Ana Karenina (52 page)

Read Ana Karenina Online

Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

—No —exclamó al verlo entrar—, esto no puede seguir así.

Y al oír su propia voz, se le llenaron sus ojos de lágrimas.

—¿Qué ocurre, amiga mía?

—Que estoy esperando hace ya dos horas; pero no, no quiero disputar; si no has venido será porque algo te lo impedía. ¡No te reñiré más!

Y apoyando ambas manos en sus hombros, fijó en él una mirada profunda y cariñosa, casi interrogadora; lo miraba como para desquitarse del tiempo que había pasado sin verlo, comparando, como siempre, la impresión del momento con los recuerdos que de él conservaba, y reconociendo, como siempre, que la imaginación predominaba sobre la realidad.

III

¿H
AS
encontrado a Alexiéi? —preguntó Anna cuando estuvieron sentados junto a la mesa del salón—. Ese es el castigo por haber venido tan tarde.

—¿Por qué estaba aquí? ¿No debía estar en el consejo?

—Se había ido, pero volvió poco después. Esto no es nada; no hablemos de ello. Dime dónde has estado con el príncipe.

Anna sabía los menores detalles de la vida de Vronski.

El conde quiso contestar que no habiendo dormido toda la noche, lo sorprendió al fin el sueño estando sentado; mas al ver aquel rostro que expresaba la ternura y la dicha, le pareció la confesión penosa, y se excusó diciendo que le había sido forzoso presentar su informe después de la marcha del príncipe.

—¿Conque se ha marchado, por fin?

—Sí, a Dios gracias; no te puedes figurar hasta qué punto me ha sido insoportable esta semana.

—¿Por qué? ¿No has hecho todo lo que soléis hacer los jóvenes? —replicó Anna, sin mirar a Vronski, frunciendo el entrecejo y cogiendo la labor que estaba sobre la mesa.

—He renunciado a esa vida libre hace largo tiempo —repuso, tratando de adivinar la causa de la súbita transformación de aquel bello semblante—. Confieso —añadió, sonriendo y enseñando sus blancos dientes— que me ha sido altamente desagradable volver a ver ese género de vida, como si se reflejase en un espejo.

Anna contestó con una mirada poco benévola, mientras sostenía la labor entre las manos.

—Liza ha venido a verme esta mañana… —dijo—. Aún visita la casa, a pesar de la condesa Lidia…, y me ha referido los detalles de vuestras noches de orgía. ¡Qué horror!

—Quería decir…

—¿Esa Thérèse era la que conocías antes?

—Quería decir…

—¡Qué odiosos sois todos los hombres! ¿Cómo podéis suponer que una mujer olvida? —añadió, animándose cada vez más, y descubriendo así la causa de su irritación—. Y sobre todo una mujer que, como yo, no puede saber de tu vida sino aquello que tengan a bien decirle. ¿Cómo averiguaría yo si no es verdad?

—¡Me estás ofendiendo! ¡Ya no crees en mí, Anna! ¿Te he ocultado yo jamás alguna cosa?

—Tienes razón, pero ¡si supieras cuánto sufro! —añadió, tratando de desechar sus temores celosos—. ¡Ah, te creo, te creo! ¿Qué ibas a decirme?

Vronski no pudo recordarlo. Los arranques de celos de Anna comenzaban a ser frecuentes, y por mucho que hiciese para disimular, aquellas escenas, aunque eran pruebas de amor, enfriaban su cariño. Muchas veces se había repetido que la felicidad no existía para él sino en aquel amor; y ahora, comprendiendo que era apasionadamente amado, tanto como puede serlo un hombre a quien una mujer lo sacrifica todo, le parecía que la dicha estaba más lejana de él que al salir de Moscú. Entonces se consideraba desgraciado, pero la felicidad estaba por delante. Mientras que ahora se daba cuenta de que la mejor dicha ya había pasado. Anna ya no era como en los primeros tiempos; se había estropeado tanto en el aspecto físico como moral. Estaba más gruesa, y su rostro, mientras hablaba de la actriz, adquirió una expresión desagradable, que deformó sus facciones. La miraba como mira el hombre una flor que ha arrancado, que la ve marchita y le cuesta reconocer la belleza que ha arrancado y destruido. Y, sin embargo, comprendía que entonces, cuando el amor era más fuerte, lo hubiera podido arrancar de su corazón, mientras que ahora, cuando, como a él le parecía, ya no la quería, no podía romper aquellas relaciones.

—Vaya, veamos lo que tenías que decir sobre el príncipe —repuso Anna—; ya he expulsado al demonio —así clamaban ellos a sus mutuos accesos de celos—. Habías comenzado a referir alguna cosa. ¿Por qué te ha sido enojosa su permanencia aquí?

—Ha sido insoportable —replicó Vronski, tratando de reanudar el hilo de su pensamiento—. El príncipe no gana mucho con que se le vea de cerca; no podía compararlo sino a esos animales bien alimentados que merecen premio en las exposiciones —añadió con cierta expresión de enojo, que pareció interesar a Anna.

—Sin embargo —dijo esta—, es un hombre instruido, que ha viajado mucho.

—Pues diríase que no lo es sino para tener el derecho de despreciar la instrucción, como lo desprecia todo, excepto los placeres animales.

—Pero ¿no os agradan a todos esos placeres? —le reprochó Anna, mirándolo tristemente, lo cual llamó más aún la atención de su amante.

—¿Por qué lo defiendes así? —preguntó Vronski, sonriendo.

—Yo no lo defiendo, pues a mí me es indiferente, pero no puedo menos de creer que si esa existencia te hubiera desagradado tanto, habrías podido renunciar a ver a Teresa en traje de Eva.

—¡Ya vuelve el diablo! —dijo Vronski, atrayendo hacia sí una de las manos de Anna para besarla.

—¡No puedo remediarlo! No te imaginas lo que he sufrido esperándote. No creo ser celosa en el fondo; cuando estás aquí, te creo; pero si te hallas lejos, observando esa vida incomprensible para mí…

Anna se alejó un poco de Vronski y comenzó a trabajar febrilmente, formando con su ganchillo mallas de lana blanca que abrillantaba el reflejo de la luz.

—Cuéntame cómo has encontrado a mi esposo —dijo de repente, con voz forzada.

—Hemos tropezado casi en la puerta.

—¿Y te ha saludado así? —y cerró los ojos a medias y cambió de tal modo la expresión de su fisonomía, que Vronski adivinó la caricatura del señor Karenin.

Esto lo hizo sonreír, y Anna dejó escapar una de esas carcajadas argentinas que constituían uno de sus encantos.

—No lo entiendo —dijo Vronski—; yo hubiera comprendido que después de vuestra explicación en el campo hubiese roto conmigo, provocándome a un duelo, y no sé cómo soportar esta crítica situación. Bien se ve que sufre.

—¡Sufrir él! —replicó Anna, y sonrió irónicamente—. Es demasiado feliz.

—Pues ¿por qué nos atormentamos cuando todo se podría arreglar?

—Eso no le conviene. ¡Oh! Yo conozco ese carácter, compuesto de mentiras. A menos de ser insensible, ¿quién podría vivir con una mujer culpable, como él vive conmigo, y hablarle como él me habla, tuteándome? —y se puso a imitar la manera de hablar de su esposo—. Te digo que no es un hombre —añadió—; es un muñeco. Si yo estuviera en su lugar, hace ya mucho tiempo que habría hecho pedazos a una mujer como yo, en vez de decirle: «Tú, mi querida Anna…». Vamos, eso no es un hombre; es una máquina ministerial; no comprende que ya no es nada para mí, que está de sobra. No, no hablemos de él.

—Eres injusta, querida mía —dijo Vronski, procurando calmarla—; pero dejémoslo y hablemos de ti, de tu salud. ¿Qué dice el doctor?

Anna miraba a su amante irónicamente, y hubiera querido seguir poniendo a su esposo en ridículo, pero Vronski añadió:

—Me has dicho que estabas indispuesta; sin duda consiste en tu estado. ¿Cuándo será el término?

La sonrisa burlona desapareció de los labios de Anna, y la sustituyó una expresión de tristeza.

—Muy pronto, muy pronto —contestó—. Tú dices que nuestra posición es terrible y que debemos salir de ella. ¡Si tú supieras lo que daría por poder amarte libremente! No te cansaré más con mis celos, pero muy pronto cambiará todo, y no como nosotros pensamos.

Anna se enternecía, y como sus lágrimas le impidiesen continuar, apoyó en el brazo de Vronski su blanca mano, cuyas sortijas brillaban a la luz de la lámpara.

—No será como nos lo imaginamos. No te lo quería decir, pero me hiciste hacerlo. Pronto, muy pronto se solucionará todo, entonces no sufriremos más y encontraremos por fin la tranquilidad.

—No comprendo —repuso Vronski, aunque comprendía demasiado bien.

—Tú me preguntas que cuándo será; yo te digo que muy pronto, y que no sobreviviré…; lo sé, lo sé con seguridad; voy a morir, y me alegro mucho de que así podáis quedar los dos libres de mí.

Las lágrimas de Anna se deslizaban por sus mejillas, mientras que Vronski besaba sus manos, procurando calmarla y ocultar su propia emoción.

—Vale más que así sea —continuó Anna, estrechándole vivamente la mano.

—¡Qué tonterías dices! —repuso Vronski, levantando la cabeza y recobrando ya su sangre fría—. ¡Qué absurdos!

—No, digo la verdad.

—¿Y qué es la verdad?

—Que moriré; lo he visto en sueños.

—¿En sueños?

Y Vronski recordó involuntariamente el campesino de su pesadilla.

—Sí, en sueños —continuó Anna—, ya hace mucho tiempo. Soñaba que había entrado corriendo en mi habitación para coger no sé qué; y buscaba como se busca en tales casos; entonces, en un ángulo de la estancia, vi algo en pie.

—¡Qué locura! ¿Cómo crees tú…?

Sin contestar a la pregunta, Anna prosiguió, porque le parecía el asunto demasiado importante.

—Aquella cosa se volvió y vi que era un aldeano, un hombrecillo sucio, con la barba desgreñada; traté de huir, pero él se inclinó hacia un saco, en el cual se movía un objeto.

Anna hizo el ademán de aquel que busca una cosa en un saco; en las facciones de Anna se pintaba el terror, y este se comunicó a Vronski, al recordar su propio sueño.

—Y siempre buscando, hablaba muy deprisa, diciendo en francés: «Es preciso batir el hierro, triturarlo, amasarlo». Yo traté de despertar, pero persistía en mi sueño, preguntándome qué significaba lo que veía. Entonces alguien me dijo: «Morirá usted de sobreparto, madrecita». Esto me despertó.

—Qué absurdos —exclamó Vronski, disimulando mal su emoción.

—No hablemos más de ello; llama para que sirvan el té, y no te vayas, que aún tenemos para mucho tiempo.

Pero al decir esto, se detuvo de pronto y la expresión de horror y de espanto desapareció de su semblante, reemplazándola otra de ternura y gravedad. Vronski no comprendió al principio nada de aquella transfiguración repentina: su amante acababa de sentir una vida nueva agitándose en su seno.

IV

D
ESPUÉS
de su encuentro con Vronski, Alexiéi Alexándrovich se fue a la ópera italiana, según lo tenía pensado, vio dos actos, habló con las personas con las que deseaba cambiar impresiones, y por último regresó a casa. Sin detenerse se dirigió a su habitación, después de asegurarse de que no había ningún capote militar en el vestíbulo.

Contra su costumbre, en vez de acostarse, estuvo paseando de un lado a otro hasta las tres de la madrugada, pues la cólera lo tuvo despierto, porque no podía perdonar a su esposa el no haber cumplido la única condición que le impuso: la de no recibir al amante en su casa. Puesto que no había obedecido esta orden, debía castigarla, ejecutar su amenaza, pedir el divorcio y retirarle su hijo. Esto no era fácil de hacer, pero quería cumplir su palabra. La condesa Lidia le había indicado a menudo este medio como el mejor para poner fin a tan deplorable situación. El divorcio se estaba practicando tanto que Alexiéi Alexándrovich pensaba que no le resultaría difícil vencer el obstáculo de los formulismos. Una desgracia no viene nunca sola, y a esto había que unir la enojosa cuestión suscitada por él acerca de las minorías étnicas; por todo esto, hacía tiempo se hallaba en un estado de irritación continua. Pasó la noche sin dormir, pues su cólera iba en aumento, y poseído de verdadera exasperación, saltó de la cama, se vistió apresuradamente y se dirigió a la habitación de Anna, apenas comprendió que se había levantado. Temía perder la energía que necesitaba, y en cierto modo llevó cogida con ambas manos la copa de sus resentimientos para que no se desbordara.

Anna, que creía conocer a fondo a su marido, quedó sorprendida al verlo entrar con la frente sombría, los ojos fijos, aunque sin mirarla, y los labios contraídos por el desprecio. Entró sin darle siquiera los buenos días, dirigiéndose a su neceser, y abrió un cajón.

—¿Qué necesita usted? —preguntó Anna.

—Las cartas de su amante.

—No están aquí —contestó, cerrando el cajón.

Pero Karenin comprendió, por el movimiento de Anna, que no se había equivocado, y rechazando brutalmente la mano de su esposa, se apoderó de la cartera en que esta guardaba sus papeles importantes, a pesar de los esfuerzos que ella hacía para recobrarla.

—Siéntese usted —le dijo—, necesito hablarle.

Y colocó la cartera debajo del brazo, oprimiéndola con tal fuerza que su hombro se elevó.

Anna lo miró con asombro y espanto.

—¿No le he prohibido a usted —dijo— recibir aquí a su amante?

—Necesitaba verlo para…

Anna no encontró explicación plausible.

—No desciendo a esos detalles ni deseo saber por qué una mujer necesita ver a su amante.

—Deseaba tan solo… —repuso Anna, ruborizándose, y sintiendo que la grosería de su marido le devolvía la audacia—. ¿Es posible que no comprenda usted lo fácil que es ofenderme?

—No se ofende más que a las mujeres y a los hombres honrados; decir de un ladrón que es un ladrón no es más que
la constatation d’un fait
.

—He ahí un rasgo de crueldad que no le conocía.

—¡Ah! ¿Le parece a usted cruel un esposo que deja a su mujer en completa libertad, sin más condición que la de respetar las conveniencias? ¿Es crueldad eso?

—Es peor aún; es cobardía, ya que quiere usted saberlo —gritó Anna, arrebatada y levantándose para salir.

—No —gritó agudamente Karenin, obligándola a sentarse y oprimiéndole los brazos con sus dedos huesudos tan fuertemente que uno de los brazaletes de Anna le hizo una huella en la piel—. ¡Cobardía dice usted! Esto se ha de aplicar a la mujer que abandona a su esposo y a su hijo por su amante, y sigue comiendo el pan de su marido.

Anna inclinó la cabeza; aquellas palabras tan justas la anonadaban, y ya no se atrevió, como la víspera, a decir que su esposo estaba de sobra; lejos de ello, contestó con dulzura:

—No puede usted juzgar mi posición más severamente que lo hago yo; pero ¿por qué me dice usted eso?

Other books

Midnight Rose by Patricia Hagan
Amanda Scott by Highland Fling
Ellena by Dixie Lynn Dwyer
Bag of Bones by Stephen King
Things Made Right by Tymber Dalton
Different Tides by Janet Woods