A años luz de distancia.
De pronto otra figura estuvo entre ellos, avanzando rápidamente, agitando los brazos. Theremon pensó que debía de ser Yimot, o quizás incluso Beenay, pero luego palpó la áspera tela del hábito de un cultista y supo que tenía que ser Folimun.
—¡Las Estrellas! —exclamó Folimun—. ¡Ahí están las Estrellas! ¡Salgan de mi camino!
Está intentando llegar a Beenay, se dio cuenta Theremon. Destruir las blasfemas cámaras.
—Cuidado... —avisó Theremon. Pero Beenay aún seguía sentado frente a los ordenadores que activaban las cámaras, atento, mientras la Oscuridad total caía sobre ellos.
Theremon adelantó una mano. Aferró el hábito de Folimun, tiró, retorció. De pronto unos dedos aferrantes se cerraron sobre su garganta. Se tambaleó alocadamente. No había nada ante él excepto sombras; el propio suelo bajo sus pies carecía de sustancia. Una rodilla se clavó duramente en su entrepierna, y gruñó en medio de un cegador estallido de dolor y estuvo a punto de caer.
Pero, después del primer jadeante momento de agonía, sus fuerzas volvieron. Agarró a Folimun por los hombros, de alguna forma le hizo girar en redondo, clavó su brazo en una presa en torno a la garganta del Apóstol. Al mismo momento oyó a Beenay croar:
—¡Lo tengo! ¡A vuestras cámaras, todos!
Theremon parecía consciente de todo a la vez. El mundo entero fluía a través de su pulsante mente..., y todo era un caos, todo gritaba aterrado.
Primero le llegó la extraña seguridad de que el último hilo de luz solar se había adelgazado imposiblemente y se había roto con un restallar.
Simultáneamente oyó un último jadeo estrangulado de Folimun y un fuerte aullido de sorpresa de Beenay, y un extraño gritito de Sheerin, una especie de risita histérica que se cortó para convertirse en un jadeo...
Y un repentino silencio, un extraño, mortal silencio, procedente de fuera.
Folimun se había vuelto repentinamente fláccido en su ahora floja presa. Theremon miró a los ojos del Apóstol y vio su vacío mirando hacia arriba, reflejando como un espejo el débil amarillo de las antorchas. Vio la burbuja de espuma en los labios de Folimun y oyó el bajo lloriqueo animal de su garganta.
Con la lenta fascinación del miedo, se alzó sobre un brazo y volvió sus ojos hacia la espeluznante negrura del cielo.
¡A través de él brillaban las Estrellas!
No la una o dos docenas de la lamentable teoría de Beenay. Había miles de ellas, llameando con increíble poder, una al lado de la otra, un interminable muro de ellas, formando un deslumbrante escudo de aterradora luz que llenaba todo el cielo. Miles de poderosos soles brillaban sobre ellos en un esplendor que hacía arder el alma y que era más aterradoramente frío en su horrible indiferencia que el áspero viento que soplaba a través del helado y horriblemente desolado mundo.
Martillearon contra las raíces mismas de su ser. Golpearon como puños contra su cerebro. Su helada y monstruosa luz era como un millón de grandes gongs resonando a la vez.
Dios mío, pensó. ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!
Pero no podía arrancar los ojos de la infernal visión que le ofrecían. Miró a través de la abertura de la cúpula, con todos los músculos rígidos, helados, y contempló con abrumada maravilla y horror aquel escudo de furia que llenaba el cielo. Sintió que su mente se encogía hasta reducirse a un pequeño punto bajo aquel incesante asalto. Su cerebro no era más grande que una canica y resonaba de un lado para otro contra la calabaza vacía que era su cráneo. Sus pulmones no funcionaban. Su sangre corría hacia atrás en sus venas.
Al menos era capaz de cerrar los ojos. Permaneció arrodillado por un tiempo, jadeando, murmurando para sí mismo, luchando por recobrar el control.
Luego se puso en pie, con la garganta constreñida hasta serle imposible respirar, con todos los músculos de su cuerpo estremecidos en un acceso de terror y absoluto miedo más allá de todo lo soportable. Confusamente se dio cuenta de que Siferra estaba en alguna parte cerca de él, pero tuvo que luchar para recordar quién era. De abajo le llegaron los sonidos de un terrible y firme golpetear de puños, un aterrado martilleo contra la puerta..., alguna bestia extraña con mil cabezas, luchando por entrar...
No importaba.
Nada importaba.
Se estaba volviendo loco, y lo sabía, y en alguna parte muy dentro de él una pizca de sanidad estaba gritando, luchando por arrojar fuera el dominante flujo del negro terror. Era muy horrible volverse loco y saber que uno se estaba volviendo loco..., saber que dentro de pocos minutos estarías allí físicamente y sin embargo la auténtica esencia que eras tú estaría muerta y ahogada en la negra locura. Para eso estaba la Oscuridad..., la Oscuridad y el Frío y la Condenación. Las brillantes paredes del universo se habían roto y sus horribles fragmentos negros caían para aplastarle y estrujarle y reducirle a la nada.
Alguien avanzó arrastrándose hasta él sobre manos y rodillas y le empujó. Theremon se apartó a un lado. Se llevó las manos a su torturada garganta y cojeó hacia las llamas de las antorchas que llenaban toda su loca visión.
—¡Luz! —gritó.
Athor, en alguna parte, estaba gritando también, lloriqueando de una forma horrible, como un niño terriblemente asustado.
—Estrellas..., todas las Estrellas..., no lo sabíamos. No sabíamos nada. Pensamos que seis estrellas es un universo es algo en lo que las Estrellas no reparan es la Oscuridad para siempre y las paredes se están rompiendo y nosotros no lo sabíamos no podíamos saberlo y nada...
Alguien agarró la antorcha, y cayó al suelo y se apagó. En ese instante el horrible esplendor de las indiferentes Estrellas saltó un poco más cerca de ellos.
Desde abajo les llegó el sonido de gritos y aullidos y el ruido de cristales rotos. La turba, enloquecida e incontrolable, había entrado en el observatorio.
Theremon miró a su alrededor. A la horrible luz de las Estrellas vio las atónitas figuras de los científicos tambaleándose horrorizadas. Se abrió camino hacia el pasillo. Un feroz restallido de helado aire procedente de una ventana abierta le golpeó, y se detuvo allí, dejando que abofeteara su rostro, riendo un poco ante su intensidad ártica.
—¿Theremon? —llamó una voz a sus espaldas—. ¿Theremon?
Siguió riendo.
—Mirad —dijo, al cabo de un tiempo—. Eso son las Estrellas. Eso es la Llama.
En el horizonte, al otro lado de la ventana, en dirección a Ciudad de Saro, un resplandor carmesí empezaba a crecer, fortaleciendo su brillar, que no era el resplandor del sol.
La larga noche había vuelto de nuevo.
Lo primero de lo que fue consciente Theremon, después de un largo período de no ser consciente de nada en absoluto, fue de que algo enorme y amarillo colgaba encima de él en el cielo.
Era una inmensa y resplandeciente bola dorada. No había forma de que pudiera mirarla de una forma directa durante más de una fracción de segundo debido a su resplandor. Un calor que abrasaba brotaba de ella en pulsantes oleadas.
Se encogió en una posición acurrucada, con la cabeza baja, y cruzó las muñecas frente a sus ojos para protegerse de aquel enorme brotar de calor y luz encima de su cabeza. ¿Qué lo mantenía allá arriba? ¿Por qué simplemente no caía?
Si cae, pensó, caerá sobre mí.
¿Dónde puedo ocultarme? ¿Cómo puedo protegerme?
Durante un largo momento permaneció acurrucado allá donde estaba, sin apenas atreverse a pensar. Luego, con cautela, abrió los ojos sólo una rendija. La gigantesca cosa llameante estaba aún allá arriba en el cielo. No se había movido ni un centímetro. No iba a caerle encima.
Empezó a temblar pese al calor.
El seco y asfixiante olor a humo llegó hasta él. Algo ardía, no muy lejos.
Era el cielo, pensó. El cielo estaba ardiendo.
Esa cosa dorada esta prendiendo fuego al mundo.
No. No. Había otra razón para el humo. La recordaría dentro de un momento, si tan solo podía eliminar la bruma de su mente. La cosa dorada no había causado los fuegos. Ni siquiera había estado ahí cuando los fuegos empezaron. Eran esas otras cosas, esas cosas brillantes, frías y blancas, que llenaban el cielo de extremo a extremo..., ellas lo habían hecho, ellas habían iniciado las Llamas...
¿Cómo se llamaban? Las Estrellas. Sí, pensó.
Las Estrellas.
Y empezó a recordar, sólo un poco, y se estremeció de nuevo, un profundo temblor convulsivo. Recordó cómo había sido cuando aparecieron las Estrellas, y su cerebro se convirtió en una canica y sus pulmones se negaron a bombear aire y su alma gritó sumida en el más profundo de los horrores.
Pero ahora las Estrellas habían desaparecido. Aquella brillante cosa dorada estaba en el cielo en su lugar.
¿Aquella brillante cosa dorada?
Onos. Ése era su nombre. Onos, el sol. El sol principal. Uno de..., uno de los seis soles. Sí. Theremon sonrió. Las cosas empezaban a regresar a él. Onos pertenecía al cielo. Las Estrellas no. El sol, el generoso sol, el buen y cálido Onos. Y Onos había regresado. En consecuencia, todo estaba bien en el mundo, aunque parte del mundo pareciera estar sumido en el fuego.
¿Seis soles? ¿Dónde estaban entonces los otros cinco?
Incluso recordaba sus nombres. Dovim, Trey, Patru, Tano, Sitha. Y Onos hacía el sexto. Veía a Onos, de acuerdo..., estaba inmediatamente encima de él, parecía llenar la mitad del cielo. ¿Qué pasaba con el resto? Se puso en pie, temblando un poco, aún medio temeroso de la ardiente cosa dorada sobre su cabeza, preguntándose si tal vez, por el hecho de ponerse en pie, no lo tocaría y se quemaría. No, no, eso no tenía sentido. Onos era bueno, Onos era compasivo. Sonrió.
Miró a su alrededor. ¿Había más soles ahí arriba?
Había uno. Muy lejano, muy pequeño. Pero éste no producía miedo..., como lo habían producido las Estrellas, como lo producía este llameante globo que ardía sobre su cabeza. No era más que un alegre punto blanco en el cielo, sólo eso. Lo bastante pequeño como para metérselo en su bolsillo, casi, si pudiera alcanzarlo.
Trey, pensó. Ese es Trey. Así que su hermano Patru tendría que estar por alguna parte cerca...
Sí. Sí, eso era. Ahí abajo, en una esquina del cielo, justo a la izquierda de Trey. Excepto que ése es Trey, y el otro es Patru.
Bueno, se dijo, los nombres no importan. Cuál es cuál no tiene importancia. Juntos son Trey y Patru. Y el grande es Onos. Y los otros tres soles deben de estar en alguna otra parte en este momento, porque no los veo. Y mi nombre es...
Theremon.
Sí. Eso es cierto. Me llamo Theremon.
Pero hay un número también. Permaneció de pie con el ceño fruncido, pensando en ello; su código de familia, eso era, un número que había conocido toda su vida, pero, ¿cuál era? ¿Cuál... era?
762.
Sí.
Soy Theremon 762.
Y luego otro pensamiento, más complejo, siguió suavemente al anterior: soy Theremon 762 del Crónica de Ciudad de Saro.
De alguna forma esa afirmación le hizo sentir un poco mejor, aunque estaba llena de misterios para él.
¿Ciudad de Saro? ¿El Crónica?
Casi sabía lo que significaban esas palabras. Casi. Las cantó para sí mismo. Crónica crónica crónica. Ciudad ciudad ciudad. Saro saro saro. El Crónica de Ciudad de Saro.
Quizá si camino un poco, decidió. Dio un paso vacilante, otro, otro. Sus piernas estaban rígidas todavía. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba en la ladera de una colina en el campo, en alguna parte. Vio una carretera, arbustos, árboles, un lago a la izquierda. Algunos de los arbustos y árboles parecían haber sido arrancados y rotos, con ramas que colgaban en extraños ángulos o estaban tiradas en el suelo debajo de ellos, como si unos gigantes hubieran pasado recientemente por allí pisoteándolo todo.
Detrás de él había un enorme edificio rematado por una cúpula, y de un agujero en su techo brotaba humo. La parte exterior del edificio estaba ennegrecida, como si se hubieran encendido fuegos a todo su alrededor, aunque sus paredes de piedra parecían haber resistido las llamas bastante bien. Vio a unas cuantas personas tendidas dispersas en los escalones del edificio, despatarradas como muñecos tirados. Había otras tendidas entre los arbustos, y otras aún a lo largo del sendero que descendía por la colina. Algunas de ellas se movían débilmente. La mayoría no.
Miró hacia el otro lado. Vio en el horizonte las torres de una gran ciudad. Un enorme manto de humo colgaba sobre ellas, y cuando frunció los ojos imaginó que podía ver lenguas de llamas brotar de las ventanas de los edificios más altos, aunque algo racional dentro de su mente le decía que era imposible distinguir tanto detalle a una distancia tan grande. Esa ciudad tenía que hallarse a kilómetros de donde él estaba.
Ciudad de Saro, pensó de pronto.
Donde se publica el Crónica.
Donde trabajo. Donde vivo.
Y soy Theremon. Sí. Theremon 762. Del Crónica de Ciudad de Saro.
Agitó lentamente la cabeza de un lado a otro, como habría hecho algún animal herido, intentando aclarar las brumas y el torpor que la infestaban. Era enloquecedor no ser capaz de pensar adecuadamente, no ser capaz de ir con libertad de un lado para otro en el almacén de sus propios recuerdos. La brillante luz de las Estrellas cruzaba su mente como un muro, separándole de sus propios recuerdos.
Pero algunas cosas empezaban a infiltrarse. Coloreados fragmentos del pasado, afilados, brillantes con una energía maníaca, danzaban girando y girando en su cerebro. Luchó por inmovilizarlos el tiempo suficiente como para comprenderlos.
Entonces la imagen de una habitación llegó hasta él. Su habitación, llena de papeles amontonados, revistas, un par de terminales de ordenador, una caja de correo por contestar. Otra habitación: una cama. La pequeña cocina que casi nunca utilizaba. Esto, pensó, es el apartamento de Theremon 762, el conocido columnista del Crónica de Ciudad de Saro. Theremon no está en casa en este momento, damas y caballeros. En este momento Theremon está de pie frente a las ruinas del observatorio de la Universidad de Saro, intentando comprender...
Las ruinas...
El observatorio de la Universidad de Saro...
—¿Siferra? —llamó—. Siferra, ¿dónde está usted?
Ninguna respuesta. Se preguntó quién era Siferra. Alguien que conoció antes de que las ruinas se convirtieran en unas ruinas, probablemente. El nombre había surgido burbujeando de las profundidades de su trastornada mente.