Read Anochecer Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Anochecer (31 page)

—Vuelvo abajo —dijo a Siferra—. No hay nada que ver aquí arriba si no eres astrónomo.

—Está bien. Iré con usted.

A la parpadeante luz amarilla vio una sonrisa asomada al rostro de ella, inconfundible esta vez, en absoluto ambigua.

27

Descendieron por la resonante escalera en espiral hasta la habitación inferior. No mucho había cambiado ahí abajo. La gente del nivel inferior había encendido antorchas también. Beenay estaba atareado en tres ordenadores a la vez, procesando datos de los telescopios de arriba. Otros astrónomos hacían otras cosas, todas ellas incomprensibles para Theremon. Sheerin iba de un lado para otro, solo, un alma perdida. Folimun había situado su silla directamente debajo de una antorcha y seguía leyendo, sus labios se movían en un monótono recital de invocaciones a las Estrellas.

Por la mente de Theremon pasaron frases descriptivas, fragmentos y detalles del artículo que había planeado escribir para el Crónica de Ciudad de Saro. Varias veces antes, aquella misma tarde, la máquina de escribir de su cerebro había tecleado del mismo modo..., un proceso perfectamente metódico, perfectamente deliberado y, era muy consciente ahora, perfectamente sin significado. Era absolutamente ridículo imaginar que iba a haber un número del Crónica mañana. Intercambió una mirada con Siferra.

—El cielo —murmuró ella.

—Lo veo, sí.

Había cambiado nuevamente de tono. Ahora era aún más oscuro, un horrible rojo púrpura profundo, un color monstruoso, como si alguna enorme herida en la tela del cielo estuviera derramando fuentes de sangre.

El aire se había vuelto, de algún modo, más denso. El ocaso, como una entidad, penetraba en la habitación, y el danzante círculo de luz amarilla en torno a las antorchas formaba una distinción más nítida aún contra el creciente gris de más allá. El olor a humo de este lugar era tan penetrante como lo había sido arriba. Theremon se dio cuenta de que le preocupaban incluso los pequeños sonidos cloqueantes que hacían las antorchas mientras ardían, el blando resonar de los pasos de Sheerin mientras el grueso psicólogo daba vueltas y vueltas en torno a la mesa del centro de la habitación.

Cada vez resultaba más difícil ver, con o sin antorchas.

De modo que así empieza, pensó Theremon. El tiempo de la Oscuridad total..., y la llegada de las Estrellas.

Por un instante pensó que tal vez fuera más juicioso buscar algún lugar tranquilo y abrigado donde encerrarse hasta que todo hubiera terminado. Apartarse del camino, eludir la visión de las Estrellas, acurrucarse y aguardar a que las cosas volvieran a ser normales. Pero un momento de contemplación le dijo que era una mala idea. Cualquier lugar tranquilo y abrigado —cualquier lugar cerrado— estaría oscuro también. En vez de ser un refugio tranquilo y seguro, podía convertirse en una cámara de los horrores mucho más aterradora que las habitaciones del observatorio.

Y luego, además, si algo grande iba a ocurrir, algo que pudiera remodelar la historia del mundo, Theremon no deseaba hallarse con la cabeza metida bajo el brazo mientras ocurría. Eso sería cobarde y estúpido; y podía ser algo que lamentara todo el resto de su vida. Nunca había pertenecido al tipo de hombre que se oculta del peligro, si creía que podía haber una buena historia allí. Además, sentía la suficiente confianza en sí mismo como para ser capaz de resistir todo lo que pudiera ocurrir..., y todavía le quedaba el suficiente escepticismo como para que al menos parte de él se preguntara si realmente iba a ocurrir algo significativo después de todo.

Permaneció inmóvil, escuchando las ocasionales inspiraciones del aliento de Siferra, la rápida y superficial respiración de alguien que intentaba mantener la compostura en un mundo que se estaba retirando con demasiada rapidez hacia las sombras.

Entonces le llegó otro sonido, uno nuevo, una vaga y desorganizada impresión de sonido que hubiera podido pasar muy bien inadvertida excepto por el silencio absoluto que reinaba en la habitación y por el innatural enfoque de la atención de Theremon a medida que el momento del eclipse total se acercaba.

El periodista escuchó atentamente mientras contenía la respiración. Al cabo de un momento se movió cuidadosamente hacia la ventana y miró fuera. El silencio se hizo pedazos ante su sorprendido grito:

—¡Sheerin!

Hubo un rugir generalizado en la habitación. Todos le miraban, señalaban, preguntaban. El psicólogo estuvo a su lado en un momento. Siferra le siguió. Incluso Beenay, inclinado frente a su ordenador, se volvió en redondo para mirar.

Fuera, Dovim era una mera astilla menguante que lanzaba una última y desesperada mirada a Kalgash. El horizonte oriental, en dirección a la ciudad, estaba ya perdido en la Oscuridad, y la carretera de Ciudad de Saro al observatorio era una apagada línea roja. Los árboles que bordeaban la autopista por ambos lados habían perdido toda individualidad y se fundían en una única masa sombría.

Pero era la carretera en sí la que atraía su atención, porque a lo largo de ella se divisaba otra masa sombría, infinitamente más amenazadora, que avanzaba como una extraña bestia bamboleante por la ladera que conducía al observatorio.

—¡Miren! —exclamó Theremon, roncamente—. ¡Que alguien se lo diga a Athor! ¡Los locos de la ciudad! ¡La gente de Folimun! ¡Vienen hacia aquí!

—¿Cuánto falta para que se consume el eclipse? —preguntó Sheerin.

—Quince minutos —jadeó Beenay—. Pero estarán aquí en cinco.

—No importa, que todo el mundo siga trabajando —dijo Sheerin. Su voz era firme, controlada, inesperadamente autoritaria, como si hubiera conseguido recurrir a algún depósito interior de fortaleza profundamente enterrado en aquel momento climático—. Los mantendremos a raya. Este lugar está construido como una fortaleza. Usted, Siferra, vaya arriba y hágale saber a Athor lo que está ocurriendo. Tú, Beenay, mantén vigilado a Folimun. Derríbalo y siéntate sobre él si es necesario, pero no le dejes que se aparte de tu vista. Theremon, venga conmigo.

Sheerin estaba ya fuera de la puerta, y Theremon le siguió a sus talones. La escalera se extendía bajo ellos en tensos bucles circulares en torno al eje central y desaparecía en un húmedo y deprimente gris.

El primer impulso de su salida les llevó quince metros hacia abajo, de modo que el tenue y parpadeante resplandor amarillo de la puerta abierta de la habitación tras ellos había desaparecido ya, y tanto arriba como abajo la misma semi-oscuridad se aplastó contra ellos.

Sheerin hizo una pausa y se llevó una gordezuela mano al pecho. Sus ojos se abrieron mucho y su voz se convirtió en una tos seca. Todo su cuerpo se estremecía de miedo. Fuera cual fuese la fuente de resolución que había hallado hacía un momento, ahora parecía agotada.

—No puedo... respirar..., baje usted... solo. Asegúrese de que todas las puertas... están cerradas...

Theremon dio unos cuantos pasos más hacia abajo. Luego se volvió.

—¡Espere! ¿Puede resistir un minuto? —Él también jadeaba.

El aire entraba y salía de sus pulmones como melaza, y había un pequeño germen de chillante pánico en su mente ante el pensamiento de seguir bajando solo.

¿Y si los guardias, por alguna razón, habían dejado la puerta principal abierta?

No era de la multitud de lo que tenía miedo. Era... La Oscuridad.

¡Theremon se dio cuenta de que, después de todo, le tenía miedo a la Oscuridad!

—Espere aquí —dijo innecesariamente a Sheerin, que estaba acurrucado desmañadamente en la escalera allá donde Theremon le había dejado—. Volveré en un segundo.

Subió de nuevo de dos en dos peldaños, con el corazón martilleando, en absoluto por el ejercicio..., penetró tambaleante en la habitación principal y arrancó una antorcha de su sujeción. Siferra le miró, con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—¿Voy con usted? —preguntó.

—Sí. No. ¡No!

Corrió fuera de nuevo. La antorcha olía horriblemente y el humo hacía que le lagrimearan los ojos hasta casi cegarlos, pero la aferró como si deseara besarla de pura alegría. Su llama se inclinó hacia atrás cuando bajó de nuevo a toda prisa la escalera.

Sheerin no se había movido. Abrió los ojos y gimió cuando Theremon se inclinó sobre él. El periodista lo sacudió bruscamente.

—Está bien, recompóngase. Tenemos una luz.

Alzó la antorcha por encima de sus cabezas y, empujando al tambaleante psicólogo por un codo, siguió bajando, protegido ahora por el chisporroteante círculo de iluminación.

En la planta baja todo estaba oscuro. Theremon notó que el horror ascendía de nuevo en su interior. Pero la antorcha hendió un camino a través de la Oscuridad para él.

—Los hombres de seguridad... —dijo Sheerin.

¿Dónde estaban? ¿Habían huido? Eso parecía. No, ahí estaba un par de los guardias que Athor había apostado, acurrucados contra un rincón del vestíbulo, temblando como jalea. Sus ojos estaban en blanco, sus lenguas colgaban. De los otros no había ningún signo.

—Tome —dijo Theremon bruscamente, y le pasó la antorcha a Sheerin—. Puede oírles fuera.

Y podían. Pequeños retazos de roncos e indistintos gritos.

Pero Sheerin había tenido razón: el observatorio estaba construido como una fortaleza. Erigido el siglo pasado, cuando el estilo arquitectónico neogavottiano estaba en su fea cúspide, había sido diseñado pensando en la estabilidad y la duración antes que en la belleza.

Las ventanas estaban protegidas por un entramado de barras de acero de un par de centímetros de grosor profundamente clavadas en el cemento. Las paredes eran sólida mampostería que un terremoto no podría derribar, y la puerta principal era una enorme losa de roble reforzada con hierro en los puntos estratégicos. Theremon comprobó los cerrojos. Estaban aún en su lugar.

—Al menos no podrán entrar de la forma que dijo Folimun —murmuró, jadeante—. ¡Pero escúcheles! ¡Están ahí mismo, fuera!

—Tenemos que hacer algo.

—Tiene malditamente razón —dijo Theremon—. ¡No se quede simplemente aquí! Ayúdeme a arrastrar estas vitrinas contra la puerta..., y mantenga esa antorcha lejos de mis ojos. El humo me está matando.

Las vitrinas estaban llenas de libros, instrumentos científicos, todo tipo de cosas, un auténtico museo de la astronomía.

Sólo los dioses sabían lo que pesaban, pero alguna fuerza sobrenatural se había apoderado de Theremon en aquel momento de crisis, y empujó y tiró y las colocó en su lugar —ayudado, más o menos, por Sheerin—, como si fueran almohadones. Los pequeños telescopios y otros artilugios dentro de ellas cayeron hacia todos lados cuando encajó las pesadas vitrinas en posición. Oyó el sonido de cristal al romperse.

Beenay me matará, pensó. Adora todo esto. Pero éste no era el momento de ser delicado. Clavó vitrina tras vitrina contra la puerta, y en unos pocos minutos había construido una barricada que podía, esperaba, servir para retener a la turba si conseguía forzar la puerta. De algún modo, débil, lejano, pudo oír el golpear de puños contra la puerta. Gritos..., aullidos... Era como un horrible sueño.

La turba había salido de Ciudad de Saro empujada por el ansia de salvación, la salvación prometida por los Apóstoles de la Llama, que podían alcanzar ahora, les habían dicho, sólo con la destrucción del observatorio. Pero, a medida que se acercaba el momento de la Oscuridad, un miedo enloquecedor había despojado sus mentes de toda habilidad de funcionar. No había tiempo para pensar en coches de superficie, o en armas, o en líderes, o siquiera en organización. Habían corrido al observatorio a pie, y lo estaban asaltando con las manos desnudas.

Y, ahora que estaban allí, el último destello de Dovim, la última gota rojo rubí de luz solar, parpadeó débilmente sobre una Humanidad a la que no le quedaba nada excepto un absoluto miedo universal.

—¡Volvamos arriba! —gruñó Theremon.

No había nadie ahora en la habitación donde habían permanecido reunidos. Todos habían ido al piso superior, a la cúpula del observatorio. Cuando entró allí a toda prisa, Theremon se sintió golpeado casi físicamente por la calma sobrenatural que parecía prevalecer allí. Era como un cuadro. Yimot estaba sentado en la pequeña silla reclinable ante el panel de control del gigantesco solarscopio, como si aquella fuera simplemente una tarde normal de investigación astronómica. El resto estaban agrupados en torno a los telescopios más pequeños, y Beenay estaba dando instrucciones con voz tensa y quebrada.

—Atentos, todos. Es vital disparar a Dovim justo antes de la consumación del eclipse y cambiar de placa. Tú, tú..., uno en cada cámara. Necesitamos toda la redundancia que podamos conseguir. Ya lo sabéis todo..., los tiempos de exposición...

Hubo un murmullo de conformidad, casi sin aliento.

Beenay se pasó una mano por los ojos.

—¿Siguen ardiendo las antorchas? No importa. ¡Las veo! —Estaba pesadamente reclinado contra el respaldo de su silla—. Ahora recordad..., no intentéis buscar fotos artísticas. Cuando aparezcan las Estrellas, no perdáis el tiempo intentando captar dos de ellas en el campo al mismo tiempo. Una es suficiente. Y..., y si sentís que no podéis dominaros, apartaos de la cámara.

En la puerta, Sheerin susurró a Theremon:

—Lléveme a Athor. No le veo.

El periodista no respondió de inmediato. Las vagas siluetas de los astrónomos se agitaban de una forma borrosa, y las antorchas sobre sus cabezas se habían convertido en meras manchas amarillas. La habitación estaba tan fría como la muerte.

Theremon sintió la mano de Siferra rozarle por un momento —sólo un momento—, y luego fue incapaz de verla.

—Está oscuro —murmuró ella, casi un lloriqueo.

Sheerin adelantó las manos.

—Athor. —Dio unos pasos tambaleantes—. ¡Athor!

Theremon avanzó tras él y sujetó su brazo.

—Espere. Le llevaré. —De alguna forma, se abrió camino por la estancia. Cerró los ojos contra la Oscuridad y la mente contra el pulsante caos que estaba creciendo dentro de él.

Nadie les oyó ni les prestó atención. Sheerin tropezó contra la pared.

—¡Athor!

—¿Es usted, Sheerin?

—Sí. Sí. ¿Athor?

—¿Qué ocurre, Sheerin? —Era la voz de Athor, inconfundible.

—Sólo quería decirle... que no se preocupe por la turba..., las puertas están aseguradas lo suficiente como para retenerles fuera...

—Sí. Por supuesto —murmuró Athor. Sonaba, pensó Theremon, como si se hallara a muchos kilómetros de distancia.

Other books

Adrianna's Storm by Sasha Parker
The Rotten Beast by Mary E. Pearson
The Lucky One by Nicholas Sparks
Dead to the Last Drop by Cleo Coyle
Angel Lane by Sheila Roberts
Truth or Demon by Kathy Love
Recovering Charles by Wright, Jason F.