Ana Karenina (71 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

XVIII

L
IEVIN
no podía estar tranquilo en presencia de su hermano, pero los detalles de su espantosa situación, para la cual no veía remedio, pasaban inadvertidos para él por lo muy turbado que estaba su espíritu.

Impresionado por la suciedad de la habitación, el desorden, la atmósfera infecta que allí se respiraba y los gemidos del enfermo, no se le ocurrió que podría informarse sobre la especie de cama que tenía, y tratar de aliviarlo materialmente para que estuviese menos mal si no mejor; solo al pensar en aquellos detalles se estremecía; y el enfermo, comprendiendo instintivamente la impotencia de su hermano, se irritaba cada vez más. Lievin se limitaba a entrar y salir de la habitación bajo diferentes pretextos; estaba mal junto a su hermano, pero no podía dejarlo solo.

Kiti comprendió las cosas de otro modo; apenas estuvo junto al enfermo, se compadeció de él, y en su corazón de mujer, este sentimiento, lejos de producir el terror o el disgusto, la indujo, por el contrario, a informarse sobre todo de lo que podría dulcificar aquella triste situación. Persuadida de que era su deber socorrerlo, no dudó que sería posible aliviarlo, y al punto puso manos a la obra. Los detalles que repugnaban a su esposo fueron precisamente los que llamaron su atención; envió a buscar un médico; dispuso que su doncella y Maria Nikoláievna barrieran todo, ayudándolas ella misma; dio orden de retirar lo inútil o traer lo necesario; y sin cuidarse de las personas que encontraba al paso, iba y venía desde su cuarto al de su cuñado para llevar cuanto se requería: sábanas, fundas de almohada, servilletas y camisas.

El criado que servía la comida en la mesa redonda contestó varias veces a su llamamiento con tono de mal humor, pero Kiti daba sus órdenes tan dulcemente, que el hombre la secundaba al punto. Lievin no aprobaba todo aquel movimiento, pues no veía el objeto, temiendo además irritar a su hermano; pero este permanecía tranquilo e indiferente, aunque algo confuso, y observaba con interés los movimientos de la joven. Cuando Lievin volvió de buscar al médico, pudo ver al abrir la puerta, que se cambiaba la ropa al enfermo; su enorme espalda arqueada, los costados y las vértebras salientes quedaron al descubierto, mientras que Maria Nikoláievna y el lacayo se esforzaban inútilmente para introducir en las mangas de la camisa los largos y descarnados brazos de Nikolái. Kiti cerró vivamente la puerta sin mirar a su cuñado, pero como este profiriese un gemido, se aproximó al punto.

—Despachad pronto —dijo.

—No se acerque usted —murmuró el enfermo con acento de cólera—; ya me arreglaré yo solo…

—¿Qué dice usted? —preguntó Maria Nikoláievna.

Pero Kiti oyó y comprendió que Nikolái estaba vergonzoso y confuso al verse en aquel estado.

—¡No veo nada! —dijo, ayudando a introducir su brazo en la manga—. Maria, pase usted al otro lado del lecho para ayudarme. Y tú —añadió, dirigiéndose a su esposo— ve a buscar en mi saco un frasquito que tengo allí.

Cuando Lievin volvió con el objeto pedido, el enfermo estaba echado, y a su alrededor todo tenía otro aspecto. En vez del aire viciado que antes se respiraba, se percibía cierto aroma de vinagrillo de tocador; el polvo había desaparecido; a los pies del lecho se veía una pequeña alfombra; en una mesita estaban alineadas las botellas que contenían los medicamentos, y en otra junto al lecho se había puesto una bujía y la poción recetada. El enfermo, lavado, peinado, echado en sábanas limpias y sostenido por varias almohadas, tenía puesta una camisa muy blanca que hacía resaltar más su cuello extraordinariamente delgado. Sus ojos, que expresaban una esperanza, estaban siempre fijos en Kiti.

* * *

El médico, al que Lievin encontró en el club, no era el mismo que enojó en otro tiempo a Nikolái; después de auscultar cuidadosamente al enfermo, movió la cabeza y recetó, dando algunas explicaciones detalladas sobre la manera de administrar los remedios y el alimento; aconsejó huevos frescos casi crudos y agua de Seltz con leche caliente a cierta temperatura. Cuando se hubo retirado, el enfermo dijo a su hermano algunas palabras que este no comprendió apenas; mas por su mirada, Lievin adivinó que Nikolái elogiaba a Kiti, a la cual llamó un momento después.

—Me siento mucho mejor —dijo—, y estoy seguro de que con usted me hubiera curado. Ahora todo va bien.

Y quiso acercar a sus labios la mano de su cuñada, pero temiendo ser enojoso, se contentó con acariciarla. Kiti estrechó afectuosamente la de Nikolái entre las suyas.

—Vuélvame ahora del lado izquierdo —murmuró—, y váyanse todos a dormir.

Solo Kiti comprendió lo que decía, porque pensaba de continuo en lo que podría serle útil.

—Vuélvelo del otro lado —dijo a su esposo—, pues yo no puedo hacerlo sola, y no quisiera llamar al criado. ¿Puede usted levantarlo? —preguntó a Maria Nikoláievna.

—Tengo miedo —contestó esta.

Lievin, aunque espantado por la idea de levantar aquel corpachón, sufrió la influencia de su esposa, y rodeando con los brazos al enfermo, lo volvió resueltamente, llamándole mucho la atención la pesadez de aquellos miembros gastados. Entre tanto, Nikolái le rodeaba el cuello con los brazos, mientras que Kiti volvía las almohadas a fin de echar mejor al enfermo.

Nikolái atrajo hacia sí la mano de Lievin, y la acercó a sus labios para besarla; Konstantín, sintiéndose desfallecer, no opuso resistencia, y sin poder reprimir sus sollozos, salió de la habitación.

XIX

«H
A
revelado a los simples y a los niños lo que ocultaba a los sabios», pensó Levin acerca de Kiti, mientras hablaba con ella pocos momentos después. Citaba las palabras del Evangelio no porque se considerase sabio, sino porque no podía ignorar que era más inteligente que su mujer y que Agafia Mijáilovna, ni podía ignorar tampoco que, cuando pensaba en la muerte, lo hacía con todas las fuerzas de su alma. Sabía también que muchos cerebros célebres habían filosofado sobre la muerte, Levin había leído sus trabajos, pero no entendían sobre ella ni la centésima parte de lo que sabían Agafia Mijáilovna y Kiti, Katia
[50]
, como la llamaba Nikolái y como ahora le gustaba llamarla a Levin. Estas dos mujeres, tan desemejantes entre sí, se parecían en un todo por sus ideas sobre la materia; ambas sabían, sin abrigar la menor duda, el sentido de la vida y de la muerte, y aunque incapaces de contestar a las preguntas que fermentaban en el espíritu de Lievin, debían explicarse del mismo modo esos grandes hechos del destino humano, compartiendo su creencia sobre este punto con millones de seres. Como prueba de su familiaridad con la muerte, sin ninguna duda sabían exactamente, cómo tratar a los moribundos y no los temían, mientras que Lievin y aquellos que como él podían reflexionar largamente sobre tan lúgubre tema, carecían de valor y temían la muerte y no tenían ni menor idea cómo había que actuar con una persona a punto de morir; solo con su hermano, Konstantín se hubiera contentado con mirarlo, esperando su fin con espanto, pero sin hacer cosa alguna para retardar la última hora.

La vista del enfermo lo paralizaba; ante él no podía ya hablar, ni mirar, ni andar; hablar de cosas indiferentes le parecía ofensivo, y tratar de cosas tristes, como, por ejemplo, la muerte, imposible; de modo que más valía callarse.

«Si lo miro —pensaba— creerá que tengo miedo, y si no lo miro, puede suponer que mis pensamientos están en otra parte; si ando de puntillas, tal vez le enoje, y si hago ruido, le parecerá brutal.»

Kiti no pensaba en ningún momento de sí misma ni tenía tiempo para ello; ocupada solo del enfermo, sus ideas sobre lo que debía hacer parecían muy claras y todo le salía bien.

Le contaba detalles sobre sí misma, sobre su casamiento, se sonreía, compadecía al enfermo, lo acariciaba, hacía mención de varias curas y lo reanimaba así. ¿De dónde había recibido estas luces particulares? Y así Kiti como Agafia Mijáilovna no se contentaban con los cuidados físicos y los actos puramente materiales; se preocupaban las dos de una cuestión más elevada; al hablar de un servidor que acababa de morir, Agafia Mijáilovna había dicho:

—A Dios gracias, ha comulgado y recibido los santos sacramentos; Dios conceda a todos un fin semejante.

Kiti, por su parte, halló el medio de inclinar a su cuñado desde el primer día a recibir los santos sacramentos, y esto mientras se ocupaba de las ropas y de las medicinas.

Cuando volvió a sus habitaciones, Lievin no sabía qué hacer. Cenar, acostarse, pensar en sus propios asuntos, incluso hablar con su mujer le daba vergüenza. Kiti, por el contrario, estaba más activa que de costumbre. Incluso más animada que nunca. Ordenó servir la cena, ayudó a preparar las camas, sin olvidarse de echar «polvos persas». Kiti sentía la excitación y rapidez de comprensión que experimenta un hombre ante la batalla, ante la lucha, en los momentos peligrosos y decisivos de la vida, en aquellos minutos en que un hombre muestra que toda su vida anterior no transcurrió en vano, sino que fue una preparación para aquellos instantes. Todo le salía bien. Aún no habían dado las doce, había deshecho ya sus equipajes, y las habitaciones del hotel adquirieron el aspecto de su propia casa: las camas hechas, los cepillos, peines, espejos cuidadosamente colocados, los manteles puestos.

A Lievin le parecía imperdonable comer, dormir, hablar en un momento así y consideraba cada movimiento suyo inconveniente. Kiti hacía sus cosas de tal modo que era imposible hallar algo ofensivo en sus ocupaciones.

Sin embargo, no pudieron comer nada, ni dormir, y tardaron mucho en acostarse.

—Lo he convencido para que le administren mañana los santos sacramentos —decía Kiti, mientras, sentada ante un pequeño espejo, peinaba sus suaves y perfumados cabellos—. Nunca he visto hacerlo, pero he oído decir que existen oraciones de curación.

—¿Crees que puede curarse? —dijo Lievin, mientras seguía los movimientos de Kiti.

—Se lo he preguntado al doctor. Dice que no vivirá más de tres días. Pero ¿cómo pueden saberlo? No obstante, me alegro de haberlo convencido. Todo puede ocurrir —agregó, con una expresión peculiar de astucia, que siempre adquiría su rostro cuando hablaba de religión.

Después de su conversación sobre la religión durante su noviazgo, nunca habían vuelto a hablar sobre aquel tema. Pero Kiti seguía yendo a misa y rezando con el mismo sereno convencimiento de cumplir un deber. A pesar de que Lievin afirmaba lo contrario, Kiti estaba firmemente persuadida de que su marido era tan bueno o mejor cristiano que ella, y que su actitud religiosa no era más que una de esas curiosas manías de los hombres; algo así como sus afirmaciones acerca de la
broderie anglaise
: todo el mundo zurce los agujeros mientras que ella los recorta intencionadamente, etc.

—Esa mujer, Maria Nikoláievna, no ha sabido arreglar nada —dijo Lievin—. Y… debo reconocer que me alegro, me alegro mucho de que hayas venido. Eres la limpieza misma —y Lievin le tomó su mano y no la besó (besarle la mano cuando la muerte estaba tan cerca le parecía indecoroso), sino la estrechó suavemente, con una expresión de culpabilidad, mientras fijaba su mirada en sus ojos iluminados.

—Tú solo sufrirías más —dijo Kiti, mientras levantaba los brazos, que ocultaban el rubor de satisfacción que cubría sus mejillas, y clavaba con horquillas sus trenzas—. No —prosiguió—, no, esa mujer no hubiera sabido hacerlo… Yo aprendí mucho en Soden.

—¿Y allí había enfermos así?

—Y peor.

—Lo más terrible para mí es que no puedo dejar de recordar cómo era Nikolái en su juventud. No puedes imaginarte qué muchacho tan extraordinario era, pero yo entonces no lo comprendía.

—Sí, me lo imagino. Siento que nos hubiéramos llevado muy bien los dos —dijo Kiti asustada; miró a su marido y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Sí,
hubiérais
sido buenos amigos —contestó Lievin tristemente—. Es uno de esos hombres que no han nacido para este mundo.

—Bueno, ya es hora de acostarse, que nos quedan muchos días así por delante —dijo Kiti al mirar su diminuto reloj.

XX

L
A MUERTE

A
L
día siguiente el enfermo se confesó y le administraron los santos sacramentos. Mientras duró la ceremonia, Nikolái Lievin oró con ardor. Sus grandes ojos, fijos en la imagen, puesta sobre una mesa de juego cubierta con un mantel, reflejaban una súplica de gracia y esperanza, y Konstantín Lievin no podía mirar aquello sin sentirse invadido por el terror. Konstantín comprendía que aquella súplica y aquella esperanza hacían para el enfermo más dolorosa la separación con la vida que tanto amaba. Conocía a su hermano y conocía sus pensamientos. Nikolái había dejado de creer no porque le fuera más fácil vivir sin fe, sino porque, paso a paso, la explicación científica moderna del mundo había desplazado sus creencias. Y por eso aquella vuelta a la religión no era legal, no correspondía al desarrollo de sus ideas, era tan solo temporal, interesada, determinada por su loco deseo de curarse. Los relatos de Kiti acerca de curaciones milagrosas habían reforzado aquella esperanza. Todo esto lo sabía Lievin, y sufría al ver aquella mirada suplicante, preñada de esperanza, y aquella mano enflaquecida, que se movía con dificultad al santiguarse, al mirar sus hombros salientes y su pecho vacío, que ya no podía encerrar la vida que el enfermo pedía. Durante la ceremonia Konstantín rezaba y hacía aquello que él, incrédulo, había hecho miles de veces. Le decía a Dios: «Si existes, haz que este hombre se cure (¡cuántas veces se repetía aquello!), y lo salvarás a él y me salvarás a mí».

Una vez administrados los santos sacramentos, el enfermo se sintió mejor. Estuvo sin toser durante más de una hora, sonrió, besó la mano de Kiti y, con lágrimas en los ojos, le dio las gracias. Decía que se encontraba bien, que no le dolía nada y que sentía apetito. Se levantó solo cuando le sirvieron la sopa y pidió una croqueta más. A pesar de que su estado era desesperado, de que bastaba mirarlo para comprender que ya no podría curarse, Lievin y Kiti experimentaban una misma excitación, feliz y tímida.

—Está mejor.

—Sí, mejor.

—Es sorprendente.

—No tiene nada de particular.

—Cuánto mejor es así.

Hablaban en voz baja y sonreían.

Aquella ilusión no duró mucho. El enfermo se durmió tranquilo, pero a la media hora lo despertó la tos. Y de pronto desaparecieron todas las esperanzas en Lievin y Kiti, y en el enfermo mismo. La realidad del sufrimiento, sin dudas, sin recuerdos y sin esperanzas acabaron con las ilusiones.

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