mundial.
Una bomba de basura hizo temblar la ventana de la fachada. En el exterior, dos filas de agitadores con los carteles en alto se aprestaban a la pelea.
Sonó el teléfono y Rogers atendió la llamada. Pete se limpió la camisa de semillas de granada.
Rogers se quitó los auriculares:
–Era Fulo. Ha dicho que si llegaba «el jefe», refiriéndose a ti, te dijera que pasaras por su casa para echarle una mano en no sé qué asunto. Creo que la dirección es el número 917 de Northwest 49 St. Eso queda a tres manzanas a la izquierda y luego, dos a la derecha.
Pete dejó la maleta en el suelo.
–¿Y tú a cuál prefieres, al Barbas o a Batista?-insistió Rogers.
La dirección correspondía a una casita de estuco de color melocotón. Un taxi de Tiger Kab con los cuatro neumáticos reventados obstruía el acceso al porche. Pete pasó por encima del vehículo y llamó.
Fulo abrió la puerta unos centímetros y quitó la cadena de seguridad. Cuando entró, Pete descubrió de inmediato el estropicio: dos hispanos con gorros de fiesta, muertos en el suelo del comedor. Fulo echó el cerrojo a la puerta principal.
–Estábamos de celebración,
Pedro
. Esos tipos acusaron de marxista puro a mi amado Fidel y me ofendí al oír tal calumnia.
Y por eso les había disparado a quemarropa por la espalda. En los cuerpos se veían los orificios de salida de las balas de pequeño . No sería tan difícil limpiar las huellas de lo sucedido.
–Pongámonos manos a la obra -murmuró Pete.
Fulo redujo a polvo las dentaduras de los muertos. Pete les quemó las huellas dactilares con una plancha caliente. Fulo extrajo las balas incrustadas en la pared y las tiró por el retrete. Pete echó lejía sobre las manchas del suelo; así, las mediciones del espectógrafo resultarían negativas.