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Authors: Greg Egan

Axiomático (28 page)

Cuando me casé con Daphne a los veintitrés, Eva era un recuerdo lejano, y también lo eran mis ideas sobre la comunión de las almas. Daphne tenía treinta y un años, era ejecutiva de un banco mercantil que me había contratado durante mi doctorado, y todos estaban de acuerdo en que el matrimonio beneficiaría a mi carrera. Nunca tuve claro qué sacaba ella. Quizá yo le gustase de verdad. Teníamos una vida sexual agradable, y nos confortábamos el uno al otro en momentos de tristeza, de la forma en que cualquier persona de buen corazón confortaría a un animal asustado.

Daphne no había cambiado. Lo retrasaba mes tras mes, inventando excusas cada vez más ridículas, y yo la chinchaba como si jamás hubiese tenido reparos propios.

—Tengo miedo —me confesó una noche— . ¿Y si
yo
muero cuando lo haga... si todo lo que queda es un robot, una marioneta, una
cosa
? No quiero
morir.

Esas palabras me hacían sentir incómodo, pero oculté mis sentimientos.

—Supongamos que sufres un derrame —dije con labia— que destruye una pequeña porción de tu cerebro. Supongamos que los médicos implantan una máquina para realizar las funciones que ejecutaba la región dañada. ¿Seguirías siendo "tú misma"?

—Claro.

—¿Y si lo hiciesen dos veces, o diez veces, o mil veces...?

—No, necesariamente.

—¿Oh? Entonces, ¿en qué porcentaje mágico dejarías de ser "tú"?

Me miró con furia.

—Todos los viejos argumentos, tan cliché...

—Dime en que fallan, si son tan viejos y tan cliché.

Empezó a llorar.

—No tengo que hacerlo. ¡Que te den! ¡Estoy muerta de miedo y a ti no te importa una mierda!

La cogí entre mis brazos.

—Tranquila. Lo siento. Pero
todo el mundo
lo hace, tarde o temprano. No debes tener miedo. Estoy aquí. Te quiero; esas palabras podrían haber sido una grabación, activada automáticamente al ver sus lágrimas.

—¿Lo harás? ¿Conmigo?

Me quedé helado.

—¿Qué?

—¿Pasar por la operación, el mismo día? ¿Cambiar cuando cambie yo?

Muchas parejas lo hacían. Como mis padres. En ocasiones, sin duda, era una cuestión de amor, entrega, compartir la experiencia. A veces, estoy seguro, era más una cuestión de que ninguno de los dos deseaba ser una persona no cambiada viviendo con un cabeza-de-joya.

Permanecí en silencio durante un rato, luego dije:

—Claro.

En los meses siguientes, todos los temores de Daphne —que yo había llamado "infantiles" y "supersticiosos"— comenzaron a cobrar sentido con rapidez, y mis propios argumentos "racionales" me resultaban abstractos y hueros. Me eché atrás en el último minuto; rechacé la anestesia y huí del hospital.

Daphne siguió adelante, sin saber que la había abandonado.

No la volví a ver jamás. No podía enfrentarme a ella; renuncié al trabajo y abandoné la ciudad durante un año, asqueado por mi cobardía y mi traición, pero al mismo tiempo eufórico por haber
escapado.

Ella me demandó, pero retiró la demanda unos días después, y acepto, a través de sus abogados, un divorcio sin complicaciones. Antes de que el divorcio se hubiese completado, me mandó una breve carta:

Después de todo, no había nada que temer. Soy exactamente la misma persona de siempre. Retrasarlo era una tontería; ahora que he dado el salto de fe, no podría sentirme más tranquila.

Tu amante esposa robótica

Daphne

Para cuando cumplí los veintiocho, casi todos mis conocidos se habían cambiado. Todos mis amigos de la universidad lo habían hecho. Los colegas en mi nuevo trabajo, con sólo veintiún años, lo habían hecho. Eva, supe a través del amigo de un amigo, lo había hecho seis años atrás.

Cuanto más lo retrasaba, más difícil resultaba tomar la decisión. Podía hablar con un millar de personas que habían cambiado, podía interrogar a mis amigos más íntimos durante horas sobre sus recuerdos de infancia y sus pensamientos más recónditos, pero por convincentes que fuesen sus palabras, sabía que el Dispositivo Ndoli había pasado décadas enterrado en sus cabezas, aprendiendo a imitar exactamente ese comportamiento.

Evidentemente, siempre había admitido que era igualmente imposible estar
seguro
de que otra persona
no cambiada
tuviese una vida interior similar a la mía, pero no me parecía irrazonable dar el beneficio de la duda a personas cuyos cráneos no los habían vaciado con una cuchara.

Me alejé de mis amigos, dejé de buscar amantes. Adopté la costumbre de trabajar en casa (le dedicaba más horas y mi productividad aumentó, así que a la empresa no le importó en nada). No podía soportar estar con gente de cuya humanidad dudaba.

Yo no era, ni de lejos, un caso aislado. Una vez que empecé a buscar, encontré docenas de organizaciones exclusivamente para personas que no habían cambiado, yendo desde clubs sociales que bien podrían haber sido para divorciados, hasta "frentes de resistencia" paramilitares y paranoicos que creían que vivíamos
La invasión de los ladrones de cuerpos.
Pero incluso los miembros del club social me resultaban extremadamente inadaptados; muchos de ellos compartían mis preocupaciones, casi con exactitud, pero mis propias ideas saliendo de otros labios sonaban obsesivas y equívocas. Tuve una breve relación con una mujer no cambiada de cuarenta y pocos años, pero sólo hablábamos de nuestro miedo a cambiar. Era masoquista, era asfixiante, era una locura.

Decidí buscar ayuda psiquiátrica, pero no podía decidirme a ir a un terapeuta cambiado. Cuando finalmente encontré a una que no lo había hecho, intentó convencerme para que la ayudase a volar una estación energética, para que ELLOS supiesen quién mandaba aquí.

Todas las noches me quedaba despierto durante horas, intentando convencerme, en un sentido u otro, pero cuando más reflexionaba sobre las cuestiones, más tenues y elusivas me parecían. En cualquier caso, ¿quién era "yo"? ¿Qué significaba que "yo" siguiese "vivo todavía" cuando mi personalidad era completamente diferente a la de dos décadas antes? Mis yoes anteriores bien podrían estar muertos —no los recordaba con mayor claridad que a conocidos contemporáneos— sin embargo esa pérdida no me provocaba ni la más mínima inquietud. Quizá la destrucción de mi cerebro orgánico no sería más que un simple hipido, en comparación con todos los cambios de mi vida hasta este momento.

O quizá no. Quizá fuese exactamente como morir.

En ocasiones acababa estremeciéndome y llorando, aterrorizado y desesperadamente solo, incapaz de comprender —y sin embargo incapaz de dejar de considerar— la vertiginosa posibilidad de mi propia inexistencia. En otras ocasiones, simplemente me hartaba "saludablemente" de todo el asunto. En ocasiones estaba seguro de que la naturaleza de la vida interior de la joya era la pregunta más importante a la que podía enfrentarse la humanidad. En otras ocasiones, mis reparos me sonaban fantasiosos y risibles. Cada día, cientos de miles de personas cambiaban, y el mundo aparentemente seguía como siempre; ¿ese hecho pesaba más que cualquier abstruso argumento filosófico?

Al final, pedí cita para la operación. Pensé, ¿qué puedo perder? ¿Sesenta años más de incertidumbre y paranoia? Si la especie humana se
iba
reemplazando a sí misma con autómatas mecánicos, yo estaría mejor muerto; carecía de la convicción ciega para unirme a la resistencia psicótica que, en cualquier caso, disfrutaba de la tolerancia de las autoridades siempre que siguiese siendo ineficaz. Por otra parte, si mis temores carecían de fundamento, si mi sensación de identidad podía sobrevivir al cambio con la misma facilidad con la que había sobrevivido a traumas como dormir y despertarse, la muerte constante de las células cerebrales, el crecimiento, la experiencia, el aprendizaje y el olvido, entonces no ganaría la vida eterna, sino una conclusión para mis dudas y mi alienación.

Compraba comida un domingo por la mañana, dos meses antes del día previsto para la operación, observando las imágenes de un catálogo de comestibles online, cuando la visión deliciosa de la más reciente variedad de manzanas me llamó la atención. Decidí pedir media docena. Pero no lo hice. En su lugar, le di a la tecla que mostraba el siguiente elemento. Sabía que era fácil corregir mi error; una pulsación me llevaría de vuelta a las manzanas. La pantalla mostraba peras, naranjas, pomelos. Intenté bajar la vista para ver a qué se dedicaban mis torpes dedos, pero los ojos siguieron fijos en la pantalla.

Me entró miedo. Quería ponerme en pie de un salto, pero las piernas no me obedecían. Intenté gritar, pero no podía emitir ningún sonido, No me sentía herido, no me sentía débil. ¿Estaba paralizado? ¿Sufría de daño cerebral? Todavía podía sentir mis dedos sobre el teclado, la planta de los pies sobre le alfombra, la espalda contra la silla.

Me vi pedir piña. Me sentí ponerme en pie, estirarme, y salir tranquilamente de la sala. En la cocina, me bebí un vaso de agua. Debería haber estado temblando, ahogándome, sin aliento; el líquido frío fluyó suavemente por mi garganta y no derramé ni una gota.

No se me ocurría ninguna otra explicación:
Había cambiado.
Espontáneamente, La joya había tomado el control, mientras mi cerebro seguía vivo; mis mayores temores paranoicos se hablan hecho realidad.

Mientras mi cuerpo seguía con una mañana normal de domingo, yo me perdí en un delirio catastrófico de indefensión. El hecho de que estuviese haciendo exactamente todo lo que había planeado hacer no me confortaba. Cogí un tren para ir a la playa, nadé durante media hora; bien podría haber estado corriendo como un loco blandiendo un hacha, o arrastrándome desnudo por la calle, cubierto por mis propios excrementos y aullando como un lobo.
Había perdido el control.
Mi cuerpo se había convertido en una camisa de fuerza viva, y no podía resistirme, no podía gritar, ni siquiera podía cerrar los ojos. Me vi reflejado, brevemente, en una ventanilla del tren, y no podía ni comenzar a imaginar qué estaría pensando la mente que controlaba ese rostro soso y tranquilo.

Nadar fue como una pesadilla holográfica sensorial; yo era un objeto sin volición, y la perfecta familiaridad de las señales de mi cuerpo sólo hacían que la experiencia fuese más horriblemente
errónea.
Mis brazos no tenían derecho al perezoso ritmo de las brazadas; quería agitarme como un hombre que se ahogase, quería que el mundo conociese mi inquietud.

Sólo cuando me tendí en la playa y cerré los ojos, comencé a pensar racionalmente en mi situación.

El cambio
no podía
producirse "espontáneamente". La idea era ridícula. Un ejército de cirujanos robots, que ni siquiera estaban presentes en mi cerebro, tenía que cortar y empalmar millones de fibras nerviosas, y no los inyectarían hasta dentro de dos meses. Sin una intervención deliberada, el Dispositivo Ndoli era completamente pasivo, incapaz de hacer cualquier cosa que no fuese
fisgonear.
Un fallo de la joya o el entrenador, no podía hacer que le robase al cerebro orgánico el control del cuerpo.

Estaba claro que se había producido un funcionamiento defectuoso, pero mi primera suposición había sido errónea, completamente equivocada.

Desearía haber podido hacer
algo
al comprenderlo al fin. Debería haber quedado en posición fetal, gimiendo y gritando, arrancándome el pelo del cráneo, arañándome la piel con las uñas. En su lugar, me quedé tendido de espaldas bajo el sol reluciente. Me picaba la parte posterior de la rodilla derecha, pero, aparentemente, yo era demasiado vago para rascarme.

Oh, debería haber logrado, al menos, un buen ataque de risa histérica, cuando comprendí que
yo
era la joya.

El entrenador había fallado; ya no me mantenía sincronizado con el cerebro orgánico. No me había quedado indefenso;
siempre había estado
indefenso. Mi voluntad de actuar sobre "mi" cuerpo, sobre el mundo,
siempre
había ido directamente al vacío, y era exclusivamente porque había sido manipulado incesantemente, "corregido" por el entrenador, por lo que mí deseos habían coincidido siempre con las acciones que parecían ser mías.

Hay un millón de preguntas que podría plantearme, un millón de ironías que podría saborear, pero
no debía
hacerlo. Tenía que concentrar todas mis energías en una única dirección. Se me estaba acabando el tiempo.

Cuando entrase en el hospital y se produjese el reemplazo, si los impulsos nerviosos que transmita al cuerpo no coinciden exactamente con los del cerebro orgánico, se descubriría el fallo del entrenador.
Y se rectificará.
El cerebro orgánico no tenía nada que temer;
su
continuidad estaba garantizada, se le consideraría preciosa y sacrosanta. No hay duda de a cuál de nosotros se le consentirá prevalecer. Una vez más, a

se me obligaría a ajustarme. Se
me
"corregiría". A

se me asesinaría.

Quizá sea absurdo tener miedo. Mirado desde cierto punto de vista, he sido asesinado cada microsegundo de los últimos veintiocho años. Visto desde otro punto de vista, sólo he existido desde las siete semanas que han pasado desde el fallo del entrenador, y que la idea de mi identidad separada cobrase sentido; y en una semana más esta aberración, esta pesadilla, acabará. Dos meses de desdicha; ¿por qué debería lamentar perderlos, cuando estoy a punto de heredar la eternidad? Excepto que no será
yo
quien la herede, ya que esos dos meses de desdicha son todo lo que me definen.

Las permutaciones de las interpretaciones intelectuales son infinitas, pero al final, no puedo más que actuar según mi desesperada voluntad de sobrevivir. No
me siento
como una aberración, un fallo desechable. ¿Cómo puedo tener esperanzas de sobrevivir? Debo ajustarme... por voluntad propia. Debo escoger hacerme
parecer
idéntico a aquél en el que me obligarán a convertirme.

Después de veintiocho años, seguro que todavía me ajusto lo suficiente como para lograr el engaño. Si examino todas las pistas que me llegan a través de nuestros sentidos compartidos, seguro que puedo colocarme en su lugar, olvidando, temporalmente, la importancia de mi situación separada, y obligarme así a recuperar la sincronía.

No será fácil. Conoció a una mujer en la playa, el día en que nací. Se llama Cathy. Se han acostado tres veces, y creo que él está enamorado de ella. O al menos, se lo ha dicho a la cara, se lo ha susurrado cuando ella duerme, lo ha escrito, sea cierto o sea falso, en su diario.

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