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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

Assassin's Creed. La Hermandad (4 page)

—Ah, claro. Soy Angelina Ceresa. Pero prometédmelo.

—¿Qué harás para que no diga nada?

Le miró maliciosamente.

—Ah, estoy segura de que se me ocurrirán varias cosas.

—Estoy deseando saber qué es.

Para entonces ya habían llegado a la puerta de la casa de Angelina. El ama de llaves, una mujer mayor, abrió para que entraran y Ezio dejó la caja de flores sobre un banco de piedra que había en el patio. Miró a Angelina y sonrió.

—Bueno, ¿vas a decírmelo?

—Más tarde.

—¿Por qué no ahora?


Signore
, os aseguro que merecerá la pena esperar.

Pero no sabían que los acontecimientos se les adelantarían y que nunca más se volverían a encontrar.

Ezio se marchó, al ver que anochecía, para dirigirse de vuelta a la ciudadela. Al acercarse a los establos, vio que una niña deambulaba por en medio de la calle, según parecía, sola. Estaba a punto de hablarle, cuando le interrumpió el sonido de unos gritos desesperados y el estruendo de los cascos de unos caballos. Sin pararse a pensarlo, cogió a la niña en brazos y la llevó hasta la entrada de la casa. Fue justo a tiempo, puesto que dobló la esquina un poderoso caballo de guerra al galope, con arnés pero sin jinete. Pisándole los talones y a pie, apareció el encargado de los establos de Mario, un hombre mayor que se llamaba Federico, que Ezio reconoció.


Torna qui, maledetto cavallo!
—gritó Federico en vano tras el caballo que se daba a la fuga. Al ver a Ezio, dijo—: ¿Podéis ayudarme, por favor, señor? Es el corcel preferido de vuestro tío. Estaba a punto de desensillarlo y cepillarlo, pero algo ha debido de asustarlo; es muy nervioso.

—No os preocupéis, intentaré recuperarlo por vos.

—Gracias, gracias. —Federico se secó la frente—. Me estoy haciendo demasiado viejo para esto.

—No os preocupéis. Quedaos aquí y vigilad a esta niña. Creo que está perdida.

—De acuerdo.

Ezio echó a correr detrás del caballo y lo encontró sin dificultad. Se había calmado y estaba comiendo un poco de heno que había quedado en un carro aparcado. Se mostró un poco reacio cuando Ezio se acercó, pero luego le reconoció y no echó a correr. Ezio colocó una mano reconfortante en su cuello y le dio unas palmaditas de modo tranquilizador antes de coger la brida y llevarlo con cuidado de vuelta al lugar de donde había venido.

De camino, tuvo la oportunidad de hacer otra buena obra cuando se encontró con una joven, desesperada por la preocupación, que resultó ser la madre de la niña perdida. Ezio le explicó lo que había sucedido y cuidó de atenuar el grado de peligro por el que la niña había pasado. Una vez que le dijo dónde estaba su hija, corrió hacia ella, llamándola por su nombre —«¡ Sophia, Sophia!»—, y Ezio oyó que le contestaba «¡Mamá!». Minutos más tarde se había reincorporado al grupo y le había entregado las riendas a Federico, que se lo agradeció y le suplicó que no le dijera nada a Mario. Ezio le prometió no hacerlo y Federico llevó al caballo de nuevo a los establos.

La madre aún esperaba con su hija y Ezio se volvió hacia ellas con una sonrisa.

—Quiere daros las gracias —dijo la madre.

—Gracias —dijo Sophia diligentemente y le miró con una mezcla de respeto y temor.

—En el futuro, quédate con tu madre —le aconsejó Ezio amablemente—. No la dejes así,
capisci?

La niña asintió con la cabeza.

—Estaríamos perdidas sin que vos y vuestra familia cuidarais de nosotras,
signore
—dijo la madre.

—Hacemos lo que podemos —dijo Ezio, pero empezó a preocuparse al entrar en la ciudadela.

Aunque estaba segurísimo de que podía mantenerse firme, no tenía ganas de encontrarse con Maquiavelo.

Aún le quedaba tiempo antes de la reunión, así que para evitar darle vueltas, y por curiosidad, Ezio subió por las murallas para echarle un mejor vistazo al nuevo cañón que Mario había instalado y del que estaba tan orgulloso. Había muchos, estupendamente cincelados en un molde de bronce y cada uno con una pila de balas bien amontonadas al lado de sus ruedas. El cañón más grande tenía un tubo de tres metros de largo, y Mario le había contado que ése en concreto pesaba 9.000 kilos, pero también había intercalados otros más ligeros, más fáciles de mover, como las culebrinas. En las torres que salpicaban las paredes había cañones sacres en soportes de hierro fundido, así como livianos falconetes sobre carros de madera.

Ezio se acercó a unos artilleros que estaban agrupados alrededor de una de las armas más grandes.

—Bonitas bestias —dijo y pasó una mano por los elaborados grabados de la parte trasera del cañón.

—Pues sí,
messer
Ezio —dijo el líder del grupo, un tosco sargento mayor que Ezio recordaba más joven en su primera visita a Monteriggioni.

—Os he oído antes haciendo prácticas. ¿Puedo intentar disparar uno de éstos?

—Sí, claro, pero antes estábamos disparando los cañones más pequeños. Los grandes son nuevos. Parece que todavía no hemos cogido el truco para cargarlos y el especialista armero que se suponía que los tenía que instalar por lo visto se ha largado.

—¿Tenéis gente buscándole?

—Por supuesto, señor, pero hasta ahora no hemos tenido suerte.

—Yo también echaré un vistazo. Al fin y al cabo, estas cosas no están aquí para decorar y nunca se sabe cuándo podemos necesitarlas.

Ezio se marchó y continuó su paseo por las murallas. No había caminado veinte o treinta metros, cuando oyó un fuerte gruñido que procedía de un cobertizo de madera construido encima de una de las torres. Cerca, afuera, había una caja de herramientas y, al acercarse, los gruñidos resultaron ser ronquidos.

En el cobertizo hacía calor, estaba a oscuras, y olía muchísimo a vino añejo. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, Ezio enseguida distinguió la figura de un hombre grande vestido con una camisa no muy limpia, tumbado con los brazos y las piernas extendidos, sobre un montón de paja. Le dio al hombre una patada suave, pero lo único que consiguió fue que resoplara, que se medio despertara, y se girara de cara a la pared.


Salve, messere
—dijo Ezio y volvió a empujar al hombre, menos suave esta vez, con la punta de la bota.

El hombre giró la cabeza para mirarle y abrió un ojo.

—¿Qué pasa, amigo?

—Te necesitamos para que prepares uno de los cañones nuevos de las almenas.

—Hoy no, amigo. Mañana a primera hora.

—¿Estás demasiado borracho para hacer tu trabajo? No creo que al capitán Mario le haga mucha gracia cuando se entere de esto.

—Hoy ya no trabajo más.

—No es tan tarde. ¿Sabes qué hora es?

—No, pero tampoco me importa. Hago cañones, no relojes.

Ezio se había agachado para hablar con el hombre, que se había sentado y, al eructar, le echó a la cara su aliento acre de ajo y Montalcino barato. Ezio se puso de pie.

—Necesitamos que esos cañones estén listos para disparar y tiene que ser ahora —ordenó—. ¿Quieres que busque a alguien que sea más competente que tú?

El hombre se levantó con dificultad.

—No vayas tan rápido, amigo. Nadie más va a ponerle la mano encima a mis armas. —Se inclinó hacia Ezio cuando recuperó el aliento—. No sabes cómo es eso. Algunos de esos soldados no tienen respeto por la artillería. Muchas cosas modernas para ellos, claro, eso seguro. Pero ¡esperan que un arma funcione por arte de magia, así! No se preocupan por los buenos resultados.

—¿Podemos hablar mientras caminamos? —preguntó Ezio—. ¿Sabes? El tiempo no se ha parado.

—Estas piezas que tenemos aquí —continuó el maestro armero— son piezas únicas. Para el capitán Mario siempre lo mejor. Pero siguen siendo sencillas. Conseguí un diseño francés para un arma de mano. La llaman el asesino de hierro forjado. Muy inteligente. Imagínate, un cañón de mano. Ése es el futuro, amigo.

Para entonces ya estaban cerca del grupo que rodeaba el cañón.

—Ya podéis suspender la búsqueda —avisó Ezio alegremente—. Aquí está.

El sargento mayor miró con los ojos entrecerrados al armero.

—Estaba ahí arriba, ¿no?

—Puede que esté un poco borracho —replicó el armero—, pero en el fondo soy pacífico. En estos momentos, el hecho de mantener dormido al guerrero que llevo dentro es la única manera de sobrevivir. Por lo tanto, mi deber es beber. —Echó a un lado al sargento—. Veamos lo que tenemos aquí...

Después de examinar el cañón durante unos instantes, el maestro armero se volvió hacia los soldados.

—¿Qué habéis hecho? Los habéis estado tocando, ¿no? Gracias a Dios que no habéis disparado uno. Os podíais haber matado todos. Aún no están preparados. Primero tengo que limpiar bien el calibre.

—A lo mejor ya no necesitamos cañones al tenerte por aquí —le dijo el sargento—. ¡Le echaremos tu aliento al enemigo!

Pero el armero estaba ocupado con la baqueta para limpiar y un montón de algodón engrasado. Cuando terminó, se levantó y relajó la espalda.

—Ya está —dijo y se volvió hacia Ezio para continuar hablando—. Que estos tipos lo carguen. Eso pueden hacerlo, aunque sabe Dios que les queda bastante por aprender. Y después podrás probar. Mira encima de esa montaña. Hemos puesto algunos blancos al nivel de esta arma. Empieza apuntando a algo al mismo nivel; de ese modo, si el cañón explota, al menos no se llevará tu cabeza por delante.

—Suena tranquilizador —dijo Ezio.

—Prueba,
messer
. Aquí está la mecha.

Ezio colocó el fósforo lento en la parte trasera del cañón. Durante un buen rato no pasó nada y luego saltó hacia atrás cuando el cañón dio una sacudida al tronar. Miró hacia los objetivos y vio que la bala había roto en mil pedazos uno de ellos.

—Bien hecho —dijo el armero—.
Perfetto!
Al menos hay una persona aquí, aparte de mí, que sabe cómo disparar.

Ezio hizo que los hombres volvieran a cargarlo y disparó de nuevo, aunque esta vez falló.

—No se puede ganar siempre —dijo el armero—. Vuelve al alba. Estaremos practicando otra vez y así tendrás oportunidad de mejorar.

—Lo haré —respondió Ezio, sin saber que la próxima vez que disparara un cañón sería muy en serio.

Capítulo 5

Cuando Ezio entró en el gran salón de la ciudadela de Mario, ya se acercaban las sombras del atardecer y los sirvientes empezaban a encender las antorchas y las velas para disipar la penumbra. La oscuridad, que coincidía con el sombrío estado de ánimo de Ezio, aumentaba conforme se acercaba la hora de la reunión.

Estaba tan inmerso en sus pensamientos que al principio no vio a la persona que se hallaba de pie junto a la enorme chimenea. Su delgada pero fuerte figura parecía pequeña al lado de las gigantescas cariátides que flanqueaban el hogar. Así que se sobresaltó cuando la mujer se acercó a él y le tocó el brazo. En cuanto la reconoció, sus facciones se suavizaron hasta formar una expresión de puro placer.


Buona sera
, Ezio —dijo, con cierta timidez para ser ella, pensó.


Buona sera
, Caterina —contestó y le hizo una reverencia a la condesa de Forli. Su antigua relación formaba parte del pasado, aunque ninguno de los dos la había olvidado, y al tocarle el brazo, ambos, pensó Ezio, habían sentido la química del momento—. Claudia me dijo que estabas aquí y tenía ganas de verte. Pero... —vaciló— Monteriggioni está lejos de Forli, y...

—No creas que he venido hasta aquí por ti —dijo con cierta brusquedad, aunque supo por su sonrisa que no lo decía del todo en serio. Y entonces fue cuando se dio cuenta de que todavía se sentía atraído por aquella mujer extremadamente independiente y peligrosa.

—Siempre a vuestro servicio, madonna, de cualquier manera que pueda.

Lo decía en serio.

—Algunas maneras son más difíciles que otras —replicó y esta vez sí que hubo un aire de dureza en su voz.

—¿Qué ocurre?

—No es un asunto sencillo —continuó Caterina Sforza—. He venido en busca de un aliado.

—Cuéntame.

—Me temo que tu trabajo aún no ha terminado, Ezio. Los ejércitos papales marchan hacia Forli. Mi dominio es pequeño, pero, por suerte o por desgracia para mí, está en una zona estratégica para cualquiera que la controle.

—¿Y deseas mi ayuda?

—Mis fuerzas solas son débiles, tus
condottieri
serían muy valiosos para mi causa.

—Es algo que debo discutir con Mario.

—Él no se negará.

—Ni yo tampoco.

—Al ayudarme, no estarás sólo haciéndome un favor a mí, sino que estarás adoptando una postura contra las fuerzas del mal contra las que siempre nos hemos unido.

Mientras hablaban, apareció Mario.

—Ezio,
contessa
, ya estamos reunidos y os estamos esperando —dijo con una cara más seria de lo normal.

—Seguiremos hablando de esto —le dijo Ezio a la condesa—. Me han pedido que asista a una reunión que mi tío ha convocado. Creo que esperan que dé una explicación. Pero quedemos después, cuando acabe.

—Esa reunión también me concierne a mí —dijo Caterina—. ¿Entramos?

Capítulo 6

La sala le resultaba muy familiar a Ezio. Allí, en la pared interior, ahora al descubierto, las páginas del Gran Códice estaban dispuestas en orden. Sobre el escritorio, que normalmente estaba lleno de mapas, no había nada, y a su alrededor, en unas sillas de madera oscura, con el respaldo muy recto, estaban sentados los miembros de la Hermandad de los Asesinos que se habían reunido en Monteriggioni, junto con los miembros de la familia Auditore que tenían conocimiento de su causa. Mario estaba sentado detrás de su escritorio y en uno de los extremos estaba el hombre serio, vestido de oscuro, que aún parecía joven, aunque tenía profundas arrugas que le surcaban la frente, y se había convertido en uno de los colegas más cercanos a Ezio, así como en uno de sus más incesantes críticos: Nicolás Maquiavelo. Los dos hombres se saludaron cautamente con la cabeza mientras Ezio recibía a Claudia y a su madre, María Auditore, la matriarca de la familia desde que su padre había muerto. María abrazó a su único hijo superviviente, como si su vida dependiera de ello, y le miró con los ojos llorosos al separarse de ella y sentarse al lado de Caterina y enfrente de Maquiavelo, que se había levantado y ahora le miraba de manera inquisidora. Estaba claro que no iba a haber un prólogo cortés al tema que tenían entre manos.

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