–Ahora, la gente tropieza con mi equipaje cuando me emociono al encontrarme con un hombre.
–¿Con un hombre?¿Quieres decir con un amigo veinticuatro años mayor que tú y que te ha visto crecer desde niña?
Ella le tocó las manos.
–Con un hombre. En Tulane tenía un profesor que decía que entre viejos maestros y entre alumnos y maestros las cosas cambian, de modo que, ¿qué significa un cuarto de siglo más o menos?
–¿Me estás diciendo que era veinticinco años mayor que tú?
–Veintiséis. – Helen soltó una risilla.
El pobre intentaba minimizar las cosas para que parecieran menos embarazosas.
–¿Entonces, estuviste liada con él?
–Sí. Y te aseguro que no resultaba chocante ni patético; en cambio, salir con estudiantes que me creían una chica fácil porque estaba llena de cicatrices sí que lo era.
–Dios Santo -murmuró Littell.
Helen le apuntó con el tenedor.
–Ahora sí que estás escandalizado, porque una parte de ti sigue siendo un seminarista jesuita y sólo invocas el nombre de Nuestro Salvador cuando estás fuera de tus casillas.
Littell tomó un sorbo de coñac antes de responder.
–Lo que iba a decir es «Dios santo, «¿así te hemos estropeado para los jóvenes de tu edad entre Kemper y yo?» ¿Vas a pasarte la juventud persiguiendo hombres de mediana edad?
–Deberías oírnos hablar a Susan, a Claire y a mí.
–¿Quieres decir que mi hija y sus mejores amigas sueltan tacos como carreteros?
–No, pero llevamos años hablando de los hombres en general. Y de ti y de Kemper en particular, por si alguna vez te han silbado los oídos.
–Entiendo lo de Kemper. Él es guapo y peligroso.
–Sí, y heroico. Pero es un gato casero y hasta Claire lo sabe. Helen le apretó las manos. Littell notó que el pulso se le aceleraba.
Estaba asimilando aquella idea absurda, por los clavos de Cristo. Se quitó las gafas.
–No estoy seguro de que Kemper sea heroico. Creo que los héroes son apasionados y generosos de verdad.
–Eso es todo un epigrama.
–Sí. Es una cita del senador John F. Kennedy.
–¿Estás enamorado de él?¿No es un liberal terrible?
–Estoy enamorado de su hermano, Robert. Ése sí que es heroico de verdad.
Helen se pellizcó.
–¡Vaya conversación más extraña de mantener con un viejo amigo de la familia que me conoce desde mucho antes de que muriera mi padre!
Y aquella idea… ¡Dios santo!
–Yo seré heroico para ti -murmuró Littell.
–No podemos permitir que esto sea patético.
La llevó en el coche al hotel y la ayudó a subir el equipaje. Helen se despidió de él con un beso en los labios. Las gafas se le enredaron en sus cabellos y acabaron en el suelo.
Littell volvió a Midway y tomó un vuelo a Los Ángeles a las 2.00 de la madrugada. Una azafata torció el gesto al revisar el pasaje: el vuelo de regreso partía una hora después del aterrizaje.
Un último coñac le permitió dormir. Despertó aturdido cuando el avión ya tomaba tierra.
Llegó con catorce minutos de margen. El vuelo 55, procedente de Miami, llegaba por la puerta 9, puntual.
Littell enseñó la chapa a un guardia y recibió permiso para salir a la pista de aterrizaje. Empezaba a notar una resaca terrible. Los encargados de equipajes pasaron a su lado y comprobaron su identidad. Tenía el aspecto de un vagabundo de mediana edad que hubiera dormido con la ropa puesta.
El avión tomó tierra. Los operarios de tierra acercaron las escalerillas para los pasajeros.
Bondurant salió por la puerta delantera. Jimmy Hoffa pagaba a sus pistoleros pasajes de primera clase. Littell se encaminó hacia él. Le martilleaba el pecho y tenía las piernas entumecidas. Con voz quebrada y trémula murmuró:
–Algún día voy a ajustarte las cuentas. Por lo de Kirpaski y por todo lo demás.
(Los Ángeles, 14/12/58)
Freddy había dejado una nota bajo el limpiaparabrisas: «Estoy almorzando. Espérame.»
Pete subió a la parte trasera de la furgoneta. Freddy había improvisado un sistema de refrigeración: un ventilador dirigido hacia un gran cuenco de cubitos de hielo.
La cinta giraba, las luces parpadeaban y las agujas de los medidores se agitaban. El interior del vehículo parecía la cabina de una nave espacial alquilada a un precio irrisorio.
Pete abrió ligeramente una ventanilla lateral para que entrase un poco de aire y vio pasar a un tipo con aspecto de agente federal; probablemente, era un miembro del grupo de escucha apostado en la casa.
El aire que entró era el viento cálido de Santa Ana. Pete dejó caer un cubito por una pernera del pantalón y soltó una risilla con falsete. El sonido le salió muy parecido al del agente especial Ward J. Littell.
Littell lanzaba sus advertencias con voz chillona. Littell olía a alcohol rancio y a sudor. Littell tenía por prueba una mierda.
Pete habría podido decirle: a Anton Gretzler lo maté yo, pero a Kirpaski lo liquidó Hoffa. Yo le metí unos cartuchos en la boca y lo amordacé. Prendimos fuego a Roland y a su coche en un basurero. Las postas del doble cero le volaron la cabeza; imposible conseguir una identificación por la dentadura.
Littell no sabe que a Roland Kirpaski lo mató Jack por bocazas. Aunque el federal del puesto de escucha le envíe las cintas, Littell todavía no ha encajado las piezas.
Freddy subió a la furgoneta. Tras ajustar un par de aparatos, empezó a soltar la mala leche acumulada.
–Ese federal que acaba de pasar está pendiente de la furgoneta. Estoy aparcado aquí a todas horas, joder, y ese tipo no tiene más que barrerme con un puto contador Geiger para saber que estoy haciendo lo mismo que él. No puedo aparcar al otro lado del puto bloque porque perdería la puta señal. Necesito una puta casa en la zona desde la que trabajar porque así podría instalar un puto equipo lo bastante potente como para coger sonido directamente desde el picadero de la chica, pero ese puto federal se quedó la última puta casa para alquilar del puto barrio y los putos doscientos pavos diarios que tú y Jimmy me pagáis no son suficiente para compensar los putos riesgos que estoy corriendo.
Pete pescó un cubito y lo estrujó hasta hacerlo pedazos.
–¿Has terminado?
–No. También tengo un puto grano en el culo de tanto dormir aquí, en el jodido suelo de la camioneta.
Pete hizo crujir algunos nudillos.
–Cúbretelo con una gasa.
–Necesito dinero de verdad. Lo necesito como puto pago por trabajo peligroso y para tener mejores resultados en esta operación. Consígueme una buena cantidad y te daré una parte de lo que saques.
–Hablaré con el señor Hughes y veré qué puedo hacer.
Howard Hughes conseguía la droga de un travesti, una negraza a la que llamaban Melocotones. Pete encontró desocupado su apartamento. La reinona de al lado dijo que a Melocotones la habían cogido en una redada contra sodomitas.
Pete improvisó.
Se acercó en coche a un supermercado, compró una caja de copos de arroz y se prendió la chapa de juguete del interior en la pechera de la camisa. Llamó a Karen Hiltscher, de Registros e Información, y le sacó algún dato muy interesante: el cocinero encargado de las freidoras en el restaurante rápido Scrivner's vendía barbitúricos y podía ser objeto de extorsión. Karen le dio la descripción: un hombre blanco, enjuto, con marcas de acné y tatuajes nazis.
En Scrivner's había servicio de recogida directa desde el coche. La puerta de la cocina estaba abierta y vio al tipo ante la freidora, preparando patatas.
El tipo lo vio.
–Esa chapa es falsa -dijo y volvió la vista hacia el frigorífico, clara señal de que guardaba allí su basura.
–¿Cómo quieres que hagamos esto?-preguntó Pete.
El tipo sacó una navaja. Pete le dio una patada en los huevos y le sumergió la mano del arma en la freidora. Seis segundos solamente; un robo de pastillas tampoco merecía una mutilación total.
El tipo soltó un alarido. El ruido de la calle amortiguó el grito. Pete le metió un bocadillo en la boca como mordaza.
La provisión de droga estaba en el frigorífico, junto al helado.
La gerencia del hotel regaló un árbol de Navidad al señor Hughes. Estaba perfectamente decorado y engalanado; un botones lo dejó a la puerta del bungaló.
Pete lo introdujo en el dormitorio y lo enchufó. Unas luces chispeantes parpadearon y destellaron. Hughes dejó de mirar los dibujos animados y apagó el televisor.
–¿Qué es esto?¿Y por qué traes esa grabadora?
Pete hurgó en los bolsillos y arrojó los frascos de píldoras bajo el árbol.
–
¡Ho, ho, ho!
Es Navidad con diez días de adelanto. ¡Codeína y Dilaudid,
ho, ho
!
Hughes se incorporó con esfuerzo sobre las almohadas.
–Vaya… estoy encantado. De todos modos, ¿no deberías estar entrevistando aspirantes a redactor para
Hush-Hush
?
Pete desenchufó de un tirón el cable de las luces del árbol y conectó el del magnetófono.
–¿Todavía odia al senador John F. Kennedy, jefe?
–Desde luego que sí. Su padre me jodió en unos asuntos de negocios que se remontan a 1927.
Pete se limpió unas agujas de pino de la camisa.
–Pues creo que tenemos los medios para machacarlo en
Hush-Hush
, si tiene dinero para mantener en marcha cierta operación.
–Tengo dinero para comprar todo el continente norteamericano. ¡Y si no dejas de vacilarme, te voy a meter en un vapor lento con rumbo al Congo Belga!
Pete pulsó la tecla de puesta en marcha. El senador Jack y Darleen Shoftel jadeaban y se revolcaban. Howard Hughes se agarró a las sábanas, completamente extasiado. La jodienda pasó del crescendo al diminuendo. «Me ha fallado la maldita espalda», se oyó decir a Jack K.
«Ha sido bueeeno… -replicó Darleen-. Cortos y dulces son los mejores.»
Pete pulsó la tecla de stop. Howard Hughes estaba crispado, presa de temblores.
–Jefe, si andamos con cuidado, podemos imprimir esto en
Hush-Hush
. Pero tenemos que ser muy prudentes con los textos. – ¿Dónde…, dónde has conseguido eso?
–La chica es una prostituta. El FBI puso micrófonos en la casa y Freddy Turentine ha intervenido el sistema de escuchas. Por lo tanto, no podemos imprimir nada que ponga sobre aviso a los federales. No podemos publicar nada que sólo pueda proceder de las escuchas.
Hughes dio un tirón de las sábanas.
–Sí, financiaré tu operación -dijo-. Que Gail Hendee escriba el artículo; puede titularlo «Senador priápico coquetea con conejita de Hollywood», o algo así. Pasado mañana sale un número de la revista, así que, si Gail lo escribe hoy y lo lleva a la oficina a última hora de la tarde, podría salir en ése. Consigue que Gail lo termine hoy mismo. La familia Kennedy no reaccionará, pero los periódicos y servicios de noticias más considerados podrían acudir a nosotros para conseguir detalles con los que ampliar el tema. Y nosotros, por supuesto, se los ofreceremos.
Howard tenía un aspecto radiante, como un chiquillo en Navidad. Pete conectó de nuevo el árbol.
Hubo que convencer a Gail. Pete la hizo sentarse en el porche de la casa desde la que vigilaban a la señora Hughes y le habló con palabras tiernas.
–Kennedy es un gilipollas. Se empeñó en que fueras a verlo cuando estaba en plena luna de miel con su esposa. Dos semanas después, te plantó y te despidió con un jodido abrigo de visón.
–Pero se portó bien -respondió Gail con una sonrisa-. Jack nunca me vino con falsas promesas de divorcio.
–Cuando tu padre tiene cien millones de dólares, no tienes que recurrir a esas idioteces.
–Tú ganas, como siempre. – Gail exhaló un suspiro-. ¿Y sabes por qué no he lucido el visón últimamente?
–No.
–Se lo he dado a la mujer de Walter P. Kinnard. Te quedaste una gran parte de su pensión y se me ocurrió que agradecería una alegría.
Pasaron veinticuatro horas.
Hughes aflojó treinta de los grandes. Pete se embolsó quince. Si el artículo de
Hush-Hush
dejaba al descubierto la escucha clandestina, estaría cubierto financieramente.
Freddy compró un trasmisor-receptor de largo alcance y empezó a buscar una casa.
El federal continuó vigilando la furgoneta. Jack K. no llamó ni se presentó por la casa. Freddy dedujo que Darleen sólo merecía una visita.
Pete no se apartó del teléfono de la casa de vigilancia. Una serie de tipos raros le impidió concentrarse en sus pensamientos.
Llamaron dos candidatos a corresponsales de
Hush-Hush
: antiguos policías de la brigada antivicio obsesionados con informes confidenciales de Hollywood. Los hombres fallaron en la pregunta que se le ocurrió sobre la marcha: ¿Con quién está follando Ava Gardner?
También efectuó algunas llamadas… y colocó un nuevo doble de Hughes en el Beverly Hilton. Al hombre lo había recomendado Karen Hiltscher; era su suegro, un borrachín despreciable. El viejo dijo que trabajaría por tres tragos y una cama. Pete reservó la suite Presidencial y dio órdenes concretas al servicio de habitaciones: Thunderbird y hamburguesa de queso para desayunar, para almorzar y para cenar.
Llamó Jimmy Hoffa. Dijo que el asunto de
Hush-Hush
tenía buena cara, pero quería MÁS. Pete olvidó confiarle su opinión personal de que entre Jack y Darleen no había más que un encuentro de cama de un par de minutos.
No dejaba de pensar en Miami. El puesto de taxis, los hispanos coloristas, el sol tropical…
Miami sonaba a aventura. Miami sonaba a dinero.
La mañana de la publicación de la revista, despertó temprano.
Gail estaba fuera; había tomado la costumbre de evitarle con paseos sin objeto hasta la playa.
Pete salió al exterior. Su ejemplar de la primera edición estaba en el buzón del correo, según las instrucciones que había dejado.
Miró los titulares: «¡Al felino senador le gustan las gateras! ¡Que se lo digan a las gatitas mordisqueadas de Los Ángeles!» Observó la ilustración: la cara de John Kennedy en el cuerpo de un gato de dibujos animados, cuya cola rodeaba a una rubia en biquini.
Pasó las hojas hasta el artículo. Gail utilizaba el seudónimo de Incomparable Experto en Política.
Los bromistas del guardarropa del Senado dicen que está lejos de ser el donjuan demócrata más dedicadamente demoníaco. No; probablemente, las listas políticas en este aspecto las encabeza el senador L.B. (¿Lascivo Buscón?) Johnson, seguido por el senador por Florida, George F. Smathers, alias «Dame un besito». No; el senador John F. Kennedy es un gato casero tenuemente tumescente, con un gusto tentadoramente definido por esas felinas felices y forradas de finas pieles que lo encuentran fantásticamente fachendoso.