Se puso el sol. Hacían el recorrido en
rickshaws
tirados por presos yonquis.
–Necesitamos cinco kilos sin cortar para Miami. No podré volver allí hasta después de la invasión.
–Eso, si ese chico tuyo, Jack, aprueba la acción -apuntó Chuck con una breve risa-. Y eso cuando lo haga, claro.
Pete presionó un bulbo y de éste rezumó la basura blanca.
–Y quiero un suministro sustancial de morfina para los médicos de Blessington. Partamos del supuesto de que ésta es nuestra última visita en cierto tiempo.
Heshie se apoyó en el vehículo. El piloto llevaba un taparrabos y una gorra de béisbol de los Dodgers.
–Todo eso puede arreglarse. En mucho más sencillo que concertar mamadas para sesenta en algún alborotado congreso de camioneros.
Chuck se aplicó el jugo de la cápsula en un corte del afeitado.
–Noto la mandíbula ligeramente insensible. Es un efecto agradable, pero no echaría a perder mi vida por él.
Pete se rió.
–Estoy cansado -dijo Heshie-. Volveré para ocuparme de que carguen tu material y luego echaré una cabezada.
Chuck montó en el
rickshaw
. El porteador parecía un jodido Quasimodo.
Pete se puso de puntillas. La vista se extendía hasta muy lejos.
Un millar de hileras de plantas, tal vez. Veinte esclavos, quizá, por hilera. Mano de obra barata: un camastro, arroz y fríjoles. Pocos gastos generales.
Chuck y Heshie se alejaron. Pete contempló la desquiciada carrera de arrastre de los
rickshaws
.
Boyd decía que el señor Hoover tenía una máxima: El anticomunismo hace extraños compañeros de cama.
Volaron de México a Guatemala. La Piper Deuce surcaba el aire perezosamente; Chuck había cargado a tope la bodega.
La había llenado de fusiles, panfletos incendiarios, heroína, morfina, tortillas, tequila, botas de campaña de los excedentes del Ejército, muñecos de vudú de Martin Luther Negro, números atrasados de
Hush-Hush
y quinientas copias mimeográficas de un informe, conseguido en la oficina del FBI de Los Ángeles y que Guy Banister había puesto en circulación, en el que se establecía que, si bien el señor Hoover sabía perfectamente que el presidente John F. Kennedy no jugaba a los médicos con Marilyn Monroe, mantenía a la actriz bajo vigilancia intensiva y había anotado cuidadosamente que durante las últimas seis semanas se había dado sendos revolcones con Louis Prima, con dos marines fuera de servicio, con Spade Cooley, con Franchot Tone, con Yves Montand, con Stan Kenton, con David Seville de David Seville y los Chipmuncks, con cuatro repartidores de pizzas, con el boxeador de los pesos gallos Fighting Harada y con el
disc jockey
de una emisora de
rhythm and blues
sólo para negros.
Chuck lo denominó «ordenanza fundamental».
Pete intentó descabezar un sueñecito, pero la sensación de mareo mantuvo despierto. El campo de entrenamiento apareció de pronto en una ribera cubierta de nubes, según lo previsto.
La base era muy grande. Desde el aire parecía tener diez veces la ex- tensión de Blessington. Chuck maniobró los alerones e inició el des- censo. Pete vomitó por la ventana apenas las ruedas tocaron la pista.
El aparato rodó por ella hasta los cobertizos. Pete hizo gárgaras con tequila para lavarse los dientes. Los reclutas cubanos abrieron la bodega y descargaron los fusiles.
Un funcionario se acercó rápidamente con formularios de suministros. Pete bajó del aparato y los pormenorizó: armas, bebida para la cantina, ejemplares de
Hush-Hush
y propaganda anti Barbas.
–Pueden comer ahora -les propuso el individuo-, o esperar a s señores Boyd y Stanton.
–De momento, daré un paseíto. Es la primera vez que estoy aquí. Chuck meó en la pista.
–¿Alguna novedad sobre la fecha de partida?-preguntó Pete. El funcionario movió la cabeza en gesto de negativa.
–Kennedy sigue indeciso. El señor Bissell empieza a pensar que tendremos suerte si se produce antes del verano.
–Jack dará la orden. Comprenderá que es un plato demasiado sabroso como para privarse de él.
Pete deambuló por las instalaciones. El campamento era una Disneylandia para asesinos.
Seiscientos cubanos. Cincuenta blancos a su cargo. Doce barracones, un campo de instrucción, un campo de tiro de armas cortas, una pista de aterrizaje, un centro de operaciones, una pista de maniobras y un túnel para simulación de guerra química.
A un kilómetro y medio hacia el sur, tres embarcaderos penetran en las aguas del Golfo. Cuatro decenas de vehículos anfibios armados con ametralladoras de calibre 50.
Un polvorín. Un hospital de campaña. Una capilla católica con un capellán bilingüe.
Pete continuó su paseo. Unos antiguos reclutas de Blessington lo saludaron. Los oficiales le enseñaron un buen montón de basura.
Observó a Néstor Chasco, que simulaba técnicas de asesinato como si estuviera en un escenario.
Observó el taller de adoctrinamiento antirrojos.
Observó los ejercicios de abusos verbales, calculados para aumentar la subordinación de la tropa.
Observó las reservas de anfetaminas del sanitario (valor en cápsulas para antes de la invasión).
Observó el alboroto que reinaba en un recinto cerrado por las alambradas. Allí, algunos reclutas estaban bajo los efectos de una droga llamada LSD. Unos chillaban, otros lloraban y otros más se reían como si el LSD fuera toda una juerga. Un oficial le comentó que esto le había sugerido una idea a John Stanton: inundar Cuba con aquella basura antes de invadir la isla.
En Langley habían apoyado la idea. La habían embellecido: «¡Provoquemos alucinaciones en masa y representemos la Segunda Venida de Cristo!» La Agencia incluso encontró algunos actores suicidas. En Langley los engalanaron para darles aspecto de auténticos Jesucristos. La Agencia los mantenía preparados para la operación previa a la invasión, junto con la saturación de droga.
Pete se rió con carcajadas como aullidos.
–No tiene ninguna gracia -dijo el oficial. Un soldado saturado de droga se abrió la bragueta y se hizo una paja.
Pete continuó su paseo. Todo estaba brillante y reluciente.
Observó los ejercicios de instrucción con bayoneta. Contempló los jeeps impolutos. Se fijó en el sacerdote de aspecto borrachín que dispensaba la Sagrada Comunión al aire libre.
Los altavoces anunciaron el turno de comedor. Eran las cinco de la tarde y aún faltaba mucho para que anocheciera; los militares siempre cenaban temprano.
Pete anduvo hasta la cantina. Una mesa de billar y una barra ocupaban dos terceras partes del recinto.
Boyd y Stanton hicieron su entrada. Un gigantón, reluciente con su uniforme caqui de paracaidista francés, se detuvo en la puerta impidiendo el paso.
–
Entrez, Laurent
-dijo Kemper.
El tipo, de orejas de soplillo, era decididamente enorme y tenía ese porte condescendiente e imperialista de los gabachos.
Pete lo recibió con una inclinación de cabeza.
–
Salut, capitaine
.
–Laurent Guéry, Pete Bondurant -los presentó Boyd entre sonrisas.
El francés hizo chocar los tacones.
–
Monsieur Bondurant, c’est un grand plaisir de faire votre connaissance. On dit que vous êtes un grand patriote
.
Pete se arrancó con una respuesta en quebequés.
–
Tout le plaisir est à moi, capitaine. Mais je suis beaucoup plus profiteur que patriote
.
El francés se echó a reír.
–Tradúceme eso, Kemper -dijo Stanton-. Empiezo a sentirme un patán ignorante.
–No te pierdes gran cosa.
–¿Quieres decir que todo esto es, simplemente, un intento de mostrarte civilizado con el único francés de tus dimensiones que existe en el mundo, aparte de ti?
El francés se encogió de hombros:
–
Quoi? Quoi? Quoi?
–
Vous êtes quoi donc, capitaine? Etes-vous
un fanático derechista?-Pete le guiñó un ojo-.
Etes-vous
un mercenario en la bicoca cubana?
El francés se encogió de hombros nuevamente.
–
Quoi? Quoi? Quoi?
Boyd llevó a Pete al porche. Los hispanos corrían a formar para la cena al otro lado del campo de instrucción.
–Sé amable, Pete. Es de la Agencia.
–¿Y qué coño hace allí?
–Dispara contra la gente.
–Entonces, dile que se cargue a Fidel y que aprenda inglés. Dile que haga algo que me impresione; mientras tanto, para mí no es más que otro matón gabacho.
Boyd respondió tras una carcajada.
–El mes pasado mató a un hombre llamado Lumumba en el Congo.
–¿Y qué?
–También se ha cargado a algunos argelinos destacados.
–Pues dile a Jack que lo envíe a La Habana. – Pete encendió un cigarrillo-. Y envía a Néstor con él. Y dile a Jack que está en deuda conmigo por el asunto Nixon-Hughes y que, por lo que a mí se refiere, la historia no avanza lo bastante deprisa. Dile que nos dé una fecha de partida o yo mismo me embarcaré hasta la isla y me cargaré a Fidel.
–Ten paciencia -respondió Boyd-. Jack todavía está poniéndose al día, e invadir un país que tienen en su poder los comunistas es un gran compromiso. Dulles y Bissell no hacen más que insistirle y estoy convencido de que accederá dentro de poco.
Pete soltó un puntapié contra una lata, que salió despedida del porche. Boyd sacó su arma y vació el cargador. La lata saltó en un baile hasta el otro lado de la pista de maniobras.
De la cola para el comedor surgieron algunos aplausos. El eco de los estampidos había hecho que alguno de los hombres se tapara los oídos.
Pete dio puntapiés a los casquillos.
–Tú habla con Jack -insistió-. Dile que la invasión es buena para los negocios.
Boyd hizo girar el arma con un dedo en el guardamonte.
–No puedo defender abiertamente la invasión sin delatar mi vinculación con la Agencia. Y ya tengo suficiente suerte de disponer de una tapadera del FBI para poder estar en Florida.
–Ese asunto de los derechos humanos debe de ser todo un regalo. Sólo tienes que cumplir los trámites y volar a Miami cuando empiezas a estar harto de tanto negro.
–Las cosas no son así.
–¿Ah, no?
–No. Los negros con los que trabajo me gustan tanto como a ti tus cubanos y, puestos a ello, yo diría que las protestas de los míos están bastante más justificadas.
Pete arrojó el cigarrillo.
–Di lo que te parezca, pero yo insisto: eres demasiado indulgente.
–Querrás decir que no dejo que la gente me afecte.
–No, no me refiero a eso. Lo que quiero decir es que das por buenas demasiadas debilidades en la gente. Y por mi dinero te juro que es una especie de actitud condescendiente de niño rico que te han contagiado los Kennedy.
Boyd montó otro cargador en el arma e introdujo una bala en la cámara.
–Acepto que Jack tenga esa actitud -comentó-, pero Bobby no. Bobby es sincero en sus juicios y en sus odios.
–Y detesta a unos tipos que son muy amigos nuestros.
–Sí. Y empieza a detestar a Carlos Marcello más de lo que yo quisiera.
–¿Se lo has contado a Carlos?
–Todavía no. Pero si las cosas se ponen un poco más feas, quizá te pida que lo ayudes a salir del apuro.
Pete hizo crujir unos cuantos nudillos.
–Y yo diré que sí, sin preguntas. Pero ahora, dime tú que sí a una cosa…
Boyd apuntó a un montón de tierra a veinte metros de distancia.
–No. No puedes matar a Ward Littell.
–¿Por qué?
–Porque tiene esos libros a buen recaudo.
–Entonces, lo torturo hasta conseguir la información pertinente y luego lo mato.
–No funcionará.
–¿Por qué? Boyd le voló la cabeza a una serpiente de cascabel.
–He preguntado por qué, Kemper.
–Porque Littell estaría dispuesto a morir con tal de demostrar que es capaz de hacerlo.
(Washington, D.C., 26/3/61)
En las tarjetas ponía:
Ward J. Littell
Asesor legal
Licencia del Colegio Federal
OL6-4809
Sin dirección: no quería que los clientes supieran que trabajaba fuera de su apartamento. Y nada de cartón satinado o de letras en relieve. En realidad, no podía permitírselo.
Littell rondó la antesala del tercer piso. Los comparecientes ante el juez cogieron su tarjeta y lo miraron como si estuviera chiflado.
Picapleitos. Seguidor de ambulancias. Abogado de mediana edad arruinado.
Los juzgados federales resultaron un negocio boyante. Seis secciones y todos los tribunales a tope de trabajo: todos los acusados, tipos de clase baja sin representante legal, idóneos como posibles clientes.
Littell repartió tarjetas.
Un hombre arrojó una colilla hacia él.
Vio aparecer a Kemper Boyd. Un Kemper muy guapo: tan atractivo y acicalado que relucía.
–¿Puedo invitarte a una copa?
–Ya no bebo como antes.
–¿A almorzar, entonces?
–Desde luego.
El restaurante Hay-Adams quedaba frente a la Casa Blanca. Kemper no dejó de echar miradas por la ventana.
–… y mi trabajo consiste en tomar declaraciones y enviarlas al Tribunal Federal de Distrito. Intentamos conseguir que los negros a quienes se ha impedido votar en otras ocasiones no sean excluidos a base de reclamarles el pago de impuestos ilegales o de obligarlos a pasar pruebas de alfabetización que los chupatintas de Alabama quieren que suspendan.
–Y estoy seguro de que los Kennedy amañarán cláusulas legales vinculantes que aseguren que todos los negros de Alabama se registren como demócratas -apuntó Littell con una sonrisa-. Hay que tener presentes cosas como ésa en los primeros compases de la construcción de una dinastía.
Kemper soltó una carcajada.
–El Presidente no tiene una visión tan cínica de la política sobre derechos civiles.
–¿Lo es tu aplicación de esa política?
–Apenas. He considerado la represión imprudente e inútil.
–¿Y te gusta esa gente?
–Sí.
–Has recuperado con fuerza tu acento sureño…
–Desarma a la gente con la que trato. Agradecen que un blanco del sur esté de su parte. Veo que sonríes, Ward. ¿A qué viene eso? Littell tomó un sorbo de café antes de responder.