Jimmy pregonó e impulsó solicitudes de compra de parcelas. Varios camioneros subieron a sus coches y se alejaron coleando, borrachos y alborotados.
El polaco volvió a su Chevrolet de alquiler y arrancó levantando grava como si tuviera una cita amorosa urgente en alguna parte.
Jimmy volvió al coche enseguida; sus piernas rechonchas avanzaban a toda prisa. No necesitaba ningún jodido mapa de carreteras: el polaco era Roland Kirpaski.
Subieron a la carcasa atigrada. Fulo la puso en marcha de inmediato. El tipo de la radio entonaba una quejumbrosa petición de donaciones. Fulo «pies de plomo» captó la idea. Fulo «pies de plomo» pasó de 0 a 90 en seis segundos.
Pete vio los pilotos traseros del Chevrolet. Fulo pisó a fondo y los embistió. El coche se salió de la carretera, topó con varios árboles y quedó inmóvil.
Fulo viró en redondo y se acercó. Los faros iluminaron a Kirpaski, que se alejaba trastabillando a través de un claro cubierto de hierbas de los pantanos.
Jimmy saltó del coche y lo persiguió, empuñando el machete de Fulo. Kirpaski tropezó, se levantó y lo mandó a tomar por culo con un gesto.
Hoffa lo alcanzó con su arma. Kirpaski cayó agitando dos muñones chorreantes de sangre. Jimmy descargó un mandoble y saltaron colgajos de cuero cabelludo.
El payaso de la radio seguía parloteando. Kirpaski sufría convulsiones de pies a cabeza. Jimmy se limpió la sangre de los ojos y continuó descargando golpes.
(Miami, 11/12/58)
Kemper llamaba «el abogado del diablo» al juego que puso en práctica en el coche. Era un juego que le ayudaba a poner en orden sus lealtades y que afinaba su capacidad para destacar la persona adecuada en el momento oportuno.
El motivo que le había inspirado a jugar era la desconfianza de Bobby Kennedy. En una ocasión se le había escapado su acento del sur y Bobby lo había advertido al instante.
Kemper recorría South Miami. Empezó el juego determinando quién sabía qué.
Hoover lo sabía todo. El «retiro» del agente especial Boyd constaba en los documentos del FBI: si Bobby buscaba papeles que lo confirmaran, los encontraría.
Claire también lo sabía todo. Pero ella jamás juzgaría sus motivos, ni menos aún lo traicionaría.
Ward Littell estaba al corriente de la intromisión de los Kennedy. Era muy probable que lo censurase: el fervor de Bobby en la lucha contra el crimen lo tenía profundamente impresionado. Ward era también compañero circunstancial de infiltración, comprometido por las escuchas clandestinas a Darleen Shoftel. El trabajo lo avergonzaba, pero su gratitud por el traslado al Programa contra la Delincuencia Organizada era superior a su sentimiento de culpabilidad. Ward no sabía que Pete Bondurant había matado a Anton Gretzler, ni que el señor Hoover había contemporizado con el asesinato. Bondurant le producía pánico a Littell; una reacción muy saludable ante la figura del Gran Pete y la leyenda que inspiraba. El tema Bondurant debía mantenerse oculto a Ward a toda costa.
Bobby sabía que estaba haciéndole de chulo a su hermano, suministrándole los números de antiguos amores especialmente impresionables.
A continuación, Kemper jugó a preguntas y respuestas: un ejercicio para alejar el escepticismo.
Frenó en seco para dejar pasar a una mujer cargada con la cesta de la compra. En el juego, utilizó el presente.
Bobby cree que estoy siguiendo pistas sobre Anton Gretzler. Lo que hago es proteger al matón favorito de Howard Hughes.
P: Parece que tienes posibilidades de colarte en el círculo íntimo de los Kennedy.
R: Sé distinguir a un tipo prometedor desde un kilómetro de distancia. Por tratar de caerle bien a los demócratas no me convierto en comunista. El viejo Joe Kennedy es tan derechista como el propio señor Hoover.
P: Has ido muy rápido en «caerle bien» a Jack.
R: Si las circunstancias hubieran sido otras, yo podría haber estado en su lugar.
Kemper repasó el cuaderno de notas.
Tenía que pasar por Tiger Kab. Tenía que ir a Sun Valley y enseñar fotos al testigo que había visto al «tipo grande» desviar el rostro de la Interestatal.
Le enseñaría fotos antiguas de fichas policiales, en las que Bondurant se parecía poco al de los últimos tiempos. Le disuadiría de confirmar su testimonio: no está realmente seguro de que viera a este hombre, ¿verdad?
Un taxi atigrado viró delante de él. Kemper vio un local atigrado en aquella misma manzana. Frenó y aparcó al otro lado de la calle. Algunos desocupados que merodeaban por la acera olieron la presencia de un policía y se dispersaron.
Entró en el local y sonrió: las paredes estaban cubiertas con un papel pintado aterciopelado, con un dibujo a franjas atigradas.
Cuatro cubanos con camisas atigradas se levantaron y lo rodearon. Llevaban los faldones de la camisa por fuera de los pantalones para disimular los bultos de la cintura.
Kemper sacó las fotos. Los hombres tigre estrecharon el círculo en torno a él. Uno de los tipos sacó una navaja y se rascó el gaznate con la hoja. Los demás soltaron una risotada. Kemper se dirigió al más próximo:
–¿Habéis visto a este individuo?
El hombre pasó las fotos policiales a los demás. Todos dieron muestras de reconocerlo. Todos respondieron que no.
Kemper recuperó las fotos. Vio en la acera a un tipo blanco que inspeccionaba su coche.
El cubano de la navaja se acercó furtivamente a Kemper. Los demás hombres tigre soltaron unas risillas. El de la navaja alzó la hoja a la altura de los ojos del gringo.
Kemper le aplicó un golpe de judo. Con una patada lateral, le dobló las rodillas. El hombre cayó de bruces al suelo y soltó el arma. Kemper se hizo con ella y los hombres tigre retrocedieron en bloque. Luego, inmovilizó bajo su pie la mano con la que el hombre había empuñado la navaja y le hundió la hoja.
El hombre del estilete soltó un grito. Los otros hombres tigre jadearon y se rieron entre dientes. Kemper se marchó con una leve y tensa inclinación de cabeza.
Tomó por la 1-95 hacia Sun Valley. Un sedán gris se pegó a él. Cambió de carril, aminoró la marcha y aceleró; el coche lo siguió a la distancia clásica en las persecuciones.
Kemper tomó un desvío. Perpendicular a éste corría la calle mayor de un pueblo adormilado, apenas cuatro gasolineras y una iglesia. Entró en la Texaco y aparcó.
Se dirigió al retrete y observó cómo el coche que lo seguía se detenía parsimoniosamente junto a los surtidores. El tipo blanco que merodeaba por el local de Tiger Kab se apeó y echó un vistazo a su alrededor.
Kemper cerró la puerta y desenfundó la pistola. El retrete estaba sucio y pestilente. Contó los segundos en el reloj. Al llegar a cincuenta y uno, oyó pisadas.
El hombre entreabrió la puerta con el codo. Kemper lo agarró por el brazo, lo llevó adentro por la fuerza y lo aplastó contra la pared.
Era un tipo alto y delgado, muy rubio, cuarentón. Kemper lo cacheó desde los tobillos.
No llevaba chapa, ni arma, ni cartera de imitación de cuero para la documentación.
El hombre no pestañeó. No hizo el menor caso al revólver que tenía ante su cara.
–Me llamo John Stanton -dijo-. Soy miembro de una agencia del Gobierno Federal y quiero hablar con usted.
–¿De qué?
–De Cuba -respondió Stanton.
(Chicago, 11/12/58)
Un candidato a soplón en plena faena: Lenny Sands, «el Chico Judío», estaba recogiendo la calderilla de las máquinas de discos.
Littell lo siguió. Visitaron seis tabernas de Hyde Park en una hora. Lenny trabajaba deprisa.
Lenny daba consejos, contaba chistes, distribuía botellines de Johnnie Walker Etiqueta Roja, explicaba la historia de Come-San-Chin, el chino soplapollas… y recogía la recaudación en siete minutos.
Pero Lenny no era hábil en advertir que lo seguían. Lenny tenía una ficha única en el Programa contra la Delincuencia Organizada: animador de salón/cobrador de cubanos/mascota de la mafia.
Cuando se detuvo en el Tillerman's Lounge, Littell aparcó y entró en el local treinta segundos después de él.
Dentro hacía demasiado calor. El espejo de la barra le devolvió su reflejo: cazadora de leñador, pantalones de dril y botas de trabajo.
Pero seguía conservando un aire de profesor de universidad.
Las paredes estaban cubiertas de motivos relacionados con los camioneros. Destacaba una fotografía enmarcada de Jimmy Hoffa y Frank Sinatra sosteniendo un pez enorme, recién logrado.
Unos obreros desfilaban ante el autoservicio de platos calientes. Lenny tomó asiento en una mesa del fondo, con un hombre corpulento que devoraba un guiso de carne.
Littell lo identificó: Jacob Rubenstein, más conocido por Jack Ruby.
Lenny puso encima de la mesa las sacas de monedas. Ruby traía un maletín. Probablemente, se trataba de una transferencia del di ero de las máquinas.
No había mesas libres en las inmediaciones. En la barra, varios hombres dedicaban la hora del almuerzo a beber: tragos de whisky de centeno y copas de cerveza para acompañar. Littell pidió lo mismo con un gesto; nadie se rió ni se lo tomó a broma. El camarero le sirvió y cogió su dinero. Littell engulló su almuerzo deprisa, como sus camaradas camioneros.
El whisky le hizo sudar y la cerveza le puso la piel de gallina. La combinación le calmó los nervios.
Había tenido una reunión con los hombres de la unidad del PDO. Le había dado la impresión de que recelaban de él porque el señor Hoover lo había colocado allí personalmente. Un agente llamado Court Meade se había mostrado amistoso; los demás lo habían recibido con leves gestos de cabeza y apretones de mano mecánicos.
Llevaba tres días como agente del PDO, incluidos tres turnos en el puesto de escucha, estudiando voces de mafiosos de Chicago.
El camarero se acercó. Littell levantó dos dedos, como hacían sus colegas camioneros para pedir otra ronda.
Sands y Ruby seguían hablando. Las mesas próximas seguían ocupadas y Littell no tenía modo de acercarse lo suficiente para oír lo que decían. Apuró la bebida y pagó. El whisky se le subió directamente a la cabeza.
Beber durante el servicio era una infracción de las normas del FBI. No era rigurosamente ilegal: como colocar micrófonos en el picadero de una chica para tender trampas a políticos.
El agente encargado de las escuchas en la casa de Darleen Shoftel estaba probablemente empantanado. Aún no había enviado una sola cinta. El odio del señor Hoover hacia los Kennedy parecía una obsesión desquiciada. Robert Kennedy tenía aire de héroe. La amabilidad de Bobby para con Roland Kirpaski parecía pura y genuina.
Quedó libre una mesa. Little se abrió paso entre la cola del almuerzo y la ocupó. Lenny y Rubenstein/Ruby quedaron a menos de un metro de él.
Estaba hablando Ruby. Tenía manchas de comida en la pechera. – Heshie siempre cree que tiene cáncer o alguna enfermedad extraña. Con Hesh, un grano es siempre un tumor maligno.
Lenny picoteó un bocadillo.
–Heshie es un tipo con clase. Cuando toqué en el Stardust Lounge, en el 54, venía cada noche. Siempre prefería los artistas de salas pequeñas a los tipos de los teatros principales. Ya podían tocar en la sala grande del Dunes el mismísimo Jesucristo y los Apóstoles, que Heshie estaría en algún palacio de máquinas tragaperras escuchando a algún
crooner
porque su primo era un tipo afortunado.
–A Heshie le encantan las mamadas -dijo Ruby-. A las chicas les dice que le hagan mamadas exclusivamente; dice que le va bien para la próstata. Me contó que no mojaba la salchicha desde que estuvo con los Purples, en los años treinta, y una gentil intentó ponerle una demanda de paternidad. Según él, le han hecho más de diez mil mamadas. Le gusta ver el espectáculo de Lawrence Welk mientras se la hacen. Ve a nueve doctores, por todas esas enfermedades que cree que tiene, y todas las enfermeras se la chupan. Por eso sabe que le va bien para la próstata.
«Heshie», muy probablemente, era Herschel Meyer Ryskind: «implicado en el tráfico de heroína en la costa del Golfo».
–Jack, lamento cargarte con todas estas monedas, pero no he tenido tiempo de ir al banco -dijo Lenny-. Sam fue muy claro. Dijo que estabas haciendo rondas y que tenías un tiempo limitado. Pero me alegro de que hayamos tenido tiempo de sentarnos juntos, porque siempre me encanta verte comer.
Ruby se limpió la pechera.
–Soy peor cuando la comida es mejor. En Dallas hay una tienda de comidas preparadas que es para morirse. Aquí, apenas me he salpicado la camisa. En esa tienda, me embadurno toda la pechera.
–¿Para quién es el dinero?
–Para Batista y para el Barbas. Santo y Sam están compensando sus apuestas en política. La semana que viene vuelo allí.
Lenny puso a un lado su plato.
–Tengo un chiste nuevo en el que Castro viene a Estados Unidos y consigue trabajo como poeta beatnik. Fuma marihuana y habla como una negrona.
–Tienes mucho talento para las grandes salas, Lenny. Siempre lo he dicho.
–Sigue diciéndolo, Jack. Quizás así te oiga alguien.
–Bueno, nunca se sabe. – Ruby se levantó de la mesa.
–Sí, sí, nunca se sabe.
Shalom
, Jack. Siempre es un placer verte comer.
Ruby se marchó con el maletín. Lenny, «el Chico Judío», encendió un cigarrillo y levantó los ojos a Dios.
Animadores de espectáculos. Mamadas. Whisky y cerveza para almorzar.
Littell volvió al coche mareado.
Lenny salió veinte minutos más tarde. Littell lo siguió hacia Lake Shore Drive, en dirección al norte.
Una rociada de espuma batió el parabrisas. El viento intenso encrespaba la superficie del lago y Littell subió la calefacción del cocí e. Un excesivo calor reemplazó al frío excesivo.
El alcohol le dejó la boca pastosa y la cabeza un tanto aturdida. La carretera no dejaba de aparecer borrosa. Sólo un poco.
Lenny puso el intermitente para salir de la autovía. Littell cambió de carril y se colocó detrás de él. Tomaron hacia Gold Coast; una zona demasiado distinguida como para ser buen terreno para las tragaperras.
Lenny tomó al oeste por Rush Street. Al fondo, Littell vio locales de copas de buen tono: fachadas de ladrillo visto y rótulos de neón de baja intensidad. Lenny aparcó y entró en el Hernando's Hideaway.
Littell se encaminó a la puerta a paso muy lento. La puerta se abrió y vio a dos hombres besándose. Durante medio segundo, fue una visión casi seductora. Aparcó en doble fila y cambió la chaqueta de leñador por una americana cruzada azul. Pantalones y botas, tuvo que llevar los mismos.