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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

Assassin's Creed. La Hermandad (2 page)

Lo volvió a repasar todo: no sabía si lo había soñado. Lo que le había enseñado la extraña diosa en la cripta, aquellas revelaciones, había debilitado totalmente sus creencias y suposiciones. Era como si el tiempo se hubiese puesto del revés. Al salir de la Capilla Sixtina, donde había dejado al malvado Papa, Alejandro VI, que por lo visto se estaba muriendo, volvió a entrecerrar los ojos por la fuerte luz del sol. Sus compañeros Asesinos estaban reunidos a su alrededor, con semblante serio, acompañado de una sombría determinación.

Todavía le perseguía aquel pensamiento: ¿tenía que haber matado a Rodrigo, haberse asegurado de que estaba muerto? Había elegido no hacerlo. El hombre se había visto inclinado a quitarse la vida tras no haber conseguido su objetivo principal.

No obstante, aquella clara voz continuaba sonando en la mente de Ezio.

Y había más: una fuerza desconcertante parecía arrastrarle de vuelta hacia la capilla. Sentía que aún quedaba algo por hacer.

No estaba relacionado con Rodrigo. No era sólo Rodrigo. Aunque podía acabar con él ahora. Era algo más.

—¿Qué pasa? —preguntó Mario.

—Debo volver —respondió Ezio, al darse cuenta de nuevo, con un vuelco en el corazón, de que el juego no había terminado y de que aún no debía desprenderse de la Manzana.

Cuando aquella idea le vino a la cabeza, de pronto se apoderó de él una insoportable sensación de apremio. Se liberó de los brazos protectores de su tío y regresó a la oscuridad. Mario le siguió, pero les pidió a los demás que se quedaran donde estaban para vigilar.

Ezio enseguida llegó al sitio donde había dejado al moribundo Rodrigo Borgia, pero ¡no estaba allí! En el suelo había una capa papal damasco, muy decorada, salpicada de sangre, pero su dueño había desaparecido. Una vez más aquella mano, cubierta con un guante de acero helado, se cerró sobre el corazón de Ezio y pareció aplastarlo.

La puerta oculta a la cripta, a efectos prácticos, estaba cerrada y casi era invisible, pero cuando Ezio se acercó al punto donde recordaba que estaba, se abrió suavemente con un empujón. Se volvió hacia su tío y se sorprendió al ver que el rostro de Mario reflejaba miedo.

—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó el hombre mayor, que se esforzaba por mantener la voz firme.

—El Misterio —respondió Ezio.

Dejó a Mario en el umbral de la puerta y avanzó por el pasadizo poco iluminado, con la esperanza de que no fuera demasiado tarde y Minerva, al prever aquello, hubiera mostrado clemencia. Lo más seguro era que a Rodrigo no le hubieran permitido entrar allí. Sin embargo, Ezio preparó su hoja oculta, la espada que su padre le había legado.

En la cripta, las grandes figuras humanas, y al mismo tiempo sobrenaturales —¿eran estatuas?—, sujetaban el Báculo.

Uno de los Fragmentos del Edén.

El Báculo estaba aparentemente soldado a la figura que lo sostenía y, mientras Ezio intentaba hacer palanca para soltarlo, la figura pareció asirlo con más fuerza mientras brillaba como las inscripciones rúnicas de las paredes de la cripta.

Ezio recordó que ninguna mano humana debería tocar la Manzana sin protección. Las figuras entonces se dieron la vuelta, se hundieron en el suelo y dejaron la cripta vacía, salvo por el gran sarcófago y las estatuas que lo rodeaban.

Ezio retrocedió, miró a su alrededor por un instante y vaciló antes de despedirse instintivamente por última vez de aquel lugar. ¿Qué esperaba? ¿Acaso Minerva iba a manifestarse por segunda vez ante él? ¿No había dicho ya todo lo que tenía que decirle? ¿O al menos todo lo que era seguro para él saber? Le habían concedido la Manzana. Los otros Fragmentos del Edén en combinación con la Manzana, según Rodrigo, eran la supremacía que anhelaba, y Ezio comprendió al final que la unión de tal poder era demasiado peligrosa para las manos del Hombre.

—¿Estás bien? —dijo Mario, todavía nervioso por extraño que pareciera, al acercarse a él.

—No pasa nada —contestó Ezio mientras volvía hacia la luz con una curiosa renuencia.

En cuanto se reunió con su tío, Ezio le mostró la Manzana sin decir una palabra.

—¿Y el Báculo?

Ezio negó con la cabeza.

—Está mejor en manos de la Tierra que no del Hombre —dijo Mario, que lo entendió al instante—. Pero no tienes por qué contármelo. Vamos, no deberíamos entretenernos.

—¿Por qué tanta prisa?

—Por todo. ¿Crees que Rodrigo va a quedarse sentado y nos va a dejar salir de aquí tan tranquilos?

—Le di por muerto.

—No es lo mismo que dejarle bien muerto, ¿no? ¡Vamos!

Salieron de la cripta, tan rápidamente como pudieron, y un viento frío pareció seguirles.

Capítulo 2

¿Adónde han ido los demás? —le preguntó Ezio a Mario, con la cabeza aún dándole vueltas por sus recientes experiencias, mientras volvían a la gran nave de la Capilla Sixtina. Los Asesinos que estaban reunidos allí se habían marchado.

—Les dije que se fueran. Paola ha vuelto a Florencia; Teodora y Antonio, a Venecia. Tenemos que mantenernos a cubierto por toda Italia. Los Templarios están divididos pero no hemos acabado con ellos. Se reagruparán si nuestra Hermandad de los Asesinos no está alerta. Eternamente alerta. El resto de nuestra compañía ha seguido adelante y nos esperará en nuestro cuartel general de Monteriggioni.

—Estaban haciendo guardia.

—Sí, pero sabían cuándo habían terminado con su deber. Ezio, no hay tiempo que perder. Todos lo sabemos.

Mario estaba serio.

—Debería haberme asegurado de que Rodrigo Borgia estaba muerto.

—¿Te hirió durante la batalla?

—Me protegió la armadura.

Mario le dio a su sobrino unas palmaditas en la espalda.

—Antes he hablado precipitadamente. Creo que hiciste bien al no matarle si no había necesidad. Siempre aconsejo moderación. Creíste que se había quitado él mismo la vida. ¿Quién sabe? Tal vez estaba fingiendo o tal vez se equivocó en la dosis de veneno. Sea como fuere, tenemos que encargarnos de la situación tal como está y no malgastar energía considerando lo que podría haber sido. De todos modos, te enviamos a ti, un solo hombre contra un ejército entero de Templarios. Has cumplido más que de sobra con tu parte. Y yo sigo siendo tu tío, por lo que he estado preocupado por ti. Vamos, Ezio. Tenemos que salir de aquí. Tenemos trabajo que hacer y lo último que necesitamos es que nos acorralen los guardias de los Borgia.

—No creerías las cosas que he visto, tío.

—Tan sólo asegúrate de mantenerte con vida. Luego puede que me lo cuentes. Escucha: he guardado algunos caballos más allá de San Pedro, fuera de los límites del Vaticano. En cuanto lleguemos allí, podremos salir sanos y salvos.

—Los Borgia intentarán detenernos, supongo.

Mario mostró una amplia sonrisa.

—¡Por supuesto! Y yo espero que los Borgia lloren la pérdida de muchas vidas esta noche.

En la capilla, Ezio y su tío se sorprendieron al encontrarse con unos cuantos sacerdotes, que habían vuelto para terminar la misa que había interrumpido la confrontación de Ezio con el Papa, cuando Rodrigo y él habían luchado por el control de los Fragmentos del Edén que habían descubierto.

Los curas se encararon con ellos, enfadados, les rodearon y les gritaron:


Che cosa fate 'qui?
¿Qué estáis haciendo aquí? —chillaron—. ¡Habéis profanado la santidad de este Lugar Sagrado!
Assassini!
¡Dios se encargará de que paguéis por vuestros crímenes!

Mientras Mario y Ezio se abrían paso a través de la furiosa multitud, las campanas de San Pedro empezaron a dar la alarma.

—Condenáis lo que no entendéis —le dijo Ezio a un sacerdote que intentaba cortarles el paso.

Le repelía lo blando que tenía el cuerpo y lo empujó hacia un lado con la mayor delicadeza posible.

—Debemos marcharnos, Ezio —dijo Mario con tono apremiante—. ¡Ahora!

—¡Es la voz del Diablo! —resonó la voz de otro cura.

—Apártate de ellos —dijo otro.

Ezio y Mario se abrieron camino entre la muchedumbre y salieron al gran patio de la iglesia, donde se encontraron con miles de túnicas rojas. Parecía que el Colegio Cardenalicio al completo se había reunido, confundido, pero todavía bajo el dominio del Papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia, capitán de la Asociación de los Templarios.

—Porque no luchamos contra la carne y la sangre —rezaban los cardenales—, sino contra los principados, contra el poder, contra los gobernantes de la oscuridad de este mundo, contra la maldad espiritual en las altas esferas. Porque os ofrecemos la armadura de Dios, y el escudo de la Fe, para que sofoquéis los ardientes dardos de los malvados.

—¿Qué les pasa? —preguntó Ezio.

—Están confundidos. Buscan a alguien que les guíe —contestó Mario en tono grave—. Vamos. Debemos salir de aquí antes de que los guardias de los Borgia adviertan nuestra presencia.

Se volvió hacia el Vaticano y vio el resplandor de una armadura bajo la luz del sol.

—Demasiado tarde. Ya vienen. ¡Date prisa!

Capítulo 3

Las vestiduras infladas de los cardenales formaban un mar rojo que se separó cuando cuatro guardias de los Borgia se abrieron camino para perseguir a Ezio y Mario. El pánico se apoderó de la multitud cuando los cardenales empezaron a gritar de miedo y alarma, y Ezio y su tío se encontraron rodeados de una marabunta. Los cardenales, al no saber hacia dónde ir, habían formado una barrera sin darse cuenta; tal vez su valor inconscientemente se había reafirmado ante la llegada de los guardias armados, con los petos relucientes a la luz del sol. Los cuatro soldados Borgia habían desenvainado sus espadas y entraban en la pista que habían dejado los cardenales para enfrentarse con Ezio y Mario, que también sacaron sus espadas.

—Soltad vuestras armas y rendíos, Asesinos. ¡Estáis rodeados y os superamos en número! —gritó el soldado al mando, que dio un paso al frente.

Antes de que pudiera pronunciar otra palabra, Ezio saltó de su postura al volver la energía a sus miembros cansados. El guardia al mando no tuvo tiempo de reaccionar, pues no se esperaba que su oponente se atreviera a hacer tal cosa ante sus pocas probabilidades de vencer. El brazo de Ezio que sostenía la espada dibujó un círculo y la hoja silbó al cortar el aire. El guardia intentó en vano alzar su espada para detener el golpe, pero el movimiento de Ezio fue demasiado rápido. La espada del Asesino dio en el blanco con una resuelta precisión, cortó el cuello descubierto del soldado y un chorro de sangre siguió al impacto. Los tres guardias restantes se quedaron inmóviles, asombrados ante la velocidad del Asesino y con cara de tontos al ver a un enemigo tan hábil. No iban a tardar en morir. La espada de Ezio apenas había acabado su primer arco letal cuando levantó la mano izquierda y el mecanismo de la hoja oculta se accionó y la punta mortífera apareció por su manga. Atravesó al guardia entre los ojos antes de que pudiera mover un músculo para defenderse.

Entretanto, Mario, que había pasado desapercibido, se había movido dos pasos a un lado para cerrar el ángulo de ataque de los dos guardias que quedaban, cuya atención estaba todavía centrada en la espantosa muestra de violencia que se desarrollaba ante ellos. Con dos pasos más, se acercó y empujó la espada debajo del peto del guardia más cercano y la punta se levantó de forma escalofriante hacia el torso del hombre. La cara del guardia se contrajo por la confusa agonía. Tan sólo quedaba un soldado. Con los ojos llenos de terror, se dio la vuelta como si quisiera huir, pero era demasiado tarde. La hoja de Ezio le alcanzó el costado derecho mientras la espada de Mario le cortaba el muslo. El hombre cayó de rodillas con un gruñido y Mario le tiró de una patada.

Los dos Asesinos miraron a su alrededor. La sangre de los guardias estaba esparcida por todo el pavimento y empapaba el dobladillo escarlata de las vestiduras de los cardenales.

—Marchémonos antes de que nos alcancen más hombres de los Borgia.

Blandieron sus espadas ante los ahora aterrorizados cardenales, que enseguida huyeron de los Asesinos y dejaron el camino libre para alejarse del Vaticano. Oyeron unos caballos que se acercaban —sin duda más soldados—, mientras corrían a toda velocidad hacia el sureste, a través de la extensión de la plaza, lejos del Vaticano, en dirección al Tíber. Los caballos que Mario había preparado para su huida estaban atados justo en las inmediaciones de la Santa Sede. Pero antes tenían que enfrentarse a los Guardias Papales que les habían seguido a caballo y que cada vez estaban más cerca a juzgar por los cascos atronadores que retumbaban sobre los adoquines. Con las espadas se las apañaron para esquivar las alabardas que los guardias les lanzaban.

Mario impidió que un guardia apuñalara a Ezio por la espalda con su lanza.

—No está mal para un anciano —gritó Ezio, agradecido.

—Espero que me devuelvas el favor —le dijo su tío—. ¡Y no soy tan anciano!

—No me he olvidado de todo lo que me enseñaste.

—No lo esperaba. ¡Cuidado!

Ezio se giró justo a tiempo de cortarle las patas a un caballo que montaba un guardia con una maza de aspecto atroz.


Buona questa!
—gritó Mario—. ¡Muy buena!

Ezio saltó de lado para evitar a otros dos perseguidores más y se las arregló para derribarles de sus caballos mientras galopaban a toda velocidad, atraídos por su propio ímpetu. Mario, más viejo y pesado, prefirió quedarse donde estaba y atacaba a sus enemigos antes de que se alejaran de su alcance. Pero en cuanto llegaron a los límites de la amplia plaza que estaba enfrente de la iglesia de San Pedro, los dos Asesinos enseguida se encaramaron a la seguridad de los tejados, escalaron las paredes de una casa que se desmoronaba, con tanta agilidad como dos lagartijas, corretearon, y saltaron por los huecos donde las calles formaban cañones. No siempre era fácil y llegó un momento en el que Mario no pudo seguir y sus dedos intentaron aferrarse a las canaletas, pero no las alcanzaron. Jadeando, Ezio volvió sobre sus pasos para tirar de él y consiguió levantarlo justo cuando las flechas de las ballestas disparadas por los perseguidores sonaron al pasar por delante de ellos hacia el cielo.

Pero iban mucho más rápido que los guardias, que al llevar unas armaduras más pesadas y no tener las habilidades de los Asesinos, intentaban en vano alcanzarlos, corriendo por los caminos debajo de ellos hasta que poco a poco quedaron atrás.

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