Entró a la carga. El local estaba en penumbra y poco frecuentado a aquella hora de la tarde. La decoración era discreta: madera pulida y cuero color verde bosque.
Una sección de reservados estaba cerrada por una cuerda. Dos parejas ocupaban los extremos de la barra: unos tipos mayores, Lenny y un chico de universidad.
Littell se sentó entre ambos dúos. El camarero de la barra no le prestó atención.
Lenny estaba hablando. En esta ocasión, sus inflexiones de voz eran suaves, carentes de gruñidos y de acento judío.
–Larry, deberías haber visto cómo comía ese desgraciado.
Cuando el camarero se acercó y Littell pidió whisky de centeno y cerveza, las cabezas se volvieron hacia él.
El barman sirvió el trago. Littell lo vació de un golpe y tosió.
–¡Vaya, había sed! – dijo el camarero.
Littell echó mano a la cartera, abrió el documento de identificación y la chapa oficial quedó visible en la barra. La recogió y dejó unas monedas.
–¿No quiere la cerveza?-preguntó el camarero.
Littell volvió en coche a la oficina y escribió a máquina un informe del seguimiento. Para eliminar el aliento a alcohol, se llevó a la boca una tira de goma de mascar.
En el informe omitió cualquier mención a la ingestión de licores y a la metedura de pata en el local de copas e hizo hincapié en el dato fundamental: que Lenny Sands quizá tenía una vida homosexual secreta, lo cual podía ser un buen motivo para conseguir su colaboración pues era evidente que intentaba ocultar dicha vida a sus socios de la mafia.
Lenny no se había percatado de su presencia. De momento, el seguimiento no estaba comprometido.
Court Meade llamó con los nudillos al cristal de su cubículo.
–Tienes una llamada, Ward. Un tal Boyd, desde Miami, por la línea 2.
Littell descolgó:
–Hola, Kemper. ¿Qué haces otra vez en Florida?
–Trabajar para Bobby y para el señor Hoover con objetivos contrapuestos. Pero no se lo cuentes a nadie.
–¿Consigues resultados?
–Bueno, la gente sigue abordándome y los testigos de Bobby siguen desapareciendo, así que podríamos decir que hay empate. Ward…
–Necesitas un favor, ¿no?
–En realidad, dos.
Littell inclinó la silla hacia atrás.
–Te escucho -murmuró.
–Helen vuela a Chicago esta noche -explicó Boyd-. Vuelo 84 de la United, de Nueva Orleans a Midway. Llega a las cinco y diez. ¿Querrías recogerla y llevarla al hotel?
–Desde luego. Y a cenar también. Qué caray, me lo dices en el último momento, pero es estupendo.
–Así es nuestra Helen -asintió Boyd con una carcajada-. Una viajera impetuosa. Ward, ¿recuerdas a ese tipo, Roland Kirpaski?
–Lo vi hace tres días, Kemper.
–Sí, es cierto. En cualquier caso, se supone que ha venido aquí, a Florida, pero parece que soy incapaz de dar con él. Estaba previsto que llamaría a Bobby para informarle sobre el plan de Hoffa para Sun Valley, pero no lo ha hecho y, además, anoche salió del hotel y todavía no ha vuelto.
–¿Quieres que me acerque a su casa y hable con su esposa?
–Hazlo, si no te molesta. Y si descubres algo interesante, deja un mensaje codificado en Comunicaciones, en la oficina central del Distrito Federal. Todavía no he buscado hotel por aquí, pero me pondré en contacto con ese servicio para saber si has llamado.
–Dame la dirección de Kirpaski.
–South Wabash, 818. Probablemente, Roland andará de juerga con algún ligue, pero no estará de más comprobar si ha llamado a casa. Pero, Ward…
–Ya sé. Tendré presente para quién trabajas y seré discreto.
–Gracias.
–De nada. Y, por cierto, hoy he visto a un hombre que es tan buen actor como tú.
–Eso es imposible -respondió Boyd.
Mary Kirpaski lo invitó a entrar enseguida. La casa estaba amueblada en exceso y demasiado caldeada. Littell se quitó el gabán y la mujer casi lo empujó a pasar a la cocina.
–Roland siempre me llama todas las noches. Y me dijo que si no llamaba en este viaje, debía colaborar con las autoridades y enseñarles su agenda de notas.
Littell percibió el olor a col y a carne guisada.
–Señora Kirpaski, no pertenezco al comité McClellan. En realidad, no he trabajado nunca con su esposo.
–Pero conoce al señor Boyd y al señor Kennedy.
–Al señor Boyd, sí. Es quien me ha pedido que viniera a ver cómo estaba usted.
La mujer se había mordido las uñas hasta hacerse sangre y llevaba el carmín mal aplicado en los labios.
–Roland no llamó anoche. Mi marido tiene una agenda con anotaciones sobre los movimientos del señor Hoffa. No se la llevó a Washington porque quería hablar con el señor Kennedy antes de acceder a testificar.
–¿Qué agenda?
–Es una lista de las llamadas telefónicas del señor Hoffa desde Chicago, con fechas y todo eso. Roland me contó que había robado las facturas de teléfono de diversos amigos del señor Hoffa porque éste no se atrevía a poner conferencias desde su hotel, pues temía que el teléfono estuviera intervenido.
–Señora Kirpaski…
La mujer cogió la agenda de la mesa de la cocina.
–Roland se pondría muy furioso si no se la entrego a las autoridades.
Littell abrió la agenda. En la primera hoja venía una lista de nombres y números de teléfono perfectamente dispuestos en columnas. Mary Kirpaski se acercó a él.
–Roland llamó a las compañías telefónicas de las diversas ciudades y descubrió a quién pertenecía cada número. Creo que se hizo pasar por policía o algo así.
Littell pasó las hojas. Roland Kirpaski tenía una caligrafía pulcra y legible.
Algunos nombres de «llamadas recibidas» le resultaron familiares: Sam Giancana, Carlos Marcello, Anthony Iannone, Santo Trafficante Jr. Uno de los nombres le resultó familiar y alarmante: Peter Bondurant, 949 Mapleton Drive, Los Ángeles.
Hoffa había llamado recientemente al Gran Pete nada menos que tres veces: 25/11/58, 1/12/58, 2/12/58.
Bondurant rompía esposas de metal con las manos desnudas. Se decía que liquidaba gente por diez mil dólares y el billete de avión.
Mary Kirpaski acariciaba las cuentas de un rosario. Olía a Vicks Vaporub y a cigarrillos.
–¿Puedo usar el teléfono, señora?
La mujer señaló un supletorio colgado en la pared. Littell tiró del cordón y se apartó hasta el rincón opuesto de la cocina. La señora Kirpaski lo dejó solo. Littell oyó que conectaba una radio en otra habitación. Marcó el número de la operadora de larga distancia, quien le puso con el servicio de seguridad del aeropuerto internacional de Los Ángeles. Un hombre atendió la llamada.
–Sargento Donaldson. ¿En qué puedo ayudarle?
–Soy el agente especial Littell, FBI de Chicago. Necesito una información urgente sobre ciertas reservas de vuelo.
–Bien, señor. Dígame qué necesita.
–Necesito que pregunte a las compañías que tienen vuelos de ida y vuelta de Los Ángeles a Miami. Busco unas reservas con salida en las fechas ocho, nueve o diez de diciembre y regreso en cualquier momento posterior. La reserva que me interesa puede ir a nombre de Peter Bondurant -lo deletreó- o a cargo de las empresas Hughes Tool Company o Hughes Aircraft. Si descubre algún dato que coincida con eso y si la reserva va a nombre de alguien concreto, necesito una descripción física del hombre que recogió el pasaje o del que tomó el avión.
–Señor, esto último es como lo de la aguja en el pajar.
–No lo crea. Mi sospechoso es un varón caucasiano de casi cuarenta años, un metro noventa y pico y muy corpulento. Cuando uno lo ha visto, no se le olvida.
–Entiendo. ¿Quiere que le llame cuando sepa algo?
–Esperaré. Si no tiene nada en diez minutos, vuelva al teléfono y anote mi número.
–Sí, señor. Espere, pues. Me pongo al asunto enseguida.
Littell esperó. Lo envolvió una imagen: Pete Bondurant, el Gran Pete, crucificado. La cocina se interpuso en la visión: abigarrada, calurosa, con los santos del día marcados en el calendario parroquial…
Transcurrieron ocho minutos. El sargento volvió al teléfono, agitado.
–¿Señor Littell?
–¿Sí?
–Hemos dado con ello, señor. No creía que pudiésemos, pero sí…
–Dígame -Littell sacó su libreta de notas.
–American Airlines, vuelo 104, Los Ángeles a Miami. Salió de L.A. a las 8.00 de la mañana de ayer, 10 de diciembre, y llegó a Miami a las 4.10 de la tarde. La reserva se hizo a nombre de Thomas Peterson y a cargo de Hughes Aircraft. He hablado con la empleada que extendió el pasaje y recuerda al hombre que usted ha descrito. Tenía razón: cuando uno lo ha visto…
–¿Tiene reserva para el regreso?
–Sí, señor. American, vuelo 55. Llega a Los Ángeles a las 7.00 de mañana por la mañana.
Littell se sentía mareado. Abrió ligeramente una ventana para que entrara un poco de aire.
–¿Sigue ahí, señor?
Littell cortó la comunicación con el agente y marcó el 0. Una brisa fría inundó la cocina.
–Señorita, póngame con Washington, D.C. Con el número KLA-8801.
–Sí, señor. Un momento.
Enseguida estuvo en línea. Le atendió una voz masculina:
–Comunicaciones. Agente especial Reynolds.
–Soy el agente especial Littell, desde Chicago. Tengo que trasmitir un mensaje al agente especial Kemper Boyd, en Miami.
–¿Pertenece a la unidad de Miami?
–No, está allí en comisión de servicio. Necesito que trasmita el mensaje a la central de agentes especiales de Miami y que les haga localizar al agente Boyd. Creo que sólo será cuestión de comprobar los hoteles y, si no fuera tan urgente, yo mismo lo haría.
–Esto es un tanto irregular, pero no veo por qué no vamos a hacerlo. ¿Cuál es el mensaje?
Littell habló despacio:
–Tengo pruebas circunstanciales e hipotéticas -«subraye estas dos palabras», indicó a su comunicante- de que J.H. contrató a nuestro viejo cofrade, el grandullón francés, para eliminar a R.K., el testigo del comité. Nuestro ex cofrade deja Miami a última hora de la noche en el vuelo 55 de American. Que Boyd me llame a Chicago para más detalles. Firmado, W.J.L.
El agente repitió el mensaje. Littell oyó los sollozos de Mary Kirpaski al otro lado de la puerta de la cocina.
El vuelo de Helen llegaba con retraso. Littell esperó en un bar junto a la puerta de salida y revisó de nuevo la lista de teléfonos. La intuición no hacía sino reafirmarse: Pete Bondurant había matado a Roland Kirpaski.
Kemper Boyd había mencionado a un testigo muerto, un tal Gretzler. Si conseguía relacionar al tipo con Bondurant, podía presentar cargos por DOS asesinatos.
Littell tomó un sorbo de whisky y otro de cerveza mientras seguía estudiando el espejo de la pared del fondo para observar su aspecto. Las ropas de trabajo que llevaba le parecían inadecuadas. Las gafas y la calva incipiente no hacían juego con ellas. El whisky le quemó y la cerveza le produjo cosquillas.
Dos hombres se acercaron a su mesa y lo agarraron. Lo pusieron de pie por la fuerza, lo agarraron por los hombros y lo llevaron hasta una hilera de cabinas telefónicas. Los hombres actuaron con rapidez y seguridad. Ninguno de los civiles presentes advirtió nada.
Los captores le sujetaron los brazos a la espalda. Chick Leahy salió de una sombra y le golpeó directamente en la cara.
Littell notó que le fallaban las rodillas. Los dos hombres lo levantaron de puntillas.
–Hemos interceptado el mensaje a Kemper Boyd. Puede que haya puesto en riesgo su tapadera sobre la incursión. Al señor Hoover no le gusta que se ayude a Robert Kennedy y Peter Bondurant es un valioso colaborador de Howard Hughes, que es un gran amigo del señor Hoover y del FBI. ¿Sabe qué es un mensaje completamente codificado, señor Littell?
Littell pestañeó. Se le cayeron las gafas y todo quedó borroso. Leahy le golpeó el pecho con fuerza.
–Desde este momento, queda fuera del Programa contra la Delincuencia Organizada y vuelve a estar en la Brigada Antirrojos. Y le recomiendo con toda energía que no proteste.
Uno de los hombres cogió la libreta de notas de Littell.
–Apesta a alcohol -dijo el otro.
Lo soltaron de un empujón y se marcharon. Todo el episodio llevó apenas treinta segundos.
Le dolían los brazos. Tenía las gafas rayadas y desajustadas. No podía respirar bien y casi no se sostenía en pie. Volvió a su mesa tambaleándose, apuró el whisky y la cerveza y alivió sus temblores. Con las gafas torcidas, observó su nueva imagen en el espejo: el trabajador más ineficaz del mundo.
Un altavoz anunció con estridencia: «United Airlines anuncia la llegada de su vuelo 84, procedente de Nueva Orleans.» Littell apuró las copas y se llevó a la boca dos tiras de goma de mascar.
Helen lo vio, dejó caer las maletas y lo abrazó con tal fuerza que casi lo echa al suelo. La gente circuló a su alrededor.
–¡Eh, deja que te vea…!
Helen alzó la vista y rozó con la cabeza el mentón de Littell. Había crecido.
–Estás guapísima.
–Es el colorete número cuatro de Max Factor. Hace maravillas con las cicatrices.
–¿Qué cicatrices?
–Muy gracioso. ¿Y de qué vas ahora, de leñador?
–Lo he sido. Durante unos días, al menos.
–Susan dice que el señor Hoover por fin te ha permitido perseguir gángsters.
Un hombre tropezó con la maleta de Helen y les lanzó una mirada furiosa.
–Vamos, te invito a cenar -propuso Littell.
Tomaron bistecs en Stockyard Inn. Helen habló hasta por los codos y se achispó con el vino tinto.
Había pasado de larguirucha a esbelta y su rostro había adquirido firmeza. Había dejado de fumar, aunque dijo darse cuenta de que era un acto de fingido refinamiento.
Siempre había llevado el cabello recogido en un moño para hacer alarde de sus cicatrices, pero esta vez lo llevaba caído y dejaba asomar las marcas con naturalidad.
Un camarero acercó el carrito de los postres. Helen pidió pastel de pacana; Littell, un coñac.
–Sólo estoy hablando yo, Ward.
–Estaba esperando para recapitular.
–¿Recapitular sobre qué?
–Sobre cómo eras a los veintiuno.
–Empezaba a sentirme madura -dijo Helen, refunfuñando.
–Iba a decir que te has hecho más equilibrada, pero no a expensas de tu exuberancia -se explicó Littell con una sonrisa-. Antes te atropellabas al hablar cuando querías insistir en algo, pero ahora piensas antes de hablar.