Aretes de Esparta (47 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

Al día siguiente cargamos en unas carretas los exvotos y las ofrendas que se habían preparado para la ceremonia y nos dirigimos a las Termopilas. Por el camino, nos encontramos a viajeros que iban o volvían del balneario de las Puertas Calientes. El recorrido hacia el angosto paso se hizo en respetuoso silencio hasta llegar junto al muro de los focenses, que en su día me describiera mi hermano Alexias. El lugar estaba lleno de los bañistas que aprovechaban las últimas horas de la tarde para tomar las aguas calientes. Todos volvieron su cabeza al ver aproximarse a tan extraña comitiva. Además de los éforos y Plistoanacte, nieto del propio rey Leónidas, sólo formamos parte de la comitiva los familiares de los trescientos hoplitas, pero aun así éramos un grupo bastante nutrido.

Aquí y allá se levantaban algunos tenderetes de frutas refrescantes o tiendas en las que se vendían los más variados amuletos. Llegamos al lugar donde los helenos habían plantado sus tiendas. Así reviví el amargo recuerdo de los últimos días de mi esposo, Prixias, y de mi hermano Polinices. En ese lugar, entre maldito y bendecido por los dioses, recordé lo que, hacía más de treinta años, mi hermano Alexias nos contó en el patio de nuestra casa de Amidas.

Recorrí el sitio del brazo del ilota que me acompañaba, seguida de mis queridas amigas y de mi hijo, Eurímaco, que no me dejó sola en ningún momento. Junto al muro vimos el lugar en el que los Trescientos formaron durante cinco interminables días para contener a las huestes de Jerjes.

Cerré los ojos y los imaginé la última mañana del asedio, cuando ya habían perdido toda esperanza y sólo tenían los recuerdos de lo vivido mientras compartían el último desayuno. Luego, cuando los persas hicieron caer sobre ellos un mar de flechas mortales, imaginé cómo se protegían unos a otros y me estremecí. Sólo me calmé al notar en mi brazo la mano cálida de mi hijo junto a la del ilota que me acompañaba. Las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas con una curiosa sensación de mezcla de dolor y orgullo. No en vano era esposa, a la vez que hermana, de los que lo habían dado todo por amor: por amor a su tierra y a los suyos. Esos Trescientos valientes a quienes íbamos a recoger lo habían hecho con el orgullo que sólo tienen los soldados que, aunque perezcan, se saben vencedores.

Luego me acerqué a las paredes y las palpé con mis manos temblorosas. Algo me dijo que allí había caído Alexias, y que, ahí, Taigeto le había cubierto con el escudo del abuelo. Antes de que los heraldos nos llamaran, el guía nos mostró el paso que tomaron los persas, la llamada senda Anopea, por la que habían atacado a los nuestros por la espalda el último día del asedio. El hombre se acercó hacia un rincón del paso señalando que allí era donde reposaban los espartanos. Imaginé que al lado de esas rocas habían caído mi marido y mi hermano, porque el lugar era lo más parecido a un túmulo funerario. Los espartanos intercambiamos miradas en un silencio sagrado que sólo era roto por los chillidos de las gaviotas. Lentamente, junto a nuestros familiares, nos acercamos al lugar. Ese montículo, pegado al antiguo muro, estaba sembrado de florecillas blancas y amarillas que se agitaban como mariposas mecidas por la brisa del mar.

El lugar estaba coronado por una piedra grabada en un extraño alfabeto extranjero, que nadie supo interpretar hasta que el guía nos dijo que los persas habían grabado en la piedra una sola palabra:
ESPARTA.

Durante buena parte de la mañana se excavó en el túmulo. Luego se sacaron los huesos y las armaduras que contenía. Las mujeres sollozamos durante la extracción de los cadáveres mientras los hombres miraban a sus progenitores con un orgullo tan piadoso que quemaba las mejillas. Todos los presentes creímos reconocer en esos restos a nuestros seres queridos que habían dado la vida por la ciudad y para salvarnos de la barbarie.

Una vez terminada tan penosa tarea, se guardaron los restos en unos arcones para llevarse al barco a fin de ser enterrarlos en la sagrada tierra espartana. Entonces, a mi lado, el servidor ilota que me acompañaba entonó un canto dulce y melancólico de notas bellas e inesperadas. Eran los versos que un día había compuesto el gran poeta Simónides inspirado en el relato que oyó en Amiclas:

De quienes en las Termopilas murieron,

Gloriosa fue la suerte, hermoso su final.

Un altar es su tumba, su planto es alabanza,

Y en lugar de los llantos les rodea la fama.

Semejante epitafio ni el viento del Este

Ni el tiempo que todo lo doma a borrarlo van.

Este recinto sagrado el buen renombre de Grecia

Adquirió por tales guerreros.

También lo atestigua Leónidas,

Rey de Esparta, que ha dejado aquí de su valor

Un gran monumento y una gloria inmortal.

Durante el canto se sacrificó una cabra para apaciguar la sed de los dioses infernales y se erigió un monumento sencillo encima del túmulo. Era una estela de piedra grabada con las palabras que había escrito años antes el poeta Simónides. Fue allí, entre la brisa y la salina del mar, donde quedó su más famoso epitafio:

[2]

Me pregunté de nuevo qué les había llevado a morir tan lejos de casa. Nada más que el amor y el honor podían explicar tal sacrificio. Me pareció una triste paradoja que, quienes más habían hecho por Esparta y toda la Hélade, reposaran tan lejos de los suyos o que casi hubieran caído en el olvido. Pero me alegré de que, finalmente, la ciudad hubiera decidido recuperar a sus valientes para llevarles de vuelta a su hogar.

Antes de que terminara la breve ceremonia, vimos cómo un grupo de lugareños bajó de las montañas para ver a los familiares de los héroes de las Termopilas. Esas pobres gentes, que también habían perdido a los suyos cuarenta años antes, querían rendirnos su pequeño homenaje de agradecimiento. A la escasa comitiva de focenses le seguían unas carretas cargadas con las armas melladas y rotas y los escudos llenos de agujeros con las lambdas casi irreconocibles de los que habían muerto defendiendo la Hélade.

Aún recuerdo los ojos de aquellas gentes humildes y agradecidas porque un puñado de forasteros había abandonado sus casas, sus bien sembrados campos y sus familias para partir al norte a defenderlos de la barbarie extranjera.

Hubo un breve intercambio de palabras, que consistieron en algunos agradecimientos recíprocos. Luego, nuestros hombres lo cargaron todo en la embarcación que esperaba varada en la playa. Intercambiamos unos regalos con ellos y regresamos a la trirreme antes de que anocheciera una vez cumplido tan piadoso deber.

El capitán mandó soltar amarras cuando el último de los peregrinos espartanos subió a bordo. Así nos alejamos de las Termopilas con nuestros familiares. Los focenses se quedaron en la playa mientras la proa de nuestra trirreme partía las aguas en dos levantando olas espumosas al alejarnos del lugar. Me pareció entonces que de la quilla y de los remos de la trirreme resbalaban lágrimas de sal.

Me he preguntado luego, muchas veces, qué hubiera sido de la Hélade si ese puñado de guerreros no hubieran hecho frente a las hordas de Jerjes en el angosto paso, y qué hubiera sido de nosotros si no hubieran retrasado los planes de los persas o no hubieran dado tiempo a los atenienses a retirarse. Quizás ahora todos seríamos esclavos de los bárbaros, los atenienses no hubieran reconstruido sus bellos templos con la grandeza que lo estaban haciendo, ni sus filósofos buscarían la verdad entre sus soleadas plazas. Seguí pensando qué era lo que nos diferenciaba de esos atenienses y concluí que su vida era igual que el sonido de la flauta armoniosa de la que el pastor saca sonidos femeninos y delicados. En cambio, la de los espartanos era más parecida al ruido de un timbal de batalla, de notas graves, estruendosas y acompasadas. Sí, en la ciudad de las anchas plazas y los bellos templos se adoraban el saber y el conocimiento. En cambio, estaba convencida de que en mi patria seguíamos anclados en unas convicciones anquilosadas, y dudé que ello nos ayudara a prevalecer por muchas generaciones.

Ese atardecer, al partir de las Termopilas, apoyé mi cabeza en el hombro de mi hijo mirando las playas que vieron sonreír por última vez a un guerrero cuya nobleza no cabía dentro de su pecho y a un hombre que nunca supo recitar poesías. Habíamos tardado casi cuarenta años en rescatarles para sepultarles en nuestra tierra y erigir, para Leónidas y sus Trescientos, un monumento digno de héroes.

Capítulo 51

432 a. C.

Hace ya más de catorce años que regresé de ese viaje en el que honramos a nuestros caídos en las Termopilas. Lo recuerdo bien porque, un año después de regresar y de celebrar los desposorios establecidos por nuestra ley, nació mi primera nieta, Ctímene, a la que siguieron pocos años después sus hermanos Taigeto y Polinices, que han ingresado en la
Agogé
hace pocas primaveras.

Como me recordó ella ayer, hoy ha sido el aniversario de esa batalla. He hecho lo de cada año. Casi de madrugada, cuando la aurora de rosados dedos aún no había teñido el cielo, he ordenado que engancharan dos mulas a la carreta para acercarme a la acrópolis. Es la rutina anual: visitar la tumba de los Trescientos. Me gusta hacerlo cuando empieza a clarear y los primeros rayos del sol doran la estatua del león que corona el sencillo monumento. A primera hora el lugar no se ha llenado todavía de los familiares que van a rendir su tributo a los héroes, ni los altares apestan al humo de los sacrificios.

A pesar de que hoy me he levantado con dolor de espalda, he ido a pasear junto a los olivos plateados. Allí he oído las últimas nuevas que a veces trae el viento y otras divulgan los que se preocupan por el destino de la Polis.

Durante estos últimos años, las relaciones entre Esparta y Atenas han empeorado mucho y, salvo ciertos periodos de paz, la guerra, que empezó hace tres lustros, ha sido continua. Desde entonces hasta hoy no se ha producido el triunfo decisivo de ninguno de los dos bandos. Hace unos años, el conflicto se recrudeció, y esta vez el ejército espartano sí estuvo en condiciones de invadir el Ática, mientras que los atenienses, dirigidos por Pericles, decidieron refugiarse tras los muros de la ciudad. Sin embargo, lograron capturar en un islote a cien hoplitas pertenecientes a las familias más nobles de Esparta. Los rehenes fueron recuperados tras la rendición de la flota espartana. Fue la primera vez que un grupo de hoplitas decidía rendirse en lugar de morir con las armas en la mano. Creo que, ese día, algo cambió en la ciudad. Espero que para bien.

Esparta se ha desgastado mucho por las continuas guerras. La ciudad se desangra o lo sigue haciendo a causa de ellas. Si los dioses no lo remedian, o los éforos no cambian nuestra política, parece condenada a la extinción. Sus calles ya no están llenas de jóvenes gallardos de mirada desafiante, sino de ancianos que hilvanan sus recuerdos mientras dormitan aburridos al sol. El número de Iguales ha decrecido a causa de las continuas guerras, porque en la ciudad siempre ha prevalecido el interés político antes que el bien de sus ciudadanos o su prosperidad, y tengo para mí que eso no fortalece a un estado, por el contrario, lo debilita.

No sé en que terminará todo, pero supongo que, finalmente, haremos lo que debamos hacer y estaremos donde debamos estar. Desde hace tiempo, los asuntos de la ciudad me traen sin cuidado. Sólo me preocupan los jacintos de mi jardín y que la cosecha sea buena para alimentar a los míos. Sin embargo, también confío en que la posteridad se acuerde de los que dieron su vida por nuestra libertad.

Me siento cansada, pero sigo hilvanando pensamientos sentada a la mesa de mi cuarto, porque al llegar al final de tus días se agolpan en la memoria los recuerdos de tu vida. A mi edad no recuerdas lo que comiste ayer o quien te visitó la semana pasada, pero los sucesos de tu infancia o de tu juventud permanecen inalterables para siempre. Sé que lo que me ha mantenido viva ha sido el amor; el amor que he recibido y el que he querido o he podido dar. Ha sido el amor lo que mantuvo encendida en mí la llama de la esperanza.

En estos últimos tiempos, me vienen a la memoria las personas que he amado. Procuro no acordarme de los hechos más luctuosos y tristes, porque hace tiempo que borré de mi memoria a los que me dañaron a mí o a los míos. He aprendido a apreciar lo que tengo porque lo que no tengo tampoco lo deseo. Sé también que no soy una excepción. Hay muchas en Esparta que han sufrido igual o más que yo. A veces me pregunto si llegará el día en que los hombres dejarán de basar su raciocinio en la fuerza de su brazo.

Dije al inicio de mi relato que los guerreros miden las estaciones por las batallas y que las madres marcamos las estaciones por los nacimientos de los hijos: el primer paso de uno, la primera palabra o el diente de otro. La vida de unos padres amorosos está marcada por estos momentos hogareños entre la lumbre y los cuencos, las idas y venidas al pozo o las fiestas que más se recuerdan. Así se contiene la felicidad en el libro de los recuerdos. Los de mi vida quedaron marcados por el día en que nos arrebataron a Taigeto, por ello los he narrado así.

Ahora, cuando en las mañanas de invierno veo la cumbre nevada del monte, pienso en el abuelo Laertes y me imagino que aún pasea con Menante mientras discuten sobre cómo tratar a las abejas para que produzcan más miel; cuando veo a los ilotas que transportan el ganado, recuerdo la primera vez que vi a mi hermano Taigeto tocando el aulós en las praderas, junto a su rebaño de ovejas; cuando veo a un hoplita, me parece ver a mi padre, a mi esposo, Prixias, o mis hermanos Polinices y Alexias ejercitándose en la llanura de Otoña. Mi hijo y mis nietos son ahora los que mantienen viva la llama de Esparta. Espero que nunca olviden lo que hicieron sus mayores para que les mantengan muy vivos en su memoria.

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