Los reclutas recibieron cena de pavo y profilácticos Trojan. Santo Junior les envió un regalo de Navidad: todo un autobús de putas de Tampa. Cuarenta y cuatro hombres y otras tantas mujeres hicieron chirriar las literas durante un buen rato.
Pete envió a las chicas a casa poco después de medianoche. Lockhart hizo su celebración navideña quemando una cruz en pleno campo.
Pete sintió la necesidad apremiante de hacer una incursión en Cuba para matar comunistas. Llamó a Fulo a Miami. La idea le encantó a Fulo; reuniría a unos cuantos muchachos y pasarían a recogerlo, dijo.
Chuck Rogers hizo un viaje por un cargamento de droga. Pete llenó los depósitos de la lancha rápida más grande.
Lockhart apareció con algo de aguardiente casero. Pete y Chuck probaron unos tragos. Nadie fumó; aquella mierda podía incendiarse.
Se sentaron en el embarcadero. Los focos iluminaban todo el campamento.
Un recluta gritó en sueños. Unas pavesas se desprendieron de la cruz. Pete recordó la Navidad del 45, cuando se había incorporado a la Policía de Los Ángeles, recién salido del cuerpo de Marines.
El coche de Fulo se acercó zigzagueando a través de la pista de aterrizaje. Chuck apiló ametralladoras y munición junto al amarradero.
–¿Puedo venir?-preguntó Dougie Frank.
–Claro -asintió Pete.
Delsol, Obregón y Fulo se apearon del Chevrolet. Todos caminaban sacando la panza, atiborrados en exceso de pavo y cerveza. Se encaramaron al embarcadero. Tomás Obregón llevaba gafas de sol (a las dos de la madrugada). Gafas de sol y camisa de manga larga, en una noche medianamente apacible.
Un perro ladró entre los árboles. Chuck Rogers imitó los gañidos de un sabueso como aquel locutor de madrugada que tanto le gustaba. Hubo un intercambio general de festivas palmaditas en la espalda. Pete hizo saltar las gafas de Obregón de un bofetón. El jodido telas pupilas como cabezas de alfiler por culpa de la droga: el resndor de los focos lo dejaba a la vista sin la menor duda.
Obregón se quedó paralizado. Rogers se lanzó a sujetarlo por el cuello. Nadie dijo nada. No era preciso: la imagen era lo bastante elocuente.
Obregón se revolvió. Fulo le levantó las mangas. Las carreras de pinchazos eran visibles en sus antebrazos, rojas y repulsivas.
Todos los ojos se fijaron en Delsol, el jodido primo de Obregón. e lo haga él, decían las miradas.
Chuck soltó a Obregón. Pete le pasó su pistola a Delsol. Obregón se puso a temblar y estuvo a punto de caer del embarcadero. Delsol le metió seis balas en el pecho.
Rodó al agua. De los orificios de salida brotaron columnas de humo siseante. Fulo se echó al agua y le cortó la cabellera.
Delsol apartó la vista.
(Hyannis Port, 25/12/59)
Un árbol de Navidad rozaba el techo. Habían espolvoreado una rociada de falsos copos de nieve sobre un gran montón de regalos. Kemper tomó un sorbo de ponche de huevo.
–Observo que estas fechas te ponen triste -dijo Jack Kennedy. – No exactamente.
–Mis padres se excedieron en tener hijos, pero los tuyos deberían haber tenido la previsión de darte un par de hermanos.
–Tuve un hermano pequeño. Murió en un accidente de caza. – No lo sabía.
–Mi padre y yo acosábamos a unos ciervos cerca de nuestra casa de verano. Cuando veíamos fugazmente a los animales disparábamos a través de la espesura. Uno de los animales que vimos resultó ser Compton Wickwire Boyd, de ocho años de edad. Llevaba una chaqueta de color gamuza y un gorro con orejeras blancas. Sucedió el 19 de octubre de 1934.
Jack apartó la vista.
–Kemper, lo siento…
–No debería haberlo mencionado. Pero usted ha dicho que quería hablar y tengo que marcharme a Nueva York dentro de una hora. Esa historia es una garantía para cortar conversaciones.
Hacía demasiado calor en la estancia. Jack retiró ligeramente la silla de la chimenea.
–Ya es hora de que me tutees, ¿no?-dijo Jack-. ¿Vas a encontrarte con Laura?
–Sí. Mi hija celebrará la Nochebuena con unos amigos en South Bend y luego se irá a esquiar. Se reunirá con Laura y conmigo en Nueva York.
Pete tenía el anillo pulido y bruñido. Se disponía a hacer la petición aquella noche.
–Lo tuyo con Laura ha sido toda una sorpresa.
–Pero ya te vas acostumbrando -dijo Kemper consintiendo a utilizar el tuteo.
–Como todo el mundo, me parece, en mayor o menor grado.
–Estás nervioso, Jack.
–Dentro de ocho días haré el anuncio. No dejan de venirme a la cabeza los obstáculos que voy a encontrarme, y no dejo de darle vueltas al modo de afrontarlos.
–¿Por ejemplo?
–En Virginia Oeste. ¿Qué le respondo a un minero del carbón que me diga: «hijo, he oído que tu padre es uno de los hombres más ricos de Norteamérica, y que no has tenido que trabajar un solo día de tu vida»?
Kemper sonrió.
–Le contestas que «es verdad». Y algún aguerrido y viejo actor de reparto que colocamos entre la gente añade: «¡Y no te has perdido nada, hijo, maldita sea!»
Jack soltó una carcajada. Mentalmente, Kemper estableció una relación: Giancana y Trafficante dominaban grandes parcelas de Virginia Oeste.
–Conozco alguna gente ahí que podría ayudarte.
–Entonces, comprométeme en alguna deuda inconfesable con esa gente para que pueda aceptar de una vez mi destino genético de político irlandés corrupto.
–Todavía estás nervioso -dijo Kemper con otra sonrisa-. Y has dicho que querías hablar conmigo, lo cual supone una conversación seria.
Jack echó hacia atrás la silla y se cepilló la falsa nieve del jersey.
–Hemos estado pensando en el señor Hoover. Creemos que conoce la historia familiar de Laura.
Automáticamente, Kemper adoptó el papel de abogado del diablo.
–Hace años que lo sabe. Sabe que me veo con Laura y me reveló su historia antes de que lo hiciera ella.
Los hijos de Bobby irrumpieron en la estancia. Jack los expulsó y cerró la puerta con pestillo.
–Ese
voyeur
soplapollas, el muy maricón…
Kemper hizo como si no oyera nada.
–También está al corriente de todos tus sobornos por demandas de paternidad, y de la mayoría de tus líos duraderos. Jack, yo soy tu mejor baza contra Hoover. Le caigo bien y confía en mí. Y lo único que quiere es conservar el empleo si resultas elegido.
Jack se dio golpecitos en la barbilla con un humidificador.
–Mi padre está medio convencido de que Hoover te envió para espiarnos.
–Tu padre no es tonto.
–¿Qué?
–Hoover me descubrió cuando ya sacaba tajada de la investigación sobre robos de coches, y me mandó al retiro antes de tiempo. Solicité el empleo en el comité McClellan por mi cuenta y Hoover empezó a seguirme con atención. Descubrió que me veía con Laura y me pidió información sobre ti. Le dije que no y él me recordó que le debía una.
Jack asintió. Su mirada decía: «Sí, me lo creo.»
–Mi padre hizo que un detective te siguiera por Manhattan. Ese hombre dijo que tienes una suite en el St. Regis.
–La vida que uno lleva se pega, Jack -Kemper le guiñó un ojo-. Tengo una pensión, un sueldo y unos dividendos de valores. Y estoy cortejando a una mujer cara.
–Pasas mucho tiempo en Florida.
–Hoover me tiene allí para espiar a los grupos procastristras. Ésa es la que le debo.
–¿Por eso insistías tanto en la cuestión cubana como tema de campaña?
–Sí. Creo que ese jodido Castro es una amenaza y que se debería adoptar una línea dura contra él.
Jack encendió un habano. Su mirada decía: «gracias a Dios que esto se acaba».
–Le diré a mi padre que todo está en orden. Pero él quiere exigirte una promesa.
–¿Cuál?
–Que no te casarás con Laura próximamente. Teme que los periodistas se pongan demasiado curiosos.
Kemper le entregó el anillo.
–Guárdame esto. Pensaba pedírselo esta noche, pero supongo que tendré que esperar hasta que resultes elegido.
Jack guardó la joya en el bolsillo.
–Gracias. Supongo que ahora te has quedado sin regalo de Navidad, ¿no?
–Encontraré algo en Nueva York.
–Ahí, debajo del árbol, hay un broche de esmeraldas. A Laura le sienta bien el verde y Jackie no lo echará de menos.
(South Bend, 25/12/59)
Littell se apeó del tren y comprobó que nadie lo seguía. Las llegadas y salidas parecían normales: sólo chicos de Notre Dame y padres nerviosos. Algunas animadoras tiritaban con sus falditas cortas bajo una temperatura de doce grados bajo cero.
La multitud se dispersó. Ningún merodeador de andenes se pegó a sus pasos. En una palabra, el Fantasma veía fantasmas. Las sospechas de que lo seguían eran, probablemente, consecuencia de la bebida. Los chasquidos de la línea telefónica eran, casi con seguridad, exceso de nervios.
Desmontó sus dos teléfonos y no encontró ningún micrófono oculto. La mafia no podía organizar escuchas exteriores. Eso sólo estaba al alcance de las agencias policiales. El hombre que lo observaba cuando estaba con Mal Chamales la semana anterior no era, probablemente, sino un habitual de los bares al que sorprendió el tono izquierdoso de su conversación.
Littell se detuvo en el bar de la estación y se echó al coleto tres whiskies con cerveza. La cena de Nochebuena con Susan exigía tomar fuerzas.
Los modales agradables se mantuvieron a duras penas. La conversación se desarrollaba entre temas inocuos.
Susan se mostró tensa cuando la abrazó. Helen se mantuvo a distancia de sus manos. Claire se había convertido con la edad en un calco de Kemper en mujer; el parecido se había consolidado en un grado sorprendente.
Susan no se dirigía nunca a él por su nombre. Claire lo llamaba «nene Ward». Helen decía estar en una fase «Ración de Combate». Susan fumaba como su madre, tragando hasta el humo y las chispas de la cerilla con la que encendía el cigarrillo.
Su apartamento imitaba el de Margaret: demasiadas chucherías de porcelana y demasiado mueble recargado.
Claire puso discos de Sinatra. Susan sirvió un ponche de huevo aguado; Helen debía de haberle contado que su padre bebía en exceso.
Littell dijo que hacía meses que no tenía noticia de Kemper. Claire sonrió, pues conocía todos los secretos de su padre. Susan preparó la cena: el aburrido plato de jamón glaseado y batata que hacía Margaret.
Se sentaron a la mesa. Littell inclinó la cabeza y recitó una plegaria:
–Padre celestial, te pedimos que nos bendigas a todos nosotros y a nuestros amigos ausentes. Te encomiendo el alma de tres hombres fallecidos recientemente, cuyas muertes tuvieron como causa sus arrogantes, aunque sinceros, intentos de favorecer a la justicia. Te ruego que nos bendigas a todos en este santo día y en el año que se acerca.
Susan puso los ojos en blanco y musitó un amén. Claire trinchó el jamón; Helen sirvió el vino.
A las chicas les llenó el vaso. A él, sólo le puso la mitad. El vino era un cabernet sauvignon barato.
–Esta noche -dijo Claire-, mi padre pedirá en matrimonio a su amante. Brindemos por mi papá y por mi distinguida nueva mamá, que sólo tiene nueve años y medio más que yo.
Littell estuvo a punto de atragantarse. Kemper, trepador social, como pariente político secreto de los Kennedy…
–¡Oh, vamos, Claire! – intervino Susan-. ¿«Amante» y «distinguida» en la misma frase?
Claire le enseñó las uñas como un gato.
–Olvidas lo de la diferencia de edad. ¿Cómo es posible? Las dos sabemos que las diferencias de edad son tu lamentación preferida.
Helen refunfuñó. Susan dejó el plato a un lado y encendió un cigarrillo. Littell se llenó el vaso.
–Nene Ward -dijo Claire-, valóranos a las tres como abogadas.
–No es difícil -respondió Littell con una sonrisa-. Susan pleitea juicios de faltas, Helen defiende a hombres del FBI descarriados y Claire se dedica al derecho mercantil para financiar los costosos gustos de su padre en la vejez.
Helen y Claire se echaron a reír.
–No me gusta que me definan como una chica trivial -protestó Susan.
–Puedes incorporarte al FBI, Susie. – Littell tomó un trago-. Yo me retiro dentro de un año y veintiún días; puedes ocupar mi lugar y atormentar a patéticos izquierdistas por cuenta del señor Hoover.
–Yo no calificaría de patéticos a los comunistas, padre. Y no creo que puedas mantener tus gastos de bar con una pensión por veinte años de servicio.
Claire frunció el entrecejo.
–Susan, por favor… -Helen intervino.
Littell agarró la botella.
–Quizá trabaje para John F. Kennedy -dijo-. Quizá salga elegido Presidente. Su hermano detesta más la delincuencia organizada que a los comunistas, así que quizá lo llevan en la sangre.
–No puedo creer que midas a delincuentes comunes por el mismo rasero que a un sistema político que ha esclavizado a medio mundo. No puedo creer que te dejes engatusar por un fatuo liberal cuyo padre se ha propuesto comprarle la Presidencia.
–A Kemper Boyd le cae bien.
–Perdona, padre, y perdóname tú, Claire, pero Kemper Boyd adora el dinero y todos sabemos que John F. Kennedy tiene muchísimo.
Claire salió corriendo de la estancia. Littell bebió de la botella.
–Los comunistas no castran a hombres inocentes. No conectan baterías de coche en los genitales de la gente y la electrocutan. Los comunistas no arrojan aparatos de televisión a las bañeras ni…
Helen salió corriendo.
–¡Padre, maldito seas por tu debilidad! – exclamó Susan
Pidió la baja por enfermedad y pasó el Año Nuevo encerrado. La AP le llevaba la comida y el alcohol.
Los exámenes finales de la facultad de Derecho mantuvieron lejos a Helen. Hablaron varias veces por teléfono, casi siempre sobre pequeños asuntos y entre silencios y suspiros. Littell percibió de vez en cuando unos chasquidos en la comunicación y lo atribuyó a los nervios.
Kemper no llamó ni escribió. Lo estaba dejando de lado.
Leyó el libro de Bobby Kennedy sobre las guerras de Hoffa. El relato lo enganchó. Kemper Boyd no aparecía en el texto.
Siguió los partidos de la Rose Bowl y de la Cotton Bowl por televisión y dedicó un recuerdo a Tony Iannone, «el Picahielos», muerto hacía un año exactamente.
Cuatro whiskies y otras tantas cervezas, exactamente, provocaban la euforia. Entonces imaginaba una muestra exacta de valentía: la voluntad de llegar a Jules Schiffrin y a los libros del fondo de pensiones.