Anochecer (33 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Dio unos cuantos pasos inseguros más. Había un hombre tendido debajo de un arbusto, a poca distancia colina abajo. Theremon fue hacia él. Tenía los ojos cerrados. Sujetaba fuertemente una antorcha consumida en su mano. Sus ropas estaban desgarradas.

¿Dormía? ¿O estaba muerto? Theremon lo agitó con cuidado con el pie. Sí, muerto. Era extraño, toda aquella gente muerta tendida a su alrededor. Normalmente uno no veía gente muerta por todos lados, ¿verdad? Y un coche volcado allá delante... Parecía muerto también, con su bastidor vuelto patéticamente hacia el cielo y volutas de humo brotando perezosamente de su interior.

—¿Siferra? —llamó de nuevo.

Algo terrible había ocurrido. Eso le resultaba muy claro, aunque muy poca cosa más lo era. Se acuclilló de nuevo y apretó las manos contra sus sienes. Los fragmentos de memoria al azar que habían estado revoloteando por su cabeza se movían más lentamente ahora, ya no se dedicaban a una frenética danza: habían empezado a flotar de una forma más reposada, como icebergs a la deriva en el Gran Océano del Sur. Si tan sólo pudiera conseguir que algunos de esos derivantes fragmentos se unieran..., obligarles a formar un esquema que tuviera un poco de sentido...

Revisó lo que ya había conseguido reconstruir. Su nombre. El nombre de la ciudad. Los nombres de los seis soles. El periódico. Su apartamento.

La última tarde...

Las Estrellas...

Siferra... Beenay... Sheerin... Athor... Nombres...

Bruscamente, las cosas empezaron a formar conexiones en su mente.

Los fragmentos de recuerdos de su pasado inmediato empezaron al fin a reagruparse. Pero al principio nada tuvo todavía ningún sentido real, porque cada pequeño racimo de recuerdos era algo independiente en sí mismo, y él era incapaz de ponerlos en ningún tipo de orden coherente. Cuanto más lo intentaba, más confuso se volvía todo de nuevo. Una vez comprendió eso, abandonó la idea de intentar forzar nada.

Simplemente relájate, se dijo a sí mismo. Deja que todo ocurra de una forma natural.

Se dio cuenta de que había sufrido algún tipo de gran herida en su mente. Aunque no notaba hematomas, ningún bulto en la parte de atrás de su cabeza, sabía que tenía que estar herido de alguna forma. Todos sus recuerdos se habían visto cortados en un millar de fragmentos como por una espada vengativa, y los fragmentos habían sido mezclados y dispersados como las piezas de algún desconcertante rompecabezas. Pero parecía estar sanando de un momento a otro. De un momento a otro la fortaleza de su mente, la fortaleza de la entidad que era Theremon 762 del Crónica de Ciudad de Saro, se estaba fortaleciendo, recomponiéndose.

Permanece tranquilo. Aguarda. Deja que todo ocurra de una forma natural.

Efectuó una profunda inspiración, retuvo el aliento, luego lo expelió poco a poco. Inspiró de nuevo. Retén, suelta. Inspira, retén, suelta. Inspira, retén, suelta.

Vio con el ojo de su mente el interior del observatorio. Ahora recordaba. Era por la tarde. En el cielo sólo había el pequeño sol rojo..., Dovim, ése era su nombre. Aquella mujer alta: Siferra. Y el hombre gordo era Sheerin, y el joven delgado y ansioso era Beenay, y el furioso viejo con la melena patriarcal de pelo blanco era el gran y famoso astrónomo, el jefe del observatorio... ¿Ithor? ¿Uthor? Athor, sí. Athor.

Y el eclipse se acercaba. La Oscuridad. Las Estrellas.

Oh, sí. Sí. Todo fluía junto ahora. Los recuerdos regresaban. La turba fuera del observatorio, conducida por fanáticos con hábitos negros: los Apóstoles de la Llama, así se hacían llamar. Y uno de los fanáticos había estado dentro del observatorio. Folimun se llamaba. Folimun 66.

Recordaba.

El momento de la consumación del eclipse. El repentino y completo descenso de la noche. El mundo entrando en la Cueva de la Oscuridad.

Las Estrellas...

La locura..., los gritos..., la turba...

Theremon se encogió ante el recuerdo. Las hordas de enloquecida y aterrada gente de Ciudad de Saro derribando las pesadas puertas, penetrando en el observatorio, pisoteándose entre sí en su precipitación por destruir los blasfemos instrumentos científicos y los blasfemos científicos que negaban la realidad de los dioses...

Ahora que los recuerdos acudían fluyendo de vuelta, casi deseó no haberlos recapturado. El shock que había sentido en el primer momento al ver la brillante luz de las Estrellas..., el dolor que había entrado en erupción dentro de su cráneo..., los extraños y horribles estallidos de fría energía que recorrieron su campo de visión. Y luego la llegada de la turba..., aquel momento de frenesí..., la lucha por escapar..., Siferra a su lado, y Beenay muy cerca, y luego la turba rodeándoles como un río salido de cauce, separándoles, empujándoles en direcciones opuestas...

Por su mente cruzó un último atisbo del viejo Athor, con los ojos brillantes y velados por el salvajismo de la completa locura, de pie mayestático sobre una silla, ordenando furioso a los intrusos que salieran del edificio, como si él fuera no simplemente el director del observatorio sino su rey. Y Beenay de pie a su lado, tirando del brazo de Athor, urgiendo al hombre para que huyera. Luego la escena se disolvió. Ya no estaba en la gran estancia. Theremon se vio a sí mismo barrido por el pasillo, arrastrándose por la escalera, buscando a Siferra a su alrededor, buscando a alguien a quien conociera...

El Apóstol, el fanático, Folimun 66, apareciendo de pronto ante él, bloqueando su camino en medio del caos. Riendo, tendiéndole una mano en un gesto burlón de falsa amistad. Luego Folimun había desaparecido también de su vista, y Theremon siguió frenético hacia delante, descendiendo por la escalera de caracol, tropezando y tambaleándose, trepando sobre gente de la ciudad tan apiñada en la planta baja que era incapaz de moverse. Y fuera del edificio, de algún modo. Una Oscuridad que ya no era Oscuridad, porque todo estaba iluminado ahora por el terrible, aborrecido, impensable resplandor frío de aquellos miles de despiadadas Estrellas que llenaban el cielo.

No había forma de ocultarse de ellas. Aunque cerraras los ojos veías su aterradora luz. La simple Oscuridad no era nada comparada con la implacable presión de esa bóveda de increíble resplandor que ocupaba todo el cielo, una luz tan brillante que resonaba en el cielo como un trueno.

Theremon recordó haber tenido la sensación como si el cielo, Estrellas incluidas, estuviera a punto de desplomarse sobre él. Se había arrodillado y cubierto la cabeza con las manos, pese a lo fútil que sabía que era aquel gesto. Recordaba también el terror a todo su alrededor, la gente corriendo de un lado para otro, los gritos, los llantos. Los fuegos de la resplandeciente ciudad se elevaban altos sobre el horizonte. Y, por encima de todo ello, aquellas martilleantes oleadas de miedo que descendían del cielo, de las implacables Estrellas que habían invadido el mundo.

Eso era todo. Después sólo había vacío, un completo vacío, hasta el momento de su despertar, cuando había alzado la vista para hallar a Onos en el cielo de nuevo, y había empezado a recomponer los fragmentos y jirones de su mente.

Soy Theremon 762, se dijo de nuevo. Vivía en Ciudad de Saro y escribía una columna para el periódico.

Ahora ya no había Ciudad de Saro. Ya no había periódico.

El mundo había llegado a su final. Pero él seguía con vida, y su cordura, esperaba, estaba regresando.

¿Y ahora qué? ¿Adónde ir?

—¿Siferra? —llamó.

Nadie respondió. Echó a andar de nuevo colina abajo, arrastrando los pies, más allá de los árboles rotos, más allá de los coches volcados y quemados, más allá de los dispersos cuerpos. Si éste es el aspecto aquí en el campo, se dijo, ¿cómo será en la ciudad?

Dios mío —pensó de nuevo—. ¡Todos vosotros, dioses! ¿Qué nos habéis hecho?

29

A veces la cobardía tiene sus ventajas, se dijo Sheerin mientras descorría el cerrojo de la puerta del almacén en el sótano del observatorio donde había pasado el tiempo de Oscuridad. Todavía se sentía tembloroso, pero no había la menor duda de que seguía cuerdo. Tan cuerdo como había estado antes, al menos.

Todo parecía tranquilo ahí fuera. Y, aunque el almacén no tenía ventanas, había conseguido filtrarse la suficiente luz a través de un pequeño enrejado muy arriba en una de las paredes como para sentirse bastante confiado de que había llegado la mañana, de que los soles estaban de nuevo en el cielo. Quizá la locura había pasado ya. Quizá fuera seguro salir.

Asomó la nariz al pasillo. Miró cautelosamente a su alrededor.

El olor a humo fue lo primero que percibió. Pero era un tipo de olor a humo rancio, mohoso, desagradable, húmedo, acre, el olor de un fuego que ha sido extinguido.. El observatorio no sólo era un edificio de piedra, sino que poseía un eficiente sistema antiincendios, que debía haberse puesto en funcionamiento de forma automática tan pronto como la turba empezó a encender fuegos.

¡La turba! Sheerin se estremeció ante el recuerdo.

El rechoncho psicólogo sabía que nunca podría olvidar el momento en el que la turba entró en tromba en el observatorio. El recuerdo le perseguiría durante tanto tiempo como viviera..., aquellos rostros retorcidos, distorsionados, aquellos furiosos ojos asesinos, aquellos aullantes gritos de rabia. Eran gente que había perdido su frágil asidero a la cordura incluso antes de que el eclipse se hiciera total. La creciente Oscuridad había sido suficiente para empujarles más allá del borde..., eso, y la habilidad soliviantadora de los Apóstoles de la Llama, triunfantes ahora en su momento de profecía cumplida. Así había llegado la turba, a miles, para arrancar a los despreciables científicos de su madriguera; y ahí fueron en tromba, agitando antorchas, palos, escobas, cualquier cosa con la que pudieran golpear, romper, aplastar.

Paradójicamente, fue la llegada de la turba lo que dio a Sheerin el último empujón que le permitió recobrar el dominio de sí mismo. Había sido un mal momento, cuando él y Theremon bajaron por primera vez a la planta baja para barricar la puerta. Se había sentido bien, casi extrañamente animado, mientras bajaban; pero entonces la primera realidad de la Oscuridad le golpeó, como un soplo de gas venenoso, y se desmoronó por completo. Sentado acurrucado allí en la escalera, helado por el pánico, no pudo evitar el recordar su trayecto a través del Túnel del Misterio y darse cuenta de que esta vez el trayecto duraría no sólo unos cuantos minutos sino hora tras intolerable hora.

Bueno, Theremon le había sacado de aquello, y Sheerin había recobrado parte de su autocontrol cuando regresaron al nivel superior del observatorio. Pero luego llegó la totalidad del eclipse..., y las Estrellas. Aunque Sheerin había girado la cabeza cuando aquel impío estallido de luz penetró por la abertura en el techo del observatorio, no pudo evitar por completo su despedazadora visión. Y, por un instante, pudo sentir que su dominio sobre su mente cedía, pudo sentir los delicados hilos de la cordura empezar a romperse...

Pero entonces había llegado la turba, y Sheerin supo que su principal preocupación ya no era simplemente conservar su cordura. Ahora se trataba de salvar su vida. Si deseaba sobrevivir a esta noche no tenía más elección que recomponerse y hallar un lugar seguro. Su ingenuo plan de observar el fenómeno de la Oscuridad como un distante y desapasionado científico desapareció en un momento. Dejemos que alguien distinto observe el fenómeno de la Oscuridad. Él iba a ocultarse.

Y así, de algún modo, se había abierto camino hasta el nivel del sótano, hasta aquel pequeño y alegre almacén con su pequeña y alegre luz de vela arrojando un débil pero muy reconfortante resplandor. Y cerró la puerta por dentro, y aguardó a que hubiera pasado todo.

Incluso había dormido, un poco.

Y ahora era ya la mañana. O quizá la tarde, por todo lo que sabía. Una cosa era segura: la terrible noche había pasado, y todo estaba tranquilo, al menos en las inmediaciones del observatorio. Sheerin se metió de puntillas en el pasillo, se detuvo, escuchó, empezó a subir lentamente las escaleras.

Silencio por todas partes. Charcos de sucia agua de los aspersores antiincendios. El horrible hedor de humo viejo.

Se detuvo en la escalera y retiró pensativo un hacha del armarito antiincendios clavado a la pared. Dudaba mucho de que jamás fuera capaz de usarla contra alguna cosa viva; pero podía resultar útil llevarla consigo, si las condiciones afuera eran tan anárquicas como esperaba encontrarlas.

Arriba, a la planta baja. Sheerin abrió la puerta del sótano —la misma puerta que había cerrado violentamente tras él en su frenética huida hacia abajo la tarde antes— y miró fuera.

La visión que le recibió fue horripilante.

El gran vestíbulo del observatorio estaba lleno de gente, toda tirada por el suelo, desparramada por todos lados, como si se hubiera celebrado alguna colosal orgía alcohólica a lo largo de toda la noche. Pero aquella gente no estaba ebria. Muchos de ellos yacían retorcidos en ángulos horriblemente imposibles que sólo un cadáver podía adoptar. Otros yacían de bruces, apilados como alfombras desechadas en montones de dos o tres de alto. Éstos también parecían muertos, o perdidos en la última inconsciencia de la vida. Otros más estaban a todas luces vivos, sentados, lloriqueando y gimiendo como cosas rotas.

Todo lo que antes había formado la exposición en el gran vestíbulo, los instrumentos científicos, los retratos de los grandes astrónomos primitivos, los elaborados mapas astronómicos, habían sido arrancados y quemados o simplemente arrancados y pisoteados. Sheerin pudo ver restos informes y calcinados asomándose aquí y allá entre los montones de cuerpos.

La puerta principal estaba abierta. El cálido y reconfortante brillo de la luz del sol era visible al otro lado.

Sheerin se abrió camino con cautela por entre el caos en dirección a la salida.

—¿Doctor Sheerin? —dijo de pronto una voz inesperada.

Giró en redondo y blandió el hacha tan ferozmente que estuvo a punto de echarse a reír de su propia fingida beligerancia.

—¿Quién hay ahí?

—Soy yo. Yimot.

—¿Quién?

—Yimot. Me recuerda, ¿no?

—Yimot, sí. —El alto y desgarbado joven estudiante graduado de astronomía de alguna provincia del interior. Sheerin vio ahora al muchacho, medio oculto en una especie de nicho. Su rostro estaba ennegrecido por las cenizas y el hollín, sus ropas desgarradas, y su aspecto era estremecido y abrumado, pero por lo demás parecía estar bien. De hecho, cuando avanzó lo hizo de una forma mucho menos cárnica que de costumbre, sin ninguno de sus bruscos amaneramientos, sin agitar de brazos o giros de la cabeza. El terror hace cosas extrañas a la gente, se dijo Sheerin.

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