Ana Karenina (68 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

«Seguramente han visitado las galerías antiguas —pensé—, y después de recorrer los talleres de los charlatanes alemanes y del imbécil prerrafaelista inglés, me honran con una visita para completar su excursión.» Sabía muy bien cómo examinan los
dilettanti
los talleres de pintura, y no ignoraba que su único objeto es poder decir que el arte moderno prueba la incontestable superioridad del arte antiguo. Se esperaba esto y lo adivinaba en la indiferencia con que sus visitantes hablaban entre sí y se paseaban por el taller, mirando los bustos y maniquíes, mientras que el artista descubría su cuadro.

A pesar de su íntima convicción de que los rusos ricos y de elevado nacimiento no podían ser más que imbéciles y estúpidos, Vronski y especialmente Anna le caían bien; sentía una emoción fuerte y descubría su cuadro con mano temblorosa.

—Helo aquí —dijo, alejándose del lienzo y señalándolo a sus espectadores—. Es Cristo ante Pilatos; Mateo, capítulo XXVII.

Durante los pocos segundos de silencio que siguieron, Mijáilov miró su cuadro con indiferencia, aunque, a pesar suyo, esperaba un juicio superior, una sentencia infalible de aquellas tres personas que despreciaba un momento antes; y olvidando su propia opinión, así como el mérito incontestable que reconocía en su obra hacía tres años, la miraba con frialdad, sin encontrar ya en ella nada bueno. Veía en primer plano el rostro irritado de Pilatos y el rostro sereno de Cristo; en el fondo, los servidores de Pilatos y San Juan Bautista, atento a lo que sucedía. Cada rostro, fruto de tantas búsquedas, de tantos errores, que había adquirido su carácter peculiar gracias a las infinitas correcciones, que le había traído tantos sufrimientos y alegrías, cada rostro, todos los matices de color, todas las tonalidades, al verlos por los ojos de los demás, le parecían una vulgaridad, repetida mil veces. El rostro más querido, el de Cristo, centro del cuadro, que tanta alegría le había producido al descubrirlo, había perdido todo su encanto al mirarlo con los ojos de los visitantes. Veía una no muy correcta (eran evidentes numerosos defectos) repetición de los infinitos Cristos de Ticiano, Rafael, Rubens. Todo era vulgar, pobre, anticuado, e incluso mal pintado. ¡Qué merecidas serían las frases corteses e hipócritas que esperaba oír, y qué razón tendrían sus visitantes para compadecerlo y burlarse de él cuando hubieran salido!

Aquel silencio, aunque solo duró un minuto, le pareció intolerable, y para disimular su turbación, hizo un esfuerzo y dirigió la palabra a Goleníschev.

—Creo haber tenido el honor de verle a usted antes —dijo, dirigiendo inquietas miradas a Vronski y Anna para observar sus fisonomías.

—Ciertamente que nos hemos encontrado; fue en casa de Rossi, la noche en que debutó la joven italiana, aquella nueva Rachel —dijo. Goleníschev, apartando sus miradas del lienzo sin el menor sentimiento aparente.

Observando, no obstante, que el artista esperaba una apreciación, añadió:

—La obra de usted ha progresado mucho desde la última vez que la vi, y ahora, como entonces, me llama mucho la atención su Pilatos; se ve que es un hombre bueno y débil, funcionario hasta el fondo de su alma, que ignora completamente el alcance de su acto; pero me parece…

El rostro vivaz de Mijáilov se iluminó de repente. Sus ojos brillaron. Fue a decir algo, pero la emoción se lo impidió y fingió un ataque de tos. A pesar de lo poco que apreciaba el gusto artístico de Goleníschev, a pesar de la insignificancia de aquella justa observación sobre la expresión del rostro de Pilatos como funcionario, a pesar de lo humillante que pudiese parecer un comentario tan minúsculo silenciando lo principal, Mijáilov se sintió entusiasmado de aquella observación. Él opinaba sobre la figura de Pilatos exactamente lo mismo. Que aquel comentario fuese uno de los millones de comentarios justos que pudieran hacerse sobre su pintura, no disminuía a sus ojos la importancia de la observación de Goleníschev. Sintió una simpatía profunda hacia el otro y pasó de pronto del estado de abatimiento en que se encontraba a un estado de alegre entusiasmo.

El cuadro en un instante adquirió vida delante de sus ojos con inexplicable complejidad en cuanto tenía de vivo. Trató de decir que él entendía también así a Pilatos, pero le temblaron los labios y fue incapaz de pronunciar una palabra.

Vronski y Anna hablaban en voz baja, como se hace en las exposiciones de pintura, para no resentir el amor propio del pintor por un lado y, por el otro lado, para no decir ninguna estupidez en voz alta, lo que es muy fácil de decir, hablando de pintura, lo que suele pasar mucho en las exposiciones. Mijáilov creyó que su impresión era favorable, y se acercó a ellos.

—¡Qué admirable expresión la de ese Cristo! —exclamó Anna. Esa expresión fue lo que le había gustado más de lo que representaba el cuadro. Le pareció que este elogio no podía menos de ser agradable al artista, puesto que aquella figura representaba el personaje principal del cuadro—. Se adivina que compadece a Pilatos.

Este era también uno de aquel millón de comentarios exactos que se podían hacer. El rostro de Cristo debía expresar la resignación a la muerte, el sentimiento de una tranquilidad sobrenatural, de un sublime amor y, por tanto, la compasión a sus enemigos; Pilatos debía representar forzosamente la vida carnal, por oposición a Cristo, tipo de la vida espiritual, y era forzoso que tuviese el aspecto de un funcionario común; pero el rostro de Mijáilov rebosaba satisfacción.

—¡Y qué bien pintado está el conjunto que rodea a esa figura! —dijo Goleníschev, queriendo demostrar con esta observación que no aprobaba la parte realista del Cristo.

—Sí, es una obra magistral —repuso Vronski—. ¡Qué relieve tienen las figuras del fondo. ¡Qué técnica! —añadió, volviéndose hacía Goleníschev y recordando una discusión en la que se mostró desanimado por las dificultades prácticas del arte.

—Sí, es notable —dijeron Goleníschev y Anna.

Pero la última observación de Vronski picó al artista, que, frunciendo el entrecejo, miró a su visitante con expresión de enojo. Oía con frecuencia la palabra «técnica», pero no comprendía a qué se referían con ella. Intuía que indicaban así la capacidad mecánica de pintar y dibujar completamente independiente de la idea del cuadro. Observaba a menudo cómo el elogio que le tributaban los visitantes contraponía la técnica al verdadero mérito, como si fuera posible pintar solo con talento una mala composición. Conocía el esfuerzo y el cuidado que se necesitaban para no dañar la obra de arte al levantar el velo que la cubría. Pero ello nada tenía que ver con el oficio y la técnica. Si un niño o su cocinera viesen lo que él veía ante sus ojos, también encontrarían el medio de expresarlo. Mientras que ningún pintor-técnico, por mucho oficio que tenga, nunca podría pintar nada valedero, si no descubre antes los límites del contenido. Además, no era la técnica su fuerte. Llamaban su atención muchos defectos debidos al descuido con que había levantado los velos de la naturaleza, defectos que ya no podía corregir sin dañar el conjunto. Y en casi todas las figuras y rostros veía aún los restos de aquel velo, no quitado de todo, que afeaba el cuadro.

—La única observación que osaría hacer, si usted me lo permite… —dijo Goleníschev.

—Hágala usted cuanto antes —replicó el artista, con una sonrisa falsa.

—Es que ha pintado usted un hombre hecho Dios y no Dios hecho hombre. Por lo demás, ya sé que esta era su intención.

—No puedo pintar el Cristo si no como lo comprendo —contestó el artista con aire sombrío.

—En ese caso, dispénseme usted una apreciación que me es propia; su lienzo es tan hermoso que nada puede perjudicarle lo que acabo de exponer… Tomemos por ejemplo a Ivanov. ¿Por qué representa el Cristo con las características de una figura histórica? Podía elegir un nuevo tema menos gastado.

—Pero advierta usted que ese tema es el más grande de todos para el arte.

—Buscando bien se encontraría otra cosa. El arte, en mi concepto, no admite discusión; y el cuadro de Ivanov se presta a ella, pues cualquiera se preguntará si lo que representa es a Dios, destruyéndose así la unidad de la impresión.

—¿Por qué? Yo creo que esta pregunta no se haría por hombres ilustrados —repuso Mijáilov.

Goleníschev no estaba de acuerdo con ello y mantuvo su idea acerca de la unidad de impresión, necesaria para el arte.

Mijáilov se emocionaba, pero no sabía cómo defender su opinión.

XII

A
NNA
y Vronski, cansados de la discusión sabia de su amigo, resolvieron al fin continuar solos la visita del taller, y se detuvieron ante un pequeño cuadro.

—¡Qué alhaja, es encantadora! —exclamaron los dos a un tiempo.

«¿Qué será lo que los agrada tanto?», pensó el artista.

Había olvidado completamente aquel cuadro, hecho tres años antes, porque una vez terminado un lienzo no solía volver a mirarlo, y solo lo tenía allí porque un inglés deseaba comprárselo.

—No vale nada —dijo—; es un antiguo estudio.

—Pues yo lo creo excelente —repuso Goleníschev, admirando sinceramente la obra.

Dos niños pescaban con caña a la sombra de un árbol; el mayor, muy absorto, retiraba prudentemente su sedal de las ondas, mientras que el más joven, echado en la hierba, apoyaba en un brazo su cabeza rubia, mirando el agua con expresión pensativa: tal era el asunto del lienzo.

El entusiasmo producido por aquel estudio hizo experimentar al artista su primera emoción; pero temía las vanas reminiscencias del pasado, y quiso enseñar a sus visitantes otro lienzo. Vronski le desagradó al preguntarle si aquel cuadrito era para vender; esta alusión al dinero le pareció inoportuna, y contestó, frunciendo las cejas:

—Está expuesto para la venta.

Cuando se hubieron retirado los visitantes, el artista fue a sentarse frente al cuadro que representaba a Cristo delante de Pilatos, y repasó mentalmente todo cuanto se había dicho sobre la obra; pero, ¡cosa extraña!, las observaciones que parecían tener antes tanto peso, perdían ahora toda su significación. Al examinar el trabajo con su mirada de artista, se convenció de que era perfecto, y recobró, por tanto, la disposición de espíritu necesaria para continuar su obra.

Sin embargo, creyendo reconocer un defecto en la pierna de Cristo, cogió su paleta, y al corregirlo examinó en el segundo término la cabeza de Juan, que consideraba como el cúmulo de la perfección, y en la cual no habían reparado los visitantes. Quiso retocarla también, mas para trabajar no debía estar tan conmovido; en su consecuencia, resolvió cubrir su cuadro, y, al hacerlo, miró otra vez con éxtasis a San Juan, hasta que, arrancándose a su contemplación, dejó caer la cortina y se marchó a su casa cansado, pero satisfecho.

Vronski, Anna y Goleníschev volvieron alegremente al palacio, hablando del artista y de sus obras; con frecuencia pronunciaban la palabra talento, entendiendo por esto un don innato, casi físico, independiente del espíritu y del corazón. Necesitaban aquella palabra para expresar todo lo que el artista había sentido, y resumir en ella algo que no alcanzaban a comprender, aunque deseaban hablar de ello. «Seguramente tiene talento —decían—; pero no está bastante desarrollado por falta de cultura intelectual, defecto propio de todos los artistas rusos.» Pero no podían olvidar el cuadro de los niños, y constantemente volvían a mencionarlo.

—¡Qué encanto! ¡Qué logrado está y qué sencillez! ¡Él mismo no se da cuenta del valor de ese cuadro! Tengo que comprarlo —dijo Vronski.

XIII

V
RONSKI
compró el pequeño cuadro, y hasta consiguió que Mijáilov se aviniese a retratar a Anna. En el día prefijado, el artista se presentó para comenzar el bosquejo, que ya en la quinta sesión admiró a Vronski por la semejanza y la delicada interpretación de la belleza del modelo. «Es preciso conocerla y amarla, como yo la amo, para encontrar esa expresión espiritual tan encantadora», pensaba Vronski, aunque solo el retrato le había revelado aquella expresión, tan sincera y verdadera, que a todos les parecía haberla observado siempre.

—Trabajo hace mucho tiempo —decía Vronski al hablar del retrato de Anna— para obtener un parecido exacto, y no he logrado hacer nada bueno; mientras que a nuestro artista le ha bastado mirar para expresarlo bien; a esto llamo yo la técnica.

—Todo vendrá con la práctica —decía Goleníschev para consolarlo, pues, a sus ojos, Vronski tenía talento, y además una instrucción que debía elevar en él al fin el sentimiento del arte. Las convicciones de Goleníschev se explicaban por la necesidad que tenía de los elogios de Vronski para sus trabajos, era un cambio de atenciones.

Fuera de su taller, Mijáilov parecía otro hombre; en el palacio, sobre todo, se mostró respetuoso sin ninguna intención de ser simpático, evitando toda intimidad con personas que en el fondo no apreciaba. Daba siempre a Vronski el tratamiento de usía; y a pesar de las reiteradas instancias de Anna no consintió nunca en quedarse a comer, ni se presentó más que a las horas de las sesiones. Anna fue más amable para él que para otros; Vronski le trató con exquisita cortesía, pidiéndole parecer sobre sus cuadros; y Goleníschev no perdió ocasión de inculcarle sanas ideas sobre el arte; pero Mijáilov se mostraba siempre frío. Anna observó, sin embargo, que el artista la miraba con frecuencia, aunque evitando toda conversación. En cuanto a los consejos pedidos por Vronski, se encerró en un silencio obstinado, miró los cuadros sin decir palabra, y no ocultó el enojo que le causaban los discursos de Goleníschev.

Esta sorda hostilidad producía una penosa impresión, y así es que todos se sintieron aliviados cuando las sesiones terminaron; Mijáilov dejó de ir a palacio, dejando como recuerdo su admirable retrato; y Goleníschev fue el primero en expresar la idea que estaba en la mente de todos, de que el pintor envidiaba a Vronski.

—Para ser exacto, no es envidia lo que experimenta: Mijáilov tiene talento. Lo que lo enoja —decía— es ver que un hombre rico, de la alta sociedad y además conde, ha llegado sin gran esfuerzo a pintar tan bien como él, si no mejor, aunque ha consagrado toda su vida a la pintura. Usted tiene además una buena educación, que no adquieren nunca los hombres como Mijáilov.

Aunque Vronski abogaba en favor del artista, en el fondo parecía participar de la opinión de su amigo, pues juzgaba muy natural que un hombre de posición inferior envidiase la suya.

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