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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

Assassin's Creed. La Hermandad (3 page)

Mario y Ezio pararon en seco en un tejado que daba a una pequeña plaza en los límites de Trastevere. Dos caballos grandes y fuertes, de color castaño, vigilados por un jorobado bizco con un bigote espeso, estaban ensillados y preparados fuera de una humilde posada, en cuyo estropeado cartel se leía El Zorro Durmiente.

—¡Gianni! —dijo Mario entre dientes.

El hombre alzó la mirada y enseguida desató las riendas con las que los caballos estaban atados a un gran aro de hierro sujeto a la pared de la posada. Mario saltó del tejado al instante, aterrizó en cuclillas y de allí saltó a la silla más próxima, y grande, de los dos caballos. El animal relinchó y pisó la tierra, nervioso, previendo lo que iba a suceder.

—Shh,
Campione
—le dijo Mario al caballo, y entonces levantó la vista hacia donde Ezio estaba sobre el parapeto y gritó—: ¡Vamos! ¿A qué estás esperando?

—Un minuto,
zio
—dijo Ezio y se volvió para mirar a dos guardias Borgia que se las habían arreglado para subir al tejado y ahora se enfrentaban a él (para su asombro) con unas pistolas amartilladas que no había visto antes. ¿De dónde demonios las habían sacado? No era el momento de hacer preguntas, así que dio una vuelta en el aire, soltó su hoja oculta y les cortó de forma limpia la yugular antes de que les diera tiempo de dispararle.

—Impresionante —dijo Mario mientras frenaba a su impaciente caballo—. ¡Ahora date prisa!
Cosa diavolo aspetti?

Ezio saltó del tejado y aterrizó cerca del segundo caballo, que el jorobado tenía sujeto con firmeza; luego rebotó del suelo y saltó a la silla del animal. Se alzó sobre dos patas al notar su peso pero lo controló de inmediato y le hizo dar la vuelta para seguir a su tío, que galopaba hacia el Tíber. En ese preciso instante Gianni desapareció en la posada y un destacamento de caballería Borgia dobló la esquina hacia la plaza. Ezio clavó los talones en los costados del caballo y corrió a toda velocidad detrás de su tío mientras avanzaban como alma que lleva el diablo a través de las deterioradas calles de Roma hacia el sucio río de aguas mansas. A sus espaldas oían los gritos de los guardias Borgia montados, insultando a su presa, mientras Mario y Ezio galopaban por el laberinto de calles antiguas, alejándose cada vez un poco más.

Al llegar a la isla Tiberina, cruzaron el río por un puente destartalado que temblaba bajo los cascos de sus caballos, luego volvieron sobre sus pasos, giraron hacia el norte y subieron por la calle principal que llevaba a las afueras de la miserable ciudad que una vez había sido la capital de un mundo civilizado. No pararon hasta que estuvieron en el campo y se aseguraron de que estaban fuera del alcance de sus perseguidores.

Cerca de la población de Settebagni, a la sombra de un enorme olmo que había junto a un camino polvoriento, pararon sus caballos y se tomaron un tiempo para respirar.

—Hemos estado cerca, tío.

El viejo se encogió de hombros y sonrió con un poco de dolor.

De una alforja Mario sacó una bota de fuerte vino tinto y se la ofreció a su sobrino.

—Ten —dijo mientras recuperaba poco a poco el aliento—. Te irá bien.

Ezio bebió y luego hizo una mueca.

—¿De dónde has sacado esto?

—Es lo mejor que pueden hacer en El Zorro Durmiente —contestó Mario y sonrió de oreja a oreja—. Pero en cuanto lleguemos a Monteriggioni tendremos algo mejor.

Ezio sonrió y le devolvió la bota a su tío, pero entonces pareció preocupado.

—¿Qué pasa? —preguntó Mario en un tono más dulce.

Ezio sacó despacio la Manzana de la bolsa en la que la guardaba.

—Esto. ¿Qué voy a hacer con esto?

Mario se puso serio.

—Es una responsabilidad muy grande. Pero tienes que cargar con ella tú solo.

—¿Cómo voy a hacerlo?

—¿Qué te dice tu corazón?

—Mi corazón me dice que me deshaga de ella. Pero mi cerebro...

—Te la concedió a ti... aquella fuerza extraña que encontraste en la cripta —dijo Mario con aire grave—. No se la habrían vuelto a dar a los mortales si no hubiera un propósito.

—Es demasiado peligrosa. Si cae en manos equivocadas de nuevo...

Ezio miró alarmado hacia el indolente río que fluía junto a ellos. Mario le observó, expectante.

Ezio alzó la Manzana con su mano derecha enguantada. Pero continuaba dudando. Sabía que no podía tirar un tesoro como aquél y las palabras de su tío le habían influido. Seguramente Minerva no le habría permitido coger la Manzana si no hubiera habido una razón.

—Tú solo debes tomar la decisión —dijo Mario—. Pero si no estás contento con esta custodia, dámela a mí para que la ponga a buen recaudo. La recuperarás más adelante, cuando tu mente esté más calmada.

Ezio todavía dudaba, pero entonces ambos oyeron a lo lejos el sonido de unos cascos atronadores y el aullido de unos perros.

—Esos cabrones no se dan por vencidos con facilidad —dijo Mario con los dientes apretados—. Vamos, dámela.

Ezio suspiró, pero volvió a guardar la Manzana en la bolsa de piel y se la lanzó a Mario, que enseguida la metió en su alforja.

—Y ahora —dijo Mario—, debemos llevar a estos jamelgos al río y cruzar con ellos a nado. Eso hará que los perros no puedan seguir nuestro rastro y, si aun así son tan listos como para vadear el río, les perderemos por el bosque. Vamos. Quiero estar en Monteriggioni mañana a esta hora.

—¿A qué velocidad esperas cabalgar?

Mario hundió sus talones en los costados de su montura, la bestia se encabritó y echó espuma por las comisuras de la boca.

—Muy rápido —respondió—, porque a partir de ahora no tenemos sólo que competir con Rodrigo. Ahora también están con él sus hijos, Cesare y Lucrezia.

—¿Y ellos son...?

—Las personas más peligrosas que jamás has conocido.

Capítulo 4

Era la tarde del día siguiente cuando la pequeña ciudad amurallada de Monteriggioni, dominada por la
rocca
de Mario, apareció sobre su colina en el horizonte. Lo habían conseguido en menos tiempo del que esperaban y habían aminorado el paso para darle un respiro a los caballos.

—...y entonces Minerva me habló del sol —estaba diciendo Ezio—. Me contó que hace muchísimo tiempo ocurrió un desastre y pronosticó otro que no vendrá...

—Hasta dentro de un tiempo, en el futuro, vero? —preguntó Mario—. Entonces no tenemos por qué preocuparnos.

—Sí —contestó Ezio—. Me pregunto cuánto más tendremos que trabajar. —Se paró a reflexionar—. Tal vez acabemos pronto.

—¿Sería tan malo?

Ezio estaba a punto de contestar cuando le interrumpió el sonido de una explosión: fuego de cañones que procedía de la ciudad. Desenvainó su espada y se incorporó en su silla para otear la muralla.

—No te preocupes —le dijo Mario y se rio con ganas—. Son tan sólo maniobras. Ahora tenemos un arsenal mejor y se han instalado nuevos cañones en las almenas. Hay sesiones de entrenamiento a diario.

—Con tal de que no nos apunten a nosotros...

—No te preocupes —repitió Mario—. Es cierto que los hombres todavía tienen que perfeccionar su puntería, ¡pero tienen suficiente sentido común como para no disparar al jefe!

Un rato más tarde atravesaban la puerta principal de la ciudad y subían por la calle mayor que llevaba hasta la ciudadela. Mientras avanzaban, una multitud se congregó a ambos lados del camino y miró a Ezio con una mezcla de respeto, admiración y afecto.

—¡Bienvenido, Ezio! —gritó una mujer.


Grazie, madonna
.

Ezio sonrió e inclinó ligeramente la cabeza.

—¡Tres hurras por Ezio! —exclamó un niño.


Buongiorno, fratellino
—le saludó Ezio y al volverse hacia Mario, añadió—: Es bueno estar de vuelta en casa.

—Creo que se alegran más de verte a ti que a mí—dijo Mario, pero sonreía mientras hablaba y de hecho gran parte de los vítores, sobre todo de los habitantes más viejos, iban dirigidos a él.

—Tengo muchas ganas de volver a ver la casa de la familia —dijo Ezio—. Hace mucho tiempo que no vengo por aquí.

—Pues sí, y allí hay un par de personas que se alegrarán mucho de verte.

—¿Quién?

—¿No lo adivinas? No puedes estar tan preocupado por tus obligaciones en la Hermandad.

—Por supuesto. Te refieres a mi madre y a mi hermana. ¿Cómo están?

—Bueno, tu hermana se disgustó mucho cuando murió su marido, pero el tiempo lo cura casi todo y creo que ahora está mucho mejor. De hecho, ahí la tienes.

Habían entrado en el patio de la residencia fortificada de Mario y, mientras desmontaban, la hermana de Ezio, Claudia, apareció en los peldaños de la escalera de mármol que llevaba a la entrada principal. Los bajó volando y se echó en los brazos de su hermano.

—¡Hermano! —gritó mientras le abrazaba—. Tu vuelta a casa es el mejor regalo de cumpleaños que haya podido desear.

—Claudia, tesoro —dijo Ezio, sujetándola bien fuerte—. Me alegro de haber regresado. ¿Cómo está nuestra madre?

—Bueno, demos gracias a Dios. Se muere por verte. Hemos estado sobre ascuas desde que nos informaron de que ibas a volver. Tu fama te precede.

—Vamos adentro —dijo Mario.

—Hay alguien más que se alegrará de verte —continuó Claudia, que le cogió del brazo para acompañarle mientras subía la escalera—. La condesa de Forli.

—¿Caterina? ¿Está aquí?

Ezio intentó no reflejar entusiasmo en su voz.

—No sabíamos exactamente cuándo llegarías. Mamá y ella están con la abadesa, pero estarán aquí al atardecer.

—Los negocios primero —dijo Mario con complicidad—. Voy a convocar una reunión con el Consejo de la Hermandad aquí, esta misma noche. Sé que Maquiavelo tiene muchas ganas de hablar contigo.

—Entonces, ¿ya se ha terminado? —preguntó Claudia con vehemencia—. ¿De verdad ha muerto el Español?

Los ojos grises de Ezio se endurecieron.

—Lo explicaré todo en la reunión de esta noche —le contestó.

—Muy bien —respondió Claudia, pero su mirada reflejaba preocupación cuando se marchó.

—Y, por favor, saluda a la condesa de mi parte cuando vuelva —dijo Ezio detrás de ella—. La veré a ella y a nuestra madre por la noche. Antes tengo asuntos que atender con Mario que no pueden esperar.

En cuanto se quedaron a solas, Mario se puso serio.

—Tienes que prepararte bien para esta noche, Ezio. Maquiavelo estará aquí a la caída del sol y sé que tiene muchas preguntas que hacerte. Discutiremos ahora varias cuestiones y luego te aconsejo que te tomes un descanso. No te hará daño volver a conocer la ciudad un poco.

Después de una sesión de profunda conversación con Mario en su estudio, Ezio regresó a Monteriggioni. El hecho de que el Papa hubiera sobrevivido pesaba sobre él y buscó con qué distraerse. Mario le había sugerido que visitara a su sastre para encargarle ropa nueva que sustituyera a la que había manchado en el viaje, así que primero se dirigió a la sastrería, donde encontró al dueño, sentado con las piernas cruzadas en su banco de trabajo, cosiendo una capa brocada de un color verde esmeralda muy vivo.

A Ezio le gustaba aquel hombre, un buen tipo, tan sólo un poco mayor que él. El sastre le saludó con afecto.

—¿A qué debo este honor? —preguntó.

—Creo que me hace falta ropa nueva —dijo Ezio un poco arrepentido—. ¿Tú qué piensas? Sé sincero.

—Aunque no me dedicara a vender ropa, signore, os aconsejaría que hicierais un traje nuevo.

—¡Yo creo lo mismo! ¡Muy bien!

—Os tomaré ahora las medidas y luego podréis escoger los colores que queráis.

Ezio se rindió a las atenciones del sastre y eligió un gris oscuro y discreto para el jubón, con unos pantalones de lana a juego.

—¿Podrías tenerlo listo para esta noche?

El sastre sonrió.

—No si queréis que haga un buen trabajo, signore. Pero podemos intentar que esté mañana hacia el mediodía.

—Muy bien —contestó Ezio y esperó que tras la reunión a la que iba a asistir aquella noche no tuviera que marcharse de Monteriggioni inmediatamente.

Estaba cruzando la plaza principal de la ciudad, cuando vio a una atractiva mujer pasando apuros con una caja difícil de manejar, con flores rojas y amarillas, que sin duda era demasiado pesada para ella. A aquella hora del día había pocas personas por allí y a Ezio siempre le había resultado difícil resistirse a una damisela que necesitaba ayuda.

—¿Puedo echaros una mano? —preguntó al acercarse a ella.

La chica le sonrió.

—Sí, justo sois el hombre que me hacía falta. Se suponía que mi jardinero iba a recogerlas por mí, pero su mujer está enferma y ha tenido que marcharse a casa. Como pasaba por aquí, he pensado en pasar a buscarlas, pero esta caja es demasiado pesada para mí. ¿Creéis que podríais...?

—Por supuesto. —Ezio se agachó y se cargó la caja al hombro.

—¡Cuántas flores! Sois una mujer afortunada.

—Y ahora que me he topado con vos lo soy más.

No cabía duda de que estaba flirteando con él.

—Podríais haberle pedido a vuestro marido que las viniera a recoger por vos, o a otro de vuestros criados —dijo.

—Tan sólo tengo otra criada y no es ni la mitad de fuerte que yo —respondió la mujer—. Y respecto a un marido, no tengo.

—Entiendo.

—He encargado estas flores para el cumpleaños de Claudia Auditore.

La mujer le miró.

—Suena muy divertido.

—Lo será. —Hizo una pausa—. De hecho, si queréis ayudarme un poco más, estoy buscando a alguien con un poco de clase para que me acompañe a la fiesta.

—¿Creéis que tengo clase suficiente?

Fue incluso más descarada.

—¡Sí! Nadie en toda la ciudad camina con tanto porte como vos, señor. Estoy segura de que el mismo Ezio, el hermano de Claudia, quedará impresionado.

Ezio sonrió.

—Me halaga. Pero ¿qué sabéis de ese tal Ezio?

—Claudia, que es muy amiga mía, tiene muy buena opinión de él. Pero apenas la visita y, por lo que sé, es bastante distante.

Ezio decidió que había llegado el momento de ser franco.

—Lamentablemente, es cierto... He estado... distante.

La mujer dio un grito ahogado.

—¡Oh, no! ¡Sois Ezio! No me lo creo. Claudia dijo que os esperaba. Se supone que la fiesta es una sorpresa. Prometedme que no le diréis ni una palabra.

—Ahora será mejor que me digas quién eres.

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