Assassin's Creed. La Hermandad (44 page)

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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

—Luca —dijo por fin—, tengo un trabajo para ti.

Resultó que Juan quería cincuenta ducados por todo el trabajo y Micheletto consiguió que lo hiciera por cuarenta, aunque no perdió mucho tiempo regateando. Luca tuvo que hacer tres viajes de ida y vuelta para montar todo aquello, pero al final dijo al volver:

—Está arreglado. Le va a llevar la cuerda y el uniforme de un guardia cuando acompañe al hombre que le lleva la cena a Cesare a las seis. La poterna estará vigilada por Juan, que va a coger el turno de medianoche hasta las seis. Se tarda cinco minutos a pie desde el castillo a la ciudad...

A Cesare Borgia le dolía la pierna izquierda por las lesiones de la Nueva Enfermedad, pero no mucho, sólo era un leve dolor que le hacía cojear un poco. A las dos de la madrugada, cuando se hubo puesto el uniforme de guardia, ató firmemente un extremo de la cuerda al parteluz de la ventana de su celda y con cuidado bajó hacia la noche. Cuando la soltó toda, deslizó su pierna buena por el alféizar, sacó luego la otra y se agarró con fuerza. Sudando, a pesar del frío de la noche, descendió mano tras mano hasta que sus tobillos notaron que la cuerda se había acabado. Saltó los últimos tres, metros restantes y notó dolor en la pierna izquierda cuando cayó, pero la sacudió para quitárselo de encima y atravesó el desierto patio interior y salió al exterior, donde los guardias adormilados no le prestaron atención, pues creyeron que era uno de los suyos.

Le cuestionaron en la puerta, cuando para entonces el corazón se le salía por la boca, pero Juan fue a su rescate.

—Está bien. Yo le llevaré al cuartel.

¿Qué estaba pasando? Tan cerca pero a la vez tan lejos.

—No te preocupes —dijo Juan entre dientes.

El cuartel estaba ocupado por dos guardias somnolientos. Juan le dio una patada a uno para despertarlo.

—Despierta, Domingo. Este hombre tiene un permiso para ir a la ciudad. Se olvidaron de pedir más paja para los establos y necesitan más antes de que llegue la patrulla del amanecer. Llevadlo de vuelta a la puerta, explicádselo a los guardias y dejadle salir.

—¡Sí, señor!

Cesare siguió al guardia hasta la poterna, que se cerró firmemente detrás de él, y cojeó bajo la luz de la luna hacia la ciudad. ¡Qué alegría sentir el aire fresco de la noche a su alrededor después de tanto tiempo! Llevaba confinado en aquel lugar de mala muerte desde 1504, pero ahora era libre. Tan sólo tenía treinta años; lo recuperaría todo y se vengaría de tal forma de sus enemigos, especialmente de la Hermandad de los Asesinos, que las purgas de Caterina Sforza en Forli no serían nada en comparación.

Oyó y olió los caballos en el lugar señalado. Bien por Micheletto. Entonces los vio; estaban todos allí, en las sombras que proyectaba la pared de la iglesia. Tenían una bestia negra preparada para él. Micheletto desmontó y le ayudó a subirse a la silla.

—Bienvenido,
Excellenza
—dijo—. Ahora debemos darnos prisa. Ese cabrón
Assassino
, Ezio Auditore, nos está pisando los talones.

Cesare se quedó callado. Estaba pensando en la forma más lenta de matar al Asesino.

—Ya he tomado cartas en el asunto en Valencia —continuó Micheletto.

—Bien.

Salieron cabalgando en la noche, en dirección sureste.

Capítulo 61

¿Se ha escapado? —Ezio había cabalgado los últimos kilómetros hasta La Mota sin descanso, aunque tampoco se lo dio a sus compañeros ni a sus caballos, con un temor cada vez más profundo—. ¿Después de más de dos años? ¿Cómo?

—Estaba muy bien planeado,
signore
—dijo el desafortunado teniente del castillo, un hombre regordete de sesenta años con una nariz muy roja—. Estamos llevando a cabo una investigación oficial.

—¿Y qué habéis descubierto?

—Por ahora...

Pero Ezio no estaba escuchando. Estaba echando un vistazo al castillo de La Mota. Era exactamente como la Manzana lo había descrito. Y aquel pensamiento le hizo recordar otra visión que le habían ofrecido: la reunión de un ejército en un puerto marítimo... ¡El puerto estaba en Valencia!

Su mente fue a toda velocidad.

No podía pensar en otra cosa salvo en volver a la costa lo más rápidamente posible.

—¡Conseguidme unos caballos frescos! —gritó.

—Pero,
signore...

Maquiavelo y Leonardo se miraron el uno al otro.

—Ezio, sea cual sea la urgencia, tenemos que descansar, al menos un día —dijo Maquiavelo.

—Una semana —se quejó Leonardo.

Al final se retrasaron porque Leonardo cayó enfermo. Estaba agotado y echaba mucho de menos Italia. Ezio se vio casi tentado a abandonarlo, pero Maquiavelo le recomendó que se comportara.

—Es tu amigo y no van a reunir un ejército y una armada en menos de dos meses. Ezio transigió.

Los acontecimientos demostrarían que él tenía razón y que Leonardo era inestimable.

Capítulo 62

Ezio y sus compañeros volvieron a Valencia pasado un mes y allí encontraron la ciudad alborotada. Maquiavelo había subestimado la velocidad con que las cosas podían sucederse en un lugar tan rico.

Habían logrado reunir hombres en secreto y justo a las afueras de Valencia había un enorme campamento de soldados, quizás unos mil. Los Borgia les ofrecían a los mercenarios buenos salarios y se había extendido rápidamente la noticia. Llegaban soldados en ciernes de sitios tan lejanos como Barcelona o Madrid, y de todas las provincias, como Murcia y La Mancha. El dinero de los Borgia consiguió construir una flota de tal vez quince barcos, junto a las embarcaciones para subir a las tropas y media docena de buques de guerra para protegerlos.

—Bueno, no nos hace falta la Manzana para saber lo que está planeando nuestro amigo Cesare —dijo Maquiavelo.

—Eso es cierto. No necesita un ejército tan grande para tomar Nápoles y una vez haya establecido la posición de avanzada allí, reclutará muchos más hombres para su causa. Su plan es conquistar el reino de Nápoles y luego toda Italia.

—¿Qué están haciendo Fernando e Isabel al respecto? —preguntó Maquiavelo.

—Están reuniendo un ejército para aplastarlos. Así que podemos conseguir apoyo por su parte.

—Tardarán demasiado. Su ejército tiene que salir de Madrid. La guarnición de aquí debe de haberse puesto en acción. Pero como ves, Cesare tiene prisa —replicó Maquiavelo.

—Puede que no sea necesario —caviló Leonardo.

—¿A qué te refieres?

—Bombas.

—¿Bombas? —preguntó Maquiavelo.

—Unas bombas pequeñitas, pero bastante efectivas para, digamos, demoler los barcos o dispersar un campamento.

—Bueno, si haces eso por nosotros... —dijo Ezio—. ¿Qué te hace falta para fabricarlas?

—Azufre, carbón y nitrato de potasio. Y acero. Acero muy fino. Flexible. También necesitaré un pequeño estudio y un horno.

Tardaron un rato, pero, por suerte para ellos, el barco Marea di Alba del capitán Alberto estaba amarrado en su muelle habitual. El hombre les saludó de forma amistosa.

—Hola de nuevo —dijo—. Esas personas de las que hablé..., los que no eran caballeros..., supongo que no habéis oído hablar del altercado que hubo en el Lobo Solitario justo después de que llegarais, ¿no?

Ezio sonrió y le dijo lo que necesitaban.

—Hmm. Conozco a un hombre aquí que os podría ayudar.

—¿Cuándo vuelves a Italia? —preguntó Leonardo.

—He traído un cargamento de grapa y vuelvo a llevarme seda. Tal vez en dos o tres días. ¿Por qué?

—Te lo diré más tarde.

—¿Podrías conseguirnos deprisa lo que necesitamos? —preguntó Ezio, que tuvo de repente un mal presentimiento, aunque no podía culpar a Leonardo por querer marcharse.

—¡Desde luego!

Alberto era un hombre de palabra y en pocas horas todo estaba preparado, así que Leonardo se puso a trabajar.

—¿Cuánto tardarás? —preguntó Maquiavelo.

—Dos días porque no tengo ningún ayudante. Aquí tengo material suficiente para hacer veinte o quizá veintiuna bombas. Diez para cada uno.

—Siete para cada uno —dijo Ezio.

—No, amigo mío, diez para cada uno. Unas para ti y otras para Nicolás. No contéis conmigo.

Dos días más tarde las bombas estaban preparadas. Tenían la forma y el tamaño aproximado de un pomelo, recubierto de acero y con una anilla en la parte superior.

—¿Cómo funciona?

Leonardo sonrió, orgulloso.

—Levantas esta pequeña anilla (en realidad es más como una palanca), cuentas hasta tres y luego la tiras a tu objetivo. Cada una de éstas basta para matar a veinte hombres y, si le das a un barco en el sitio adecuado, puedes inutilizarlo totalmente, quizás incluso hundirlo. —Se calló un momento—. Es una pena que no haya tiempo de construir un submarino.

—¿Un qué?

—No importa. Tú tírala después de contar hasta tres. ¡No te la quedes mucho rato o el que saltará por los aires serás tú! —Se levantó—. Y ahora, adiós y buena suerte.

—¿Qué?

Leonardo sonrió con arrepentimiento.

—Ya he estado suficiente tiempo en España, así que he reservado un billete de vuelta con Alberto. Saldrá con la marea de esta tarde. Os veré en Roma, si lo conseguís.

Ezio y Maquiavelo se miraron el uno al otro y luego abrazaron con aire de gravedad a Leonardo.

—Gracias, querido amigo —dijo Ezio.

—No hay de qué.

—Menos mal que no fabricaste estas cosas para Cesare —dijo Maquiavelo.

Después de que Leonardo se hubo marchado, guardaron con cuidado las bombas —cada uno llevaba diez exactamente— en unas bolsas de lino, que se echaron al hombro.

—Encárgate tú del campamento de los mercenarios y yo iré al puerto —dijo Ezio.

Maquiavelo asintió con denuedo.

—Cuando terminemos el trabajo, nos encontraremos en la esquina de la calle donde está el Lobo Solitario —dijo Ezio—. Creo que el Lobo Solitario será el centro de operaciones de Cesare. Una vez que haya empezado el caos, irá allí a reagruparse con su círculo más cercano. Intentaremos acorralarlos antes de que puedan escaparse de nuevo.

—Por una vez estoy de acuerdo con tu presentimiento. —Maquiavelo sonrió abiertamente—. Cesare es tan vanaglorioso que no habrá pensado en cambiar la guarida de los acérrimos de Borgia. Y es más discreta que un
palazzo
.

—Buena suerte, amigo.

—Ambos la necesitaremos.

Se estrecharon la mano y se separaron para ir a sus distintas misiones.

Ezio decidió dirigirse primero a los barcos de las tropas. Se mezcló con la muchedumbre y se abrió paso hasta el puerto. Una vez en el muelle, seleccionó su primer objetivo. Sacó la primera bomba mientras luchaba contra la duda insidiosa de que tal vez no funcionaba, y como sabía que debía darse prisa, levantó la anilla, contó hasta tres y la lanzó.

Estaba a poca distancia y tenía buena puntería. La bomba cayó con un repiqueteo en el vientre del barco. Durante unos instantes no sucedió nada y Ezio maldijo para sus adentros —¿y si el plan había fallado?—, pero entonces hubo una tremenda explosión, el mástil del barco se rompió y cayó, y la madera astillada salió volando por los aires.

Entre el caos que hubo a continuación, Ezio salió corriendo por el muelle, escogió otra embarcación y tiro la siguiente bomba. En varios casos, la primera explosión estuvo seguida por una aún mayor, puesto que algunos de los barcos ya se habían cargado de barriles de pólvora. En una ocasión, una de las naves, que explotó y que portaba pólvora, destruyó a sus dos vecinas.

Uno a uno, Ezio derribó los doce barcos, pero el caos y el pánico que hubo a continuación fueron igualmente útiles. A lo lejos oyó explosiones, gritos y alaridos mientras Maquiavelo también hacía su trabajo.

Ezio se dirigió al lugar de encuentro con la esperanza de que su amigo hubiera sobrevivido.

El caos reinaba en Valencia, pero Ezio se abrió camino entre el gentío y llegó en diez minutos a donde habían acordado. Maquiavelo no estaba allí, pero Ezio no tuvo que esperar mucho. Su compañero Asesino apareció corriendo, un poco desharrapado y con la cara tiznada.

—Que Dios se lo pague a Leonardo —dijo.

—¿Has tenido éxito?

—Nunca había visto un caos semejante —contestó Maquiavelo—. Los supervivientes están huyendo de la ciudad a toda prisa. Creo que muchos de ellos preferirán después de esto el arado a la espada.

—¡Bien! Pero aún tenemos trabajo que hacer.

Bajaron por la estrecha calle y al llegar a la puerta del Lobo Solitario, se la encontraron cerrada. Tan silenciosos como gatos, subieron al tejado. Era un edificio de una sola planta, más grande de lo que parecía desde la entrada, y cerca del punto más alto del tejado inclinado, había un tragaluz abierto. Se acercaron a él y con cautela se asomaron por el borde.

Era una habitación diferente de en la que les habían tendido la emboscada, y había dos hombres: Micheletto estaba junto a una mesa y enfrente, sentado, estaba Cesare Borgia. El que una vez había sido un hermoso rostro, ahora estaba lacerado por la Nueva Enfermedad y blanco de rabia.

—¡Han arruinado mis planes! ¡Malditos Asesinos! ¿Por qué no acabaste con ellos? ¿Por qué me fallaste?


Excellenza
, yo...

Micheletto parecía un perro al que habían apaleado.

—Debo pensar bien mi huida. Iré a Viana, en Navarra, justo al otro lado de la frontera. Y entonces a ver si pueden capturarme. No me quedaré aquí esperando a que los hombres de Fernando vengan y me encierren de nuevo en La Mota. Mi cuñado es el rey de Navarra y seguro que me ayuda.

—Yo te ayudaré como siempre te he ayudado. Déjame acompañarte.

Los crueles labios de Cesare se torcieron.

—Sí, me sacaste de La Mota y me devolviste la esperanza. ¡Pero mira dónde me has metido!

—Señor, todos mis hombres están muertos. He hecho lo que he podido.

—¡Me has fallado!

Micheletto se puso blanco.

—¿Es ésta mi recompensa? ¿Por todos los años de leal servicio?

—Perro, sal de mi vista. ¡Me desentiendo de ti! Ve a buscar una alcantarilla donde morirte.

Con un grito de rabia, Micheletto se lanzó sobre Cesare y sus enormes manos de estrangulador se acercaron al cuello de su antiguo señor. Pero nunca lo alcanzaron. A la velocidad del rayo, Cesare cogió una de las dos pistolas que llevaba en su cinturón y disparó a quemarropa.

La cara de Micheletto quedó destrozada hasta el punto de no reconocerse. El resto del cuerpo se desplomó sobre la mesa. Cesare dio un salto hacia atrás, apartándose de su silla para evitar mancharse de sangre.

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