Anatomía del crimen. Guía de la novela y el cine negros (16 page)

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Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Ensayo

Tras la muerte de Franco, el género negro no tuvo suerte en la cinematografía española. La desaparición definitiva de la censura en noviembre de 1977 no trajo consigo el surgimiento de un cine negro autóctono. Entre 1975 y 1990 se dan casos aislados que basculan entre el mimetismo hacia el cine policíaco norteamericano y el polar francés, con preferencia por los thrillers psicológicos y los personajes desquiciados.

A pesar de que pueden contarse historias sobre la corrupción política, los negocios sucios de los ricos, los abusos policiales, las irregularidades del poder… en las películas criminales españolas desde la Transición hay más epidermis que pistolas, más crónica del lumpen en las grandes ciudades que del mundo organizado del crimen
[21]
. El cine de Eloy de la Iglesia es el exponente más destacado de este subgénero, inventor de lo que se definió con el término «coleguismo», y que ahora muchos denominan «
cine kinki
». Con obras como
Navajeros, Colegas, El pico
…, De la iglesia realizaba un cine torpe, sin tapujos, panfletario, y retrataba de manera simplista y oportunista el supuesto submundo de la marginación radical.

La reciente democracia trajo consigo el boom de la novela negra en España, con autores como Manuel Vázquez Montalbán, Juan Madrid, Andreu Martín, Francisco González Ledesma, Jaume Fuster, Julián Ibáñez, Carlos Pérez Merinero… Por el contrario, en la cinematografía española son excepcionales y aisladas las películas de temática criminal, con crítica social y denuncia política.

González Ledesma, en el centro, junto a Mariano Sánchez Soler.

La enumeración de sus títulos más relevantes, por escasa y mediocre, resulta sencilla:
Tatuaje
(Bigas Luna, 1976), según la novela homónima de Vázquez Montalbán;
La verdad del caso Savolta
(Antonio Drove, 1979), a partir de la novela de Eduardo Mendoza;
Asesinato en el comité central
(Vicente Aranda, 1981), basada en el libro de Vázquez Montalbán; y
Demasiado para Gálvez
(Antonio Gonzalo, 1981), sobre la novela de Jorge Martínez Reverte.

En este desierto creativo no hay más remedio que hacer algún comentario en torno a los tres únicos jalones que ha dejado el fantasmal cine negro español en los años ochenta, cuando la transición política española tocaba a su fin:

El crack
(1981), de José Luis Garci, con guión del propio Garci y de Horacio Valcárcel. Lastrado por un exceso de referencias cinematográficas y literarias a la cultura norteamericana, el guión original naufraga en la pedantería sensiblera que haría estragos en las películas posteriores de Garci. La historia, dedicada «A Dashiell Hammett», se sostiene gracias al oficio de Alfredo Landa, que encarna al detective
hard-boiled
Germán Areta. El buen hacer de Landa, la sencillez clásica de la trama y alguna referencia al crimen durante la Transición española, como la bomba colocada en el pecho con esparadrapo al estilo «Bultó», confieren a la cinta cierto valor referencial. Lo mejor, la primera secuencia donde el detective Landa, pistola en ristre bajo la mesa con el cañón en los genitales del malo, amenaza al impagable delincuente José Manuel Cervino: «Vareta, que te quemo los huevos».

Alfredo Landa es el detective German Areta en
El crack
.

El arreglo
(1983), de José Antonio Zorrilla, sobre una novela de Antonio Muñoz Molina, es un thriller con cierto rigor dramático que fue recibido como una película clave para el desarrollo del género negro en España.
El arreglo
narra las peripecias de un inspector de policía, encarnado por Eusebio Poncela, que debe poner orden frente a las corrupciones de sus colegas. La cinta permanece como una obra apreciable, aunque su autor no ha vuelto a cultivar el género.

Y
Fanny Pelopaja
(1984), de Vicente Aranda, con guión del propio director a partir de la novela
Prótesis
, un clásico de Andreu Martín. Aranda destrozó la novela, cambió de sexo a su personaje principal y dio rienda suelta a sus obsesiones erótico-criminales. Coproducido y con actores franceses, el resultado fue un filme
noir
, al estilo del polar francés, insólito en la filmografía española. El propio Aranda ha escrito al respecto: «Desde el principio la historia me cautivó, más si cabe después del cambio de sexo efectuado en uno de los personajes protagonistas. (…) Con el tiempo y la distancia, me doy cuenta de que es una historia pasional, con tintes de thriller»
[22]
. Por lo que vemos, para el cineasta, su película más claramente negra sólo tiene «tintes» genéricos.

F
ICCIONES CRIMINALES POST-MODERNAS
(1991-2011)

Durante los últimos veinte años, el cine español ha producido algunos thrillers en los contornos de lo negro que reflejan los miedos, las ansiedades sociales y no pocas perversiones del final del milenio, son películas que no se diferencian en nada de otros productos similares de las cinematografías extranjeras. Para los optimistas, es un signo innegable de calidad, de estar a la última
[23]
. Para los detractores, se trata, una vez más, de mimetismo frente a las modas del momento.

Así, en la era de la visibilidad global, de las videocámaras en los lugares públicos, del control policial permanente en un mundo globalizado y peligroso, el deseo de sentirnos seguros frente a terroristas y psicópatas es el tema central de
El habitante incierto
(2004), opera prima de Guillem Morales, donde su protagonista es un arquitecto que construye su propia pesadilla.
La comunidad
(Alex de la Iglesia, 2000), juega con la idea del temor al vecino. Las carreras a ciegas de
Intacto
(Juan Carlos Fresnadillo, 2001) nos hablan del azar y del destino. El miedo rural es el eje de
El rey de la montaña
(Gonzalo López Gallego, 2007); y el campo como escenario de matanzas atávicas aparece en
El séptimo día
(Carlos Saura, 2004), inspirada en el crimen de Puerto Hurraco, en
La noche del hermano
(Santiago García de Leániz, 2005) y en
Bosque de sombras
(Koldo Serra, 2006).

La figura deconstruída del asesino se pasea por los thrillers españoles más recientes.
Las horas del día
(Jaime Rosales, 2003) relata la vida cotidiana de un
serial killer
cuando no está matando, en la estela de
Henry, retrato de un asesino
(John McNaughton, 1986). El asesino perverso y sus obsesiones sexuales mueve películas como
H6: Diario de un asesino
(Martín Garrido Barón, 2005),
Los cronocrímenes
(Nacho Vigalondo, 2007),
La caja Kovak
(Daniel Monzón, 2006) y
La habitación de Fermat
(Luis Piedrahíta y Rodrigo Sopeña, 2007).

La intriga como recurso post-moderno está en el Almodóvar de
Hable con ella
(2002),
La mala educación
(2004) y
Los abrazos rotos
(2009), después de su decepcionante incursión en el género negro con
Carne trémula
(1997), en la que adapta una novela de Ruth Rendell.

F
RANCOTIRADORES Y VISITANTES

La llamada
serie negra
ha conseguido instalarse en la cinematografía europea, mientras en España sigue siendo una excepción, obra de francotiradores amantes del género y de visitantes pretenciosos que a veces no creen en lo que están rodando. Dado el desierto del cine negro español (acorralado por una legión de comedias costumbristas, melodramas psicológicos moralizantes y algunos retratos de la realidad
ma non troppo
) esta incursión en sí misma es un thriller, un estremecimiento envuelto en una niebla densa, a través de la paupérrima presencia del género negro policíaco en la producción cinematográfica española, que ha generado en los últimos veinte años más de dos mil largometrajes de ficción y no ficción, según datos del Instituto Nacional de Estadística.

Frances McDorman recibió en 1996 el Oscar a la Mejor Actriz por su interpretación en
Fargo
.

La década de los noventa fue muy fructífera para el cine negro norteamericano, con grandes éxitos de taquilla y no pocas películas visionarias, que oscilaban entre el clasicismo revisado y la post-modernidad del mestizaje entre géneros. Basta un rápido repaso:
Uno de los nuestros
(Martin Scorsese, 1990),
Muerte entre las flores
, (Joel y Ethan Coen, 1990),
Los timadores
(Stephen Frears, 1990),
El silencio de los corderos
(Jonathan Demme, 1991),
Reservoir dogs
(Quentin Tarantino, 1991),
Atrapado por su pasado
(Brian De Palma, 1993),
Casino
(Scorsese, 1995),
Pulp fiction
(Tarantino, 1994),
La última seducción
(John Dahl, 1994),
Heat
(Michael Mann, 1995),
Seven
(David Fincher, 1995),
Sospechosos habituales
(Bryan Singer, 1995),
Fargo
(Joel Coen, 1996),
El funeral
(Abel Ferrara, 1996),
Carretera perdida
(David Lynch, 1997),
L.A. Confidential
(Curtis Hanson, 1997) y
El talento de Mr. Ripley
(Anthony Minghella, 1999).

Sin embargo, en la producción cinematográfica española desde 1991 apenas contamos con treinta y cinco de películas reseñables y media docena de cineastas interesados en cultivar el género.

La relación es breve.

De entrada, Enrique Urbizu, con
Todo por la pasta
(1991), inaugura lo mejor del último thriller policíaco del cine español. Este filme negro de acción trepidante, sin provincianismos, autóctono y con una denuncia contundente, sin ínfulas redentoras o moralistas, habla del asesinato político y de las mafias policiales antes del boom de los GAL, y lo hace sin necesidad de ponerse trascendente
[24]
.

Consciente de lo que está haciendo, Urbizu es un cineasta que ha reflexionado sobre sus películas y que no disfraza el aspecto genérico de sus filmes. «El cine negro tiene un carácter obligatoriamente contemporáneo. A mí, de hecho, lo que me gusta y siempre me ha interesado del género es esa continua preocupación del cine y de la novela negra por el aquí y el ahora. Esa contemporaneidad influye inevitablemente en la forma del género, que soporta muy mal la retórica, los adornos, y que se caracteriza por ser directo». Y añade: «El cine negro quiere denunciar lo que no funciona en la sociedad y quiere mostrar las carencias del sistema, por lo que no se puede decir que sus personajes estén en movimiento por un mero artificio»
[25]
.

Claridad total en un análisis que muchos estudiosos del género compartimos con el cineasta. El cine negro es ambiguo, con personajes complejos, en ambientes resbaladizos; es un producto del capitalismo y relata historias muy urbanas. Ante la peligrosa tendencia a la nada argumental, ante el artificio y la violencia gratuita, Enrique Urbizu plantea la cuestión de fondo: «El buen cine negro tiene un origen social, político, de denuncia y de interés por la deformidad del sistema que es el delito. El género sirve para mostrar la identidad y las cualidades de los que juegan saltándose las reglas y para ver cómo afecta eso a las sociedades. Ese es, a mi juicio, el buen cine negro o, al menos, el que a mí me interesa».

Desde
Todo por la pasta
llegamos a
La caja 507
(2002), un filme que marca un antes y un después. «Cuando la hice, fui muy consciente de qué quería enseñar y qué no. Las muertes están en off. Enseño los cadáveres. Jamás se muestra el momento del impacto». Es una película de violencia contenida, cuidadosa en los detalles, con unos personajes que arrastran la tristeza más turbia. «Cuando escribimos el guión —añade Urbizu—, Michel Gaztambide y yo no nos inventamos nada. Todo estaba en los periódicos. Cuando nos atrancábamos en el guión, íbamos a una hemeroteca y veíamos lo que estaba pasando». Luego se impuso la realidad de los hechos. Recordemos el caso Malaya, por ejemplo.

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